Cultura/Educación

Sobre el rol de los norteamericanos en el filme cubano El Hombre de Maisinicú. Una mirada diferente.

Desde una perspectiva cinematográfica, El Hombre de Maisinicú (1973, ICAIC, Cuba) es una experiencia que despierta sentimientos encontrados. Como espectador y crítico, no puedo dejar de admirar la maestría con la que Manuel Pérez Paredes construye un relato cargado de tensión, capturando con gran habilidad la atmósfera de uno de los periodos más convulsos en la historia reciente de Cuba. Pero esta admiración viene acompañada de preguntas incómodas y profundas sobre las implicaciones ideológicas de la obra. La película transita entre una exaltación del llamado heroísmo castrista y una visión reduccionista de la oposición, presentada como una figura de antagonismo moral casi unidimensional.

Visualmente, la película es impactante. No solo logra recrear el Escambray como un escenario cargado de simbolismo, sino que utiliza el lenguaje cinematográfico con gran eficacia para narrar el conflicto. Las amplias tomas de las montañas, que parecen envolver y consumir a los personajes, refuerzan la sensación de aislamiento y fatalidad que permea la trama. Sin embargo, son los momentos íntimos –los diálogos tensos, las miradas cargadas de sospecha y los actos de traición– los que logran tocar un pulso humano, revelando, aunque de manera desigual, la complejidad de quienes habitan este tablero político.

Aunque concebida con un claro propósito propagandístico, el filme deja entrever matices que invitan a una reflexión más allá de su intención original. Una escena en particular, que representa a supuestos agentes estadounidenses y una emboscada a los alzados, plantea preguntas inquietantes: ¿quién está colaborando realmente con quién? Un barco que simula ser un guardacostas estadounidense se convierte en un símbolo clave. En un nivel superficial, la escena parece celebrar la astucia de la inteligencia castrista y denunciar la complicidad de los opositores con Estados Unidos. Pero en los detalles –en la teatralidad de los disfraces, en la pulcritud casi irreal de la operación– se asoma una posibilidad que trasciende la narrativa oficial.

Esta intuición, aunque carece de pruebas definitivas, se vuelve más sólida al considerar los testimonios de exiliados cubanos que han señalado cómo, en ocasiones, las propias autoridades norteamericanas habrían contribuido a desmantelar movimientos armados anticastristas. Esto arroja una sombra intrigante sobre la operación representada en la película: ¿fue realmente una acción puramente cubana, o existió una colaboración tácita con la inteligencia estadounidense?

Lejos de ser una idea descabellada, esta posibilidad agrega profundidad al filme, dejando entrever un trasfondo más complejo que desafía la lectura simplista de buenos contra malos. Es en estos detalles –en esas grietas sutiles de la narrativa oficial– donde la película se transforma en algo más que propaganda, invitándonos a cuestionar y explorar los matices de una historia que, como tantas otras, no siempre es lo que parece.

Dámaso Barraza. Cubanuestra.
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