Relato Político

Relato dominical. Adefesio. Rolando D. H. Morelli

 

Imagen Gerd Altmann. Pixabay

bien dice el refrán  /  Por Rolando Morelli.

 

Adefesio.                                                                                                                                                     Ediciones La gota de agua

 

                                    Para Francisco Porrata, memorioso.

                                    Y para Nancy Crespo, Sarah Estopiñán y Julito Sardá, protagonistas.

 

Yo digo que es imposible. ¿Acordarse de todo? No. Es mejor olvidarse.  Sí, claro, también. Es lo que dice Mayito mi esposo. Afirma que él sí se acuerda ¡de todo! Pero uno tiene que olvidarse de muchas cosas, aunque también eso otro sea cierto de que es necesario recordar. Porque hay cosas que naturalmente no se olvidan y cosas que tampoco deberían echarse al  olvido sin más trámite. ¡Yo nunca he sido de aniversarios ni esas cosas! Tengo una pésima memoria para los cumpleaños. Hasta el mío se me olvida, y son mis amigos y mi esposo los que siempre se acuerdan. Ciertas fechas me las siento en el cuerpo sin percatarme bien de qué se trata, y a veces logro por casualidad cotejarlas con un hecho cuando ya se me ha pasado el mal efecto. Eso. Como si el cuerpo tuviera su propia memoria de lo ocurrido. Pero ya que insisten, puedo decirles que lo que yo más recuerdo, si me pongo a pensar, es de mi adolescencia. Esos años, o más bien esa época toda de mi vida es lo que yo más recuerdo con una deslumbrante claridad. Más que todo, la define un sentimiento aplastante de vergüenza. Sí, vergüenza. Permanente y descomunal: un sentimiento ancho como un océano. Una marejada negra en medio de la cual me hallaba inmersa —enfrentada al oleaje— en lucha contra un naufragio que yo suponía inminente. Bien visto: ¡Ni siquiera, de una lucha se trataba! Nada semejante a un enfrentamiento —nada de heroísmos insospechables— sino de un desesperado pataleo contra el fondo. Eso era lo que sentía. ¡Mucha vergüenza! Lo que más sentía. Lo que resume esa época de mi vida. Sentía tanta vergüenza, que el sentimiento era una pinza inescapable. ¿De qué cosas me avergonzaba? ¡A ver! ¿Cómo puedo explicarle yo? ¡De todo! Sí. ¡De mis padres! (Bueno, no de mis abuelitos; de ellos no). De mi casa, es decir, de la casa en que vivíamos. ¡De las relaciones de mis padres, de sus conversaciones, de las que debían ser sus aspiraciones, de sus planes para mí!  En cuanto me preguntaban dónde vivía —algún compañero de escuela, demasiado curioso, o tal vez genuinamente interesado en facilitar un acercamiento— y antes de que se hiciera invitar a subir al piso que ocupábamos mis padres y yo, con el fin de jugar o simplemente de inspeccionar el lugar, mentía sin recato señalando a otro cualquiera de los edificios que nos rodeaban, mientras más destartalado mejor, y me alejaba del compañero a la carrera, fingiendo una repentina prisa o una súbita inquietud por lo que mis padres pudieran pensar de una demora cualquiera de mi parte.

Así y todo, no siempre era fácil soslayar este interés, la admiración potencial o la curiosidad de un compañero empecinado en acceder (o por lo menos en acercarse) a las alturas del piso en que vivíamos. Y alguna vez, pareció recriminarme con su mirada límpida una compañera de curso a la que me iban uniendo pequeños actos, complicidades, conversaciones que lindaban no habría podido decir qué límites, la cual acertaba a estar en el lugar donde la había dejado, cuando después de un rodeo, y sin sospechar que pudiera hallarse aún en aquel sitio, volví a él buscando la entrada al edificio donde en verdad residía. (Todo esto ocurría muy al principio, claro, antes de que también nuestras escuelas fueran deslindadas y de repente nuestros únicos compañeros se volvieran aquellos que compartían el privilegio de vivir en nuestro edificio, o, en contados casos, en algún otro residencial semejante al nuestro. Pero el sentimiento de vergüenza creció y creció y ya no alcanzó a dejarme nunca, o bien yo no conseguí deshacerme de él. En eso tampoco estaba sola, si bien durante mucho tiempo llegué a temer que sí, ya que se trata de un sentimiento difícil de compartir, tal vez el más difícil de todos.

Casi tanto como me avergonzaba de vivir en nuestro edificio gozando de este modo de un privilegio que además no me interesaba, me gustaban esos otros espacios que nos rodeaban, disímiles entre sí, individualizados y orgullosos de su prestancia o simplemente de su historia. El nuestro, es decir, éste en el que vivía con mis padres, era él mismo original en más de un sentido, pero su originalidad venía a ser de otra índole: había surgido en un santiamén —podría decirse— rodeado de otros inmuebles en medio de los cuales apareció un día, como un intruso insolente e incómodo que de repente nos espía desde el patio, sin ocultamientos o disimulos por otra parte imposibles. La plaza central —un parque circundado por cuatro calles, anchas y sombreadas de árboles centenarios— cedió el sitio que le correspondía para dar lugar a la aparición del extraño. En el principio, según oí decir, debió tratarse de una transacción o de un acomodo singular que de ningún modo anunciaba el alcance monstruoso que llegó a ser luego el de su impulso devorador de espacios usurpados a otros, como un Saturno de aquí-estoy-porque-llegué-y-al-que-no-le-guste-pues-que-hable. ¡Sí, un Saturno jaquetón, guapo de barrio, o bandolero con empaque de ideas que se proclamaban revolucionarias, y seguramente lo eran! Pero quién sabe lo que en esto se engañaban, como se engañaban en todo lo demás, o lo que pretendían engañarnos quienes a tal género de disculpas acudían luego, en medio del basural en que se fue convirtiendo todo. En síntesis: se había pensado tal vez en un edificio inserto en medio de la plaza, el cual quedaría rodeado de una fronda de árboles, y al que se conectarían cual radios a su eje, un Centro Escolar, un Centro Hospitalario y otros de esta clase. En poco tiempo, la idea evolucionó, se decía, o más bien degeneró en otra dirección cualquiera, y se decidió construir una especie de ciudad modelo llamada por otro nombre Ciudad Futura. El plan consistía de un edificio central más alto y más ancho que aquellos que debían rodearlo, el cual serviría de cohabitación a numerosas familias cuidadosamente seleccionadas para un llamado plan piloto. De proyecto en proyecto, y de cambio en cambio, los que vinimos a habitarlo cuando estuvo terminado no pasábamos de un grupo de familias escogidas entre las de más méritos políticos. (En otra parte un proyecto semejante había terminado en desastre cuando vinieron a habitarlo familias de diferente procedencia social y diversas regiones del país sin haber sido debidamente sometidas al proceso de escrutinio requerido). En lo adelante se puso gran empeño y cuidado en no repetir un error tan garrafal, y en lugar de invertir nuevos recursos en aquel tipo de proyecto social se permitió por algún tiempo la afluencia regulada de quienes buscaban instalarse en algún sitio, a algunas de las casas abandonadas por sus moradores cuando estos decidían marcharse lejos, sin intenciones o la posibilidad de regresar ya más.

Entre tanto, los árboles del parque siguieron cayendo, talados al principio para hacer lugar a los cimientos sobre los que había de levantarse la ciudadela, cuyo empleo y características  iban  modificándose  a medida que ésta  surgía.  Fue por entonces  que algunos comenzaron a llamarla el adefesio. En ello pudo intervenir quizás —¿de qué manera estar seguro de nada?— el hecho de que algunos entre los constructores menos instruidos fueran incapaces de arrancarse la palabra edificio con facilidad, y proferían aquella otra que debía parecerles próxima). Un anillo de árboles derribados en torno a la futura construcción fue seguido prontamente de otro, y más tarde de otros hasta alcanzar los bordes de las aceras. Cierto que otros arbolitos se sembraron a veces en sustitución de los primeros, pero si bien algunos de estos sobrevivieron a todas las inclemencias, parecían más bien hallarse allí para acentuar la desolación sobre la que ahora reinaba un solo inmueble, al parecer caído del cielo y desprovisto por otra parte de cualquier aditamento de belleza o que pudiera hacerlo interesante. En pie, como un extraño en medio de aquel círculo de antiguos residentes, incluso cuando la pátina del tiempo lo alcanzó también —en pocos meses— y comenzó a indicar con impaciencia su creciente decrepitud a pesar de no haber tenido aún tiempo para envejecer, se hallaba el edificio. Desde un comienzo, como ya debo haber dicho, me sentí en él como en una gran prisión a la que no sabía por qué motivos ingresaba, y de la que podía salir a veces por unas horas, sólo a condición de que se diera por aprobada mi conducta. Mis padres aplicaban severamente un criterio de celosos guardianes de su deber, respecto a un código correspondiente al edificio y a sus moradores, que aún no había sido escrito en ninguna parte, pero que todos se esmeraban en aplicar, emulándose unos a los otros con un enconado extremismo. Asistir a la escuela, por lo mismo, se convirtió en una suerte de garantía de entradas y salidas consentidas, a la vez que se trataba de una tarea que había que sacar con éxito. A mis ojos, lo peor de todo era que mis padres considerasen una gran suerte nuestro desplazamiento desde la casa grande y acogedora en la que antes habíamos vivido en compañía de los abuelos, al colmenar insípido y sin miel, donde ahora residíamos! ¡Qué hermosos eran, en contraste, los edificios aledaños! ¿De qué manera podían estar ciegos a su encanto? Incluso aquellos que parecían viejecitos apoyados en sus bastones, cada vez más ubicuos a medida que se descuidaba su mantenimiento o eran abandonados a sus pequeñas dolencias. Envidiaba en otros chicos el que vivieran en uno cualquiera de estos habitáculos, tal vez del mismo modo que ellos envidiaban en mí la circunstancia de habitar el adefesio. Mi primera envidia tuvo nombre y apellidos, y se llamó Manuel Gómez Joya —un chico con el que ensayé una amistad pronto interrumpida por no sé exactamente qué razones— pues vivía en el tercer piso de uno de tales edificios cuyo nombre persistía entre el olvido de muchos en lo alto de la pared del frente y me parecía la suma de toda la fortuna. Se llamaba El Rialto, y debe hacer ya mucho tiempo que el espacio ausente marca al revés, como en un negativo, ese sitio que una vez ocupara con su prestancia el inmueble. A pesar de que nosotros teníamos mejor espacio —tal decía mi madre, un poco para consolarse a sí misma de otras pérdidas que debían parecerle harto evidentes— Manuel y su familia contaban con un espacio que me recordaba el de nuestra primera casa.  Mis abuelos, por su parte, aunque  ahora  comprendo que fueran la discreción personificada, no podían comprender el imperativo de mi padre de correr a instalarse en lo que con razón llamaron una conejera, y otros menos imaginativos, o más drásticos llamaban un armario, un closet, una caja de zapatos apretados, un bibijagüero, un barracón vertical, y cosas de este talante. No podían faltar, por supuesto, los que así como yo envidiaba a mi compañero Manuel Gómez Joya por residir en aquel piso del viejo Rialto nos envidiaran por igual razón a quienes ocupábamos la ciudadela magnificada por su envidia, tanto como por el aspecto novedoso que tienen siempre los intrusos. Tal fue el caso de una compañera del sexto, Angelina Recio, esmerada en cultivar una amistad sin otras resonancias que la circunstancia de vivir —es decir, de que yo viviera— en aquel edificio al que, justo es decirlo todo, se aplicaban más afeites que a ninguno otro porque a pesar de la necesidad de mantenimiento que afectaba cada vez más a todos y cada uno de ellos, era el nuestro el único al parecer en recibir constantemente la atención tan requerida como aparentemente merecida por él. La propia Angelina me lo observó en más de una ocasión, y yo debí acabar por concederle al hecho la importancia que sin dudas tenía, todo lo cual vino a acentuar en mí el sentimiento de vergüenza que el paso del tiempo no hacía sino aumentar. Las ocasionales visitas a la casa de mis abuelos, quienes insistían en llamar tu casa —es decir, mi casa— a aquélla en la que antes yo había vivido y que a todas luces era la suya, aportaban igualmente su grano de arena al sentimiento de incomodidad que, respecto al adefesio  sentía.  No sé cuándo, o  a partir de qué momento, comencé a referirme al lugar por este apelativo cuya originalidad, aunque luego me fuera atribuida por otros en igual situación que la mía, no podría atribuirme.

Para mi consuelo descubrí asimismo, aunque no podría decir en qué momento exactamente, que otros de los chicos que habitaban el adefesio, sentían igual vergüenza o rechazo por él. Y éste fue acaso, el más importante descubrimiento de esos años. En la nueva escuela, ahora que todos los chicos del edificio asistíamos, conforme a la idea de los comienzos, a una misma escuela existente en él, conocí a Vivian Mora, a Cándido Urdaneta y a Mario Chávez, dos primos rebeldes, y a uno al que llamaban todos El Ché Aguirre, suscitando en él una furia inusitada. Eran todos vecinos, a los que antes no había conocido, en algunos casos porque recién accedían al adefesio, en otros —era el caso de Aguirre— porque antes había asistido a una escuela que se encontraba en los exteriores de la residencia. Aguirre se declaraba abiertamente en rebeldía porque sus padres consiguieran finalmente reducirlo a la escuela donde ahora se encontraba, y donde según ellos era mejor que estuviera y, fieles a algún género de disciplina que no conseguíamos entender aunque nos explicaran en qué consistía, le correspondía mejor estar a él y a todos nosotros. El apelativo de adefesio pegó enseguida, y me confirió un prestigio  inmediato del que no podía ser merecedora, pero que acepté porque me recordaba como una presea, del combate  que  libraba constantemente para no dejarme asimilar  nunca por el medio y de mi propósito de salir de allí tan pronto estuviera en edad y condiciones de hacerlo, bien fuera en dirección de la otra casa, (aquella que mis abuelos insistían en llamar mía), bien fuera con cualquier otro rumbo desconocido. ¡Habría sido ideal —en todo caso, mi ideal— cualquiera de los edificios que se deterioraban a ojos vistas, cada día más, y acababan por caer! Era como si con sólo quererlos del modo en que yo los quería fuera capaz de sustentarlos insuflándoles vida propia, aquélla que la indiferencia o las malas querencias de todo género les robaban. Si a los niños les fuera dado alimentar muchos de sus sueños, acaso no acabarían en el polvo tantas de las ilusiones con que los adultos se proponen realizar más tarde estas posposiciones deformadas por ellos. No lo sé. Tal vez miro con demasiada indulgencia los sueños de los niños por lo mismo que fui una niña a la que no le permitieron soñar sus propios sueños, a la vez que insistían en imponerle los sueños ajenos de algún adulto tenebroso, por el cual nuestros padres sentían una fascinación que terminaba por confundirse con el temor, y una reverencia desproporcionada e injustificable.

Ya en el octavo, la oportunidad tan ansiada de abandonar el adefesio pareció presentarse inesperadamente con el traslado obligatorio de todas las escuelas secundarias al campo. Nuestro pequeño grupo de descontentadizos     —como habían dado en llamarnos con cierto desdén, y la absoluta confianza de que se nos pasaría muy pronto, con la edad— nos sentimos realizados por un tiempo. Allí  terminaban de una vez  por  todas nuestras aflicciones y comenzaban nuestra dicha y nuestra oportunidad de ser y de sentirnos libres. Hasta de un himno disponíamos, lo cual debió alertarnos del engaño, pero todavía éramos propensos a la esperanza y a cierto género de inocentadas. Ya no tendríamos que mentir a nadie —aunque en los últimos tiempos este contratiempo había sido superado casi completamente— respecto al lugar donde vivíamos. Fue Cándido Urdaneta, cuyo nombre nada tenía que ver con su inteligencia acuciosa, el primero entre nosotros en darse cuenta de que la escuela en el campo extendía   —como si se tratara de un largo corredor— el espacio del adefesio. En realidad, se trataba de un adefesio más, dotado con las mismas características conocidas de nosotros. Una monstruosidad que, tal y como la otra había desarraigado antes —y el hecho ahora se nos antojaba patético en su simbolismo— la Plaza de los encuentros para dar lugar a una mole de arena y cemento sin alma, (a la que estaban destinados como si de un privilegio se tratara los elegidos por su virtud política y su clarividencia ideológica), ahora brotaba como un macizo de hierba mala en medio del campo para ir copándolo, y ahogando en él todo brote espontáneo de vegetación genuina.

Nuestro traslado a la nueva escuela se produjo cuando aún no se había dado por terminada la instalación a la que estábamos destinados. Por las mañanas, como no había clases —la mitad de las aulas no estaban listas o no contaban con pupitres todavía, o faltaban libros, lápices o cuadernos que debían de llegar muy pronto— las pasábamos marchando, o enfrascados en un incesante matutino donde leíamos en voz alta denuncias políticas contra esto o aquello, a veces contra alguien en particular que debía ser depurado de nuestras filas antes de ser echado a cajas destempladas de la escuela donde tan feliz debía sentirse. Por las tardes, podíamos descansar algo de aquellas andanadas cuando              —contentos y hasta cantando— nos dirigíamos al campo, es decir, al campo-campo para recoger naranjas, u otros frutos que nunca veríamos a la mesa; para arrancar yerbas con las manos sin guantes, o recoger piedras con las que formábamos pilitas pronto deshechas, que volveríamos a recoger al siguiente día o al otro. Y por las noches —noches de estrellas infinitas que podían recogerse con la mano lo mismo que aquellos frutos que no nos estaban destinados— nos escapábamos en pequeños grupos primero, y luego en otros más numerosos, al descampado, haciendo burla o caso omiso a los llamados a estudiar en equipos, hechos por nuestros profesores, la mayor parte de los cuales hallaba más satisfacción en compartir con algún alumno u otro colega la intimidad de la noche que en desvelarse con resolver ecuaciones, o la sintaxis de una construcción cualquiera a la luz de un farol de gas, pues aunque las instalaciones contaran con electricidad, muchas veces faltaba el fluido eléctrico o este debía ahorrarse mediante el recurso de los faroles chinos, que también se llamaban coleman, sin que muchos se preguntaran qué relación podría haber entre un coleman y un farol chino.

Poco tiempo después de normalizadas las clases, es decir, de comenzadas, el profesor de inglés  fue trasladado a otro  centro por  atribuírsele el embarazo de más de una muchachita. Irina Beltrán, quien se había acercado a nuestro grupo, y cuyo semblante desencajado nos alarmó a todos, confesó haber abortado. La compañera de la limpieza que la había ayudado le advirtió que podía haber complicaciones. Irina sufrió de una complicación mayor de lo que esperábamos cuando  unos días después enfermó gravemente, fue llevada al pueblo más cercano en un yipe que era el único transporte que podía hacerlo, de donde la remitieron al hospital provincial, y ya no regresó más. Tiempo después confirmamos que había muerto de una septicemia, a consecuencia de un aborto practicado con el extremo de un perchero herrumbroso. Ya estaban del todo normalizadas las clases y el curso escolar, cuando dio comienzo la ola de suicidios. El primero, Pedro Alcántara. Cuando alguno propuso cándidamente luego, que le diéramos su nombre al tablón de efemérides como si se tratara de algún mártir —cuyos nombres sólo podían invocarse mediante una previa consulta—, y a cuya posesión en ningún caso teníamos derecho, el director montó en una cólera sublime sólo contenida por los merecimientos calculados sobre los hombros del padre de aquél transgresor.

—Usted debería de saber mejor que nadie, Molina, que a los cobardes no puede acreditárseles los méritos que son exclusivos de los revolucionarios…

Como este hecho tuvo lugar en pleno matutino nos enteramos todos, y aunque nos fuera expresamente prohibido, o acaso por ello mismo, nos dedicamos a comentarlo y a opinar sobre el asunto.  Aguirre fue de la idea de circular una petición al respecto y un gran número de nosotros suscribió la idea. Al argentino vinieron a buscarlo sus padres en el automóvil que conducía un hombre de gafas oscuras el cual daba la impresión de ser alguien muy conocido por todos. Una especie de tío ubicuo y algo distante, al que habíamos visto en innumerables ocasiones, pero al que no conocíamos verdaderamente. Mis padres, y los padres de muchos otros, también vinieron por nosotros los días sucesivos. Pasadas las lluvias de la primavera, el terraplén que conducía a la escuela había vuelto a hacerse transitable y un número de pequeños automóviles y vehículos llegaban a diario para marcharse prontamente después.

—Fíjate bien lo que te voy a decir —dijo mi padre, sin esperar a haber llegado al adefesio al que, sin dudas nos dirigíamos. Mi madre y él ya debían de haber hablado sobre el asunto que debían tratar conmigo—. No voy a consentirte que me causes problemas de ningún tipo, ni a dejar que lo eches todo a perder pensando en no sé qué mierdas… Porque yo no puedo entender qué mierdas puedan estar pasándote por la cabeza. ¡Ya estás muy grandulaza y muy manganzona para andar comiendo tanta mierda! ¿Me oíste? Lo tuyo linda casi en contrarrevolución —dijo, liberando una mano del volante y enarbolando un dedo agresivo— para que lo sepas bien. Deseé en aquel instante que el auto volcara y nos muriésemos todos. Luego quise morirme yo sola, ante los ojos de ambos. Y a medida que él hablaba me acometía el deseo de que fuera el único muerto, a  ver si entonces alguien pedía que su nombre le fuera dado a un proyecto cualquiera, a un módulo, a una letrina.

—El Aguirrito ése lo que les ha buscado a sus padres es un verdadero dolor de cabeza, para que te enteres… Y tú estás a tiempo, y no nos vas a causar los mismos problemas a nosotros, tus padres, para que lo sepas. Antes te descojono a golpes, para que lo vayas sabiendo —dijo, pegándome un manotazo imprevisto en el rostro— y no me importa un carajo que no tengas cojones, para que lo sepas de una vez —y volvió a golpearme donde mismo. Esta vez eché mano al timón con una rabia reconcentrada que ni siquiera sospechaba en mí, y aferrándome a él conseguí que el auto se desenfrenara y comenzara a pegar unos bandazos de miedo mientras mi madre en la parte trasera, con el susto se sacaba verdades largo tiempo ocultas, y clamaba por una Virgencita de la Caridad Virgencita de la Caridad Virgencita de la Caridad que luego iba a ser muy difícil explicar si sobrevivíamos.

Cuando al fin mi padre logró detener el auto, como yo aún no conseguía deshacerme de la furia que me invadía, lo acometí con las uñas y le arañé el rostro mientras él me golpeaba tal vez para defenderse, pegándome manotazos. Mi madre seguía en lo suyo y ninguno de nosotros parecía notarlo, aunque aquella letanía suya fuera la contraparte necesaria de la violencia que tenía lugar en el asiento delantero. Súbitamente, igual que se había desatado aquella agresión, dejamos de  golpearnos mi padre  y  yo, y  simultáneamente comenzamos a llorar. Creo que también mi madre lloraba en silencio. El llanto de mi padre era un llanto exuberante y copioso como nadie habría sido capaz de sospechar en él. Sentí lástima, pero al mismo tiempo un descreimiento que no habría podido explicarme. Aquél decir que hablaba de las lágrimas del cocodrilo para engatusar con la impresión de un falso arrepentimiento me invadía, y sin pensarlo dos veces abrí la puerta y me eché del vehículo e internándome en la sabana comencé a alejarme a campo traviesa sin dirección fija, y alejándome de los gritos que daban mis padres, sin prestar ninguna atención. El día antes había cumplido quince años, sin que ninguno de mis compañeros fuera del pequeño círculo de amigos lo sospechara. Ahora, de repente, lo recordaba y me enojaba conmigo misma la sospecha de que toda mi cólera pudiera resumirse en este hecho y en la circunstancia de no haber recibido ni siquiera una visita de mis padres con este motivo.

Ya de noche regresé a la escuela. Una partida había salido en mi busca y logré pasar inadvertida hasta el siguiente día. No sabría decir de qué modo conseguí llegar allí. Puedo asegurar que sin habérmelo propuesto. Aquellos de mis amigos que no se habían marchado aún, o a cuyos padres no se había convocado por razones que desconozco, me consolaron como sólo ellos habrían podido y querido hacerlo. Esa noche, por vez primera dormí a la intemperie bajo el cielo estrellado, y me sentí más acompañada que nunca a pesar de sentirme muy sola y tan sin rumbo en el universo circundante.  A  la mañana, Mario y yo  hicimos el amor por primera vez, repetidas veces. Cuando regresamos a la escuela, muy adelantada la mañana, íbamos tomados del brazo sin importarnos nada que no tuviera que ver con aquello que sentíamos, y con la convicción de que cualquier cosa de la que se tratara, nada podría contra nosotros.

Mis padres consiguieron esta vez arrancarme de la escuela e internarme en otro adefesio casi igual a los que hasta entonces había conocido. A la semana, algunos de mis amigos se las arreglaron para entrar a verme, y en otras múltiples ocasiones lo consiguieron igualmente. Sólo a Mario eché de menos, y a las evasivas de mis compañeros contrapuse todo género de especulaciones, muchas veces calumniosas, porque cualquiera de ellas habría sido mejor que la sospecha de lo que le había ocurrido.

Cuando estuve mejor —es decir, cuando la docilidad inducida por muchos medios convenció a mis padres y a los médicos, de que estaba en condiciones de volver a casa y a una vida normal— me autorizaron a salir. Es decir, a salir de un sitio como aquél para entrar en otro semejante. Era lo mismo que si no hubiera salido nunca de ninguna parte, porque no había salida. Y juro que vi, inscritas en lo alto de la entrada del adefesio al que llamábamos nuestra casa, aquellas palabras que Dante vio a las puertas del infierno: Vosotros, los que entréis, dejad toda esperanza. Claro que no decía eso precisamente, sino Bienvenida a casa. Todos te queremos, y posiblemente estaban inscritas con merengue en un pastel de cumpleaños, algo tardío.

Como pude, hice clara mi voluntad de irme a vivir con mis abuelos por un tiempo, y mis abuelos hicieron valer en lo que podían su voluntad de que la mía se cumpliera, y tal vez porque mis padres tuvieron un instante de vacilación o entendieron la importancia de una tregua, cedieron a lo que les parecía un capricho de enferma, transitorio y acaso sin consecuencias que lamentar y como mismo había llegado me marché a la casa que seguía siendo la mía, pero al llegar a ella encontré que no era la misma. El techo de una de las habitaciones del fondo se había desplomado y en el patio interior sobraban puntales que estorbaban el paso, y bajo los cuales ya no crecían con exuberancia las plantas de otrora. La sombra del adefesio, ubicua e insaciable en su voracidad, debía seguramente haber alcanzado a cubrirla y la permanencia de aquel eclipse bastaba para que la casa fuera entrando en la muerte de sus ramas, como si un otoño inconcebible se instalara, lenta pero inexorablemente en toda ella. Supe entonces, que no era la casa de mis abuelos el destino último de mi escapada, y sin clara conciencia de cuál podía ser ese destino, se apoderó de mí el sentimiento de escapar, de huir a algún lugar remoto y posible, a pesar de todas las evidencias en contrario. De no existir ese lugar, o de no poder imaginarlo siquiera, sería mejor la muerte, ésa a la que acudían cada vez con mayor frecuencia tantos de mis amigos y compañeros de generación en busca de una respuesta cualquiera. ¡Tal vez de no respuestas!

La salida se fue dibujando precariamente, merced a un cúmulo de accidentes reunidos  por  mí, no sin cierto sistema y a los ocasionales deslumbramientos de la intuición. Sus contornos se dibujaban en la distancia, como reflejo de un reflejo, en las páginas de una revista o en la sesgada referencia a un hecho o a unas circunstancias que debían sernos ajenos; se configuraban en el título, o en las páginas de un libro por otra parte sólido ideológicamente como un ladrillo refractario, una barra de acero o un lingote de hierro. Y un día tras otro fueron apuntando, insistiendo en quedarse cada vez más con una determinada fisonomía, y con una determinación que se transformó en fuerza y en impulso precisos.  Mi padre había tomado la resolución de no hablarme, o de retirarme hasta el saludo, como habría dicho mi madre de ser capaz de formular aquello que, a sus ojos, era tan sólo culpa mía. En realidad —y yo misma traté de hacerle ver su yerro— tanto como él lo hiciera con respecto a mí, también yo había dejado de hablarle. Más que de un rencor recíproco, se trataba de un reconocimiento, es decir, de admitir un hecho indiscutible: no había entre nosotros nada de qué hablar; nada que decirnos. Éramos extraños obligados a compartir un vínculo que rechazábamos, y que ninguno de los dos estaba dispuesto a concebir. En lo que aún seguía en pie de la antigua casa de mis abuelos vivía desde hacía ya tiempo, sola o por mi cuenta —como solía decir mi madre— cuando nos conocimos Julián y yo. (Mis abuelos murieron, uno prácticamente detrás del otro, en el último año, y yo me quedé a vivir entre las paredes húmedas y atacadas de una lepra indescifrable, sin saber a qué otro lugar encaminarme de momento). Aunque la  puerta se  hiciera cada  vez más  visible  ante mis ojos, a la vez que se agazapaba —visible y oculto por igual— ese pasillo en sombras, amenazante y amenazado, que conducía a ella, comencé a ocuparme de reparar la casa en mis momentos libres. Julián se sumó pronto con entusiasmo a este empeño, y por un tiempo cuyos confines no podría precisar, aunque los vislumbres de la puerta siguieran estando, me conformé a la idea de reparar y hacer habitable aquella casa que era la mía, como hasta el último momento insistieron en llamarla mis abuelos.

Terminado el bachillerato, no me había sido fácil matricular en la universidad pese a contar a mi favor con un magnífico expediente académico, por lo que, después de pensarlo y de haber comenzado una carrera por la cual no sentía vocación alguna, había determinado poner mis energías en mejores cosas. Entre pintar sobre unas cartulinas —ensayos más o menos felices a veces inspirados por las grietas y las manchas de las paredes— e intentar rellenar aquellas grietas que se iban expandiendo de día en día, pasaba la mayor parte del tiempo. Los cuadros que pintaba lo mismo servían para adornar una superficie como para regalar a un amigo o para pagar por aquellas cosas que se hacían imprescindibles para la sobrevivencia. Algún coleccionista —especie rara, y hasta entonces desconocida, a la que alguna vez me vi expuesta— pagó en especias varios de esos cuadros a los que él daba mucho más valor del que sin dudas tenían, y a mí me entusiasmó la idea de que a su regreso a Francia, de donde procedía,  se llevara  mis cuadros.  Los  imaginaba como  una  parte de  mí, surgida de retazos, en momentos de entusiasmo, angustias, y tantas otras emociones, que él colgaría de una pared lejana, sin dudas mejor expuesta y sin la sombra ominosa del adefesio pesando sobre ella y sofocándola. Y esta pretensión, sin duda ingenua, alimentó de algún modo la pintura que surgía de mis manos sin que yo accediera a la tentación de llamarme pintora, o artista, o cualquiera de esas cosas que ya insistían en llamarme mis conocidos recientes, y algunos de los viejos conocidos. Pintaba para sobrevivir a todas las hambres y no sucumbir a ninguna de las múltiples catástrofes que se amontonaban muy próximas como cosas inevitables, fuéranlo, o no lo fueran.

Cuando la casa alcanzó a estar casi lista, no sé en qué momento acordamos tener una fiesta para celebrarlo. Entre todos, y a pesar de nuestra penuria colectiva, contribuimos a organizar una despensa que al cabo de meses de privaciones daba para celebrar cualquier cosa. Latas de sardinas conseguidas mediante trueques, e intercambios de intercambios, caramelos, conservas, y dos botellas de ron sin etiqueta, pero del bueno, además de algunas croquetas y algo de pan blanco conseguidos en el último momento. A falta de luz eléctrica —pues ya entonces no podía contarse para nada con la suerte de un buen alumbrón— nos agenciamos para que nos alumbraran las llamas de multitud de velas y velones de cera que podían conseguirse a veces por trasmano. La fiesta fue un éxito del que no tuvimos mucho tiempo para ufanarnos Julián y yo. Al día siguiente, poco  después  de  habernos levantado a eso de las siete de la mañana tocaron a la puerta de entrada de la casa. Querían echar una mirada, saber cosas, o mejor dicho —dijeron— que les confirmáramos cosas que ya ellos sabían, pero que estábamos en la obligación de confirmarles. Por ejemplo, ¿quiénes eran nuestros amigos? ¿Qué decían y hacían? ¿O qué habían dicho durante la reunión en nuestra casa?  Ellos lo sabían todo, naturalmente. Contaban con información de muy buena tinta, y por lo tanto, nada más buscaban contar con nuestra colaboración. ¿Era nuestra verdaderamente la casa en que habitábamos? ¿Estaban nuestros papeles en regla? ¡Todos los papeles! ¿Contábamos siquiera con papeles que acreditaran que aquella casa era nuestra? ¿De dónde habíamos sacado los materiales que desde hacía tanto tiempo empleábamos en reconstruir la casa —empeño loable, sin dudas—, pero no autorizado por las autoridades competentes?  ¿A través de quiénes nos las habíamos arreglado para…?  Y así de este modo, una andanada de preguntas a las que apenas si nos era dable responder con cierta coherencia. Nos informaron que además de los cargos a los que deberíamos responder en la unidad correspondiente —pues teníamos que acompañarlos— contábamos con menos de doce horas para recoger nuestras cosas —aquello que indudablemente nos perteneciera— y largarnos a cualquier otra parte, porque la casa iba a ser clausurada y sellada por el Ministerio. (Hubiera podido tratarse de cualquier Ministerio, pero sabíamos de cuál se trataba. En todo caso, daba lo mismo). Me pareció ver detrás de todo aquello la mano siniestra de mi padre,  pero  no hubiera podido comprobarlo de proponérmelo, y no me lo propuse. De la unidad, después de interrogarnos largamente, nos llevaron a la cárcel en espera del juicio que se nos seguiría, de manera que ya nunca más volví a aquella casa por las cosas que hubieran podido pertenecerme. Allá quedaron, y si bien trataba de no echarlas de menos, extrañaba al menos algunos de los cuadros, en particular uno que había quedado sin terminar, a punto ya de ser terminado, y ahora se me antojaba particularmente querido. ¡Tal vez lo fuera!

En el juicio que nos siguieron por delitos tan peregrinos como hablar mucho; hablar todo el tiempo; hablar siempre en contra…, y otros por el estilo, Julián se declaró culpable pero arrepentido, y pidió que —aunque él bien sabía que no la merecía— se le concediera otra oportunidad para reivindicarse. La palabra generosidad, se prodigó en sus labios como si con ella intentara abrirse paso en medio de la jungla, y yo que me sentía contenta de volver a verlo después de varias semanas no acerté a comprender sino a medias que él la prodigara para un fin que había de ser todo lo contrario de aquello que pretendía ser. Ni siquiera cuando su dedo me señaló arteramente, acusándome de instigación y alevosías sin nombre acerté a darme cuenta del todo. Por eso no rompí a llorar allí mismo, o tal vez, a causa de la fatiga que sentía, y de la que esperaba librarme una vez sucedido el juicio, como si cualquier género de resolución que fuera pudiera devolverme el sueño y el sosiego interrumpidos, o al menos aquello que en mi situación presente daba la impresión de haberlo sido antes.

Para encerrarnos en ella fui conducida con otras detenidas al lugar donde se construiría una nueva cárcel. (Es decir, donde habíamos de construir con nuestras propias manos la cárcel en que nos encerrarían). Antes de que se levantaran sus muros ya disponía de un nombre que parecía salido de un cuento de hadas, pero yo me negué a creer en cuentos de ninguna especie y me dije que el verdadero nombre de aquel tinglado era el que había sido, pues se trataba sin dudas de una extensión más del adefesio. Esta convicción debió sostenerme el tiempo que duró mi condena.

Al salir de la cárcel, como me hallé sin un techo bajo el cual cobijarme, y por consiguiente sin libreta de racionamiento (o de distribución de alimentos        —como se le llamaba oficialmente—) y tampoco contaba con un documento cualquiera de identificación me había convertido en una verdadera paria. Al comienzo buscaba el resguardo de una estación de trenes o de autobuses para dormir, confundiéndome entre los pasajeros cuando los había, pero el acecho incesante de los aguerridos combatientes de la Seguridad y el Orden Público me impedían descansar y me obligaban a estar siempre alerta para no dar nuevamente con mis huesos en la cárcel. A veces pedía descaradamente dinero a quienes me parecía que lo hubieran dado, y casi siempre me equivocaba, pero con lo que lograba reunir podía comer algunas veces en las cafeterías para viajeros que había en algunos de estos lugares de pernoctación. A veces, conseguía  asearme  un poco  en  los baños públicos cuando no se anunciaba que estaban cerrados por una reparación interminable. Las fuentes de agua de los parques se habían secado hacía ya mucho sin que se explicara porqué. Deambulando de aquí para allá me fui quedando descalza. Casi no me di cuenta de nada hasta que un día sentí en la planta del pie la quemadura de un cigarrillo arrojado por alguien. Los pies se me llenaron de ampollas dolorosas que se reventaban al aplastarlas contra el suelo, pero con el tiempo dieron lugar a una costra callosa y endurecida que suplantó a las perdidas suelas de mis zapatos. Aunque sin insistencia seguí pidiendo dinero para comer algunas veces. Los que ponían en mis manos algunas monedas eran por lo general, gente casi tan desamparada como yo, o en todo caso, personas que intuían cuando menos lo que significaba hallarse en una situación parecida. Los que se negaban a contribuir con sus monedas a que yo pudiera comer en alguna cafetería, me endilgaban además el discurso de sus amonestaciones: ¡trabajar! ¡estudiar! Y se decían asombrados de que alguien con mis años, con mi juventud, con las de oportunidades que cualquiera aquí tenía, pudiera tener la poca vergüenza de vivir como yo lo hacía. Amenazaban con llamar enseguida al Orden Público, y casi siempre cumplían sus amenazas, por lo que debía echarme a correr antes de que surgiera desde cualquier parte el compañero. No siempre tuve suerte, y aunque me volví experta en sacar el cuerpo a las incontables amenazas a veces me encerraron por varios días, semanas o meses, y al salir, comprobé que cada vez era peor.  Para  que  no volvieran a encerrarme por esta causa, dejé de pedir, y de visitar las estaciones de trenes y autobuses. Para subsistir acudí a los desechos de basura donde rastreaba hasta encontrar cosas que pudieran servirme de algo, pero pronto descubrí que pocas cosas como la basura reflejan los hábitos y las carencias de una sociedad cualquiera. Aquí no se desperdiciaba comida. Y no por un sentido de ahorro o ponderación, sino porque las sobras no se daban con la escasez crónica de alimentos. Con asco en un comienzo, me vi obligada a roer un hueso de pollo, a tragar un resto de comida no siempre identificable: un trozo de pizza crudo, unos espaguetis sin cosa alguna, una col podrida o restos vegetales de alguna índole. Fue entonces que me visitó mi ángel de la guarda. ¡Vamos, ya era tiempo de que se acordara de mí! Yo ni siquiera sabía que al nacer una, le encomiendan este ángel de la guarda. Bueno, es un decir. Un día que estaba más hambrienta o desesperada que nunca, a punto ya de arrebatarle a un niño su trozo de pan de la merienda o el almuerzo escolar, se me acercó este joven con aspecto de ser ángel —con alas y todo— era indudable que hubiera descendido de una nube con su olor a colonia y su voz suave:

—Tú debes ser Haydee.

Con esa ferocidad que adquieren de pronto ciertas alimañas acorraladas le respondí con un silbido:

—¿Y a ti qué te importa?

—Relájate, muchacha —me respondió él—. Soy un amigo.

—Yo no tengo amigos… ¿Cómo sabes mi nombre?

—No hay más que verte el aire de mártir de la Revolución que tienes…

—¿Qué es lo que quieres?

—Ya te dije. Soy un amigo. Es decir, muy amigo de un buen amigo tuyo… Por eso es que estoy aquí.

—Ya te dije que no tengo amigos.

—Te equivocas. Ese amigo se llama Mario.

La simple mención de aquel nombre me golpeó en el rostro como una ráfaga de aire yodado. Había pasado tanto tiempo sin oírlo mencionar siquiera que me había convencido de haberlo olvidado, enterrado con la persona a la que correspondía, a cualquier memoria de ambos.

—Mario está muerto —conseguí decir.

—Las explicaciones entre ustedes se las dejo a él. Acaba de salir de la cárcel donde ha estado todo este tiempo. Puedes venir conmigo si lo deseas. Tengo el carro cerca de aquí y pasarías más desapercibida. O si lo prefieres te dejo mi dirección y te apareces cuando lo desees. De noche, si te es posible, o mejor aún al oscurecer… A la hora en que hasta esta gente y sus chivatos tienen que ocuparse de preparar lo que van a comer.

No sé si se trató de un reflejo de vanidad que ya creía aniquilado en mí, pero me miré de arriba abajo consciente de repente y tal vez incómoda con mi apariencia.

—No te preocupes de cómo luces. Sigues siendo muy hermosa —debió de mentir—. Antes de verlo podrás comer algo, darte un baño y mi madre te dará alguna ropa que ponerte.

Tal vez porque el mensajero pudiera leer en mí aquello que no eran sino indefiniciones y temores de todo tipo, optó por marcharse no sin antes poner en mis manos, sonriente, un poco de dinero y aquel papelito con la anotación de sus señas.

—Si antes prefieres llamar por teléfono para que te recoja en alguna parte…  No olvides que él te está esperando.

No sabría precisar qué cosa me impulsó más a presentarme en su casa, si la promesa de satisfacer mi hambre y un número de otras necesidades igual de perentorias, o los deseos encontrados y contradictorios que sentía de repente de encontrarme con el fantasma de Mario. También él me aguardaba con angustiosa impaciencia y no fue posible evitar que me viera en la facha en que me encontraba. Sin embargo, pareció no importarle nada, y sin que mediaran palabras me abrazó llorando, sacudido el cuerpo por sollozos y balbuciendo palabras que no habría sido necesario entender, y me besó sin que yo acertara del todo a estar allí en ese instante entre sus brazos o en cualquier otro sitio, pero sintiendo —de modo cada vez más definido y concreto— que una fuerza inexplicable me arrancaba del marasmo que envolvía mi cuerpo y resquebrajaba la insensible caparazón que lo envolvía.

La bondad infinita de Rubén y de su madre y los cuidados de Mario —que los prodigaba como si él mismo no los requiriera— me fueron aliviando de casi todo, al punto de que llegué casi a creerme salvada. Mario había conseguido trabajo como constructor en una micro-brigada encargada de proliferar adefesios para los jefes, y parecía resignado con su labor, casi agradecido de que le fuera permitido hacer algo con lo que ganarse el sustento, y que de algún modo lo justificara ante los ojos inescrutables y ubicuos fijos en él.  Rubén insistió en que debía atenderme la boca. Era de profesión dentista, y notó enseguida los estragos en mis dientes de la vida recién llevada.

—Necesitas una buena limpieza y empastes. La encía aún puede salvarse con una dieta apropiada —al decir esto último, reímos todos como si se hubiera tratado de un chiste graciosísimo, pero Rubén precisó a seguidas—. ¡Mucha vitamina C! De manera que a tomar agua con limón.

Las pesquisas del Comité de Defensa pronto se dirigieron a averiguar porqué razón había venido a vivir en la casa que pertenecía a Rubén y a su madre una completa desconocida que, muy pronto dejó de serlo gracias a la colaboración con las autoridades. Aunque Mario, que no contaba con alojamiento alguno al salir de la cárcel, había conseguido que le permitieran compartir con otros de los constructores una de las barracas designadas para aquellos, a menudo pasaba la noche en mi compañía, en la casa de Rubén y su madre.

No habría podido anticipar nada de lo que ocurriría poco tiempo después cuando me levanté un día con el firme propósito de visitar el cementerio donde se encontraban los restos de mis abuelos. Se trataba a la vez que de un re-encuentro, de una suerte de despedida urgente de la que no me alcanzaba comprensión alguna. De rodillas frente al túmulo bajo el que descansaban antes que para rezar oraciones que al fin y al cabo no me habían sido enseñadas, para conversar de cerca con mis abuelos, sostuve con ellos una larga y tortuosa conversación que parecía no tener fin. Al cabo, me incorporé aligerada y con la mente muy clara y regresé a la casa.

La idea de reaparecer donde mi madre e intentar respecto a ella no sé qué re-acomodo o entendimiento me ocupó algún tiempo y cuando ya estaba del todo decidida a llevar a cabo mi propósito, se precipitaron los acontecimientos.

Por tercer día consecutivo no hubo noticias de Mario. Luego habían estado a buscarme cuando yo no acertaba a estar, y me habían dejado recado urgente de presentarme en algún punto de sobras conocido por mí. Cuando lo hice, en obediencia al carácter imperativo de la citación, me encerraron sin darme cuenta de porqué lo hacían, siquiera como cuestión de fórmula. Dos días antes se había filtrado la noticia en la ciudad de que algo serio ocurría en alguna parte. Y más tarde las páginas editoriales de todos los periódicos reproducían al pie de la letra un mismo editorial en el que se declaraban posiciones sobre hechos tan confusos e impensables como la  invasión  en masa por parte de gente descontenta, de una sede extranjera en la capital. Nada volví a saber de Mario, hasta mucho tiempo después, cuando volvimos a reunirnos en el extranjero.  De la suerte corrida por Rubén y su madre tampoco supe, sino años después cuando me enteré del acto de repudio que contra nosotros aparentemente, es decir, contra Mario y yo tuvo lugar. De todos, creo que fue ella la que mayor entereza mostró siempre, hasta su muerte reciente a los ochenta y cinco años. A Rubén lo echaron del trabajo y le prohibieron practicar su profesión, pese a que las autoridades no consiguieron hallar contra él otro delito que haber dado cobijo a dos apestados como estábamos condenados a ser Mario y yo. Claro está que de nada de esto podía yo saber mientras permanecía encerrada.

Un domingo, temprano en la mañana, entraron a mi celda y me obligaron a desnudarme delante de todos. Obedecí, casi sin sentir vergüenza de encuerarme, mientras pensaba para mis adentros que si buscaban humillarme no lo conseguirían fácilmente, pero cuando intentaba sacarme la blusa por el cuello comenzaron a golpearme. Después de la paliza que me dejó inconsciente sobre el piso de la celda me pusieron unas ropas de hombre que me quedaban grande en extremo y me montaron en un autobús a bordo del cual abrí nuevamente los ojos a mi consternación. A mi lado habían hecho sentar a un pobre muchacho tembloroso que juraba y perjuraba no haberme tocado ni con un solo dedo. No sé cuándo  se  convenció —o si lo consiguió siquiera— de no haber hecho lo que decía, pero al abrir una vez más los ojos en algún punto del camino comprobé que había desaparecido.

Llegamos a donde llegamos. No sé ni el día ni la hora. Como pude, y a pesar de tener cerrados casi los ojos bajé o me bajaron del ómnibus y me echaron por tierra en cualquier rincón. Pasó el tiempo. No podía tener idea alguna de cuánto. No oí que me llamaban, pero alguien vino por mí al sitio donde me hallaba.

—Dale, vamos —me ordenó la voz—. Tienes que venir ahora, si quieres irte a tu paraíso en el Norte revuelto y brutal. O aquí te pudres en la cárcel.

Pese a la ironía que el oficial procuraba inyectar a la palabra paraíso, o por ello mismo, acerté a comprender del todo lo que aquello significaba. Reuní las fuerzas que ya no tenía en mí y me incorporé tambaleante para seguirlo a donde estuviera el umbral de esa puerta largamente buscada.

Una larga hilera de gente menesterosa, golpeada y hasta grotesca se me anteponía. Tal vez lograran interponerse de tal modo que acabaran por impedirme el acceso a ese corredor de nadie que volvía la puerta más codiciada. Si hubiera contado con las fuerzas suficientes la habría emprendido contra ellos para apartarlos y abrirme paso, pero aquéllas apenas si habían alcanzado para ponerme en pie y seguir al oficial. Un hombre consiguió asirme —o tal vez yo me asiera de él instintivamente— y entre él y otro impidieron que cayera al suelo.

—Si sigues con desmayitos y blandenguerías aquí… Te quedas, para que sepas bien —amenazó uno de los oficiales que nos rodeaban—. Así que tú decides…

Sus compañeros rieron cuando con alguna dificultad conseguí deshacerme de los brazos que me habían sostenido.

—Eso. Eso. ¡Que aquí —indicó señalando para el papel que sostenía entre las manos— en este papel dice que tú eres una brava de verdad! Claro, porque no te encontraste a tiempo con uno como yo, que sí no cree en nada.

Cuando al fin crucé la pasarela que me conducía a bordo, y desentendiéndose de mí los oficiales se enfrascaban en el gozo de humillar y lacerar a cientos de otros como yo, las fuerzas amenazaron con abandonarme una vez más, y sólo un esfuerzo extraordinario y la prontitud de otros brazos lo impidieron.

—Gracias —alcancé a decir, sin saber a quién precisamente—. Gracias.    —Y la palabra de repente adquiría un significado, un sabor inusitado como debe ser el de la sal en la boca del recién nacido en el momento del bautizo. Y me dije—: Muy pronto todo esto va a quedar atrás. Tan pronto como tenga la oportunidad de emprender otra vida: una nueva vida… ¡La vida! Ya ven que de algo me acuerdo. Y si me preguntan, ésa es la memoria que más deseo conservar de todo lo ocurrido. Olvidar toda la vergüenza anterior con el recuerdo de un solo momento.

Rolando D. H. Morelli es cubanoamericano, escritor y editor. Muy pronto se presentará en Maison de l’Amérique Latine de París.

One Comment

  1. Gustavo Lima

    Gracias de todo corazon, he llorado leyendo esta maravilla, he revivido muchas cosas,pero no las vivi en carne propia, pero las vivi en parte y solo uno sabe lo que es eso, ahora lo mismo ocurre en Ucrania y en USA estamos en los albores de otro DEJA VU, Dios nos coja confesados.

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