Por Ulises F. Prieto
Espejuelos era como Quevedo le llamaba a sus gafas. También los cubanos le llaman espejuelos a todas las gafas de todos los poetas. Esta esquela debió escribirla mi padre, o mi hermano mayor. Ambos con el mismo nombre: José Antonio Fidalgo. Pepe Antonio debió ser el de mi hermano, que es de Guanabacoa. Fueron ellos quienes conocieron a Raúl Rivero. A pesar de que yo vivía en la misma ciudad que él, Madrid, no tuve apenas contacto con él. Suelo tenerle miedo a los escritores, y aún más si son poetas. Si además el poeta es un “tremendo jodedor”, ya es para salir corriendo. Una cosa es que te cojan pa’l trajín y otra es que quede constancia escrita. Huyo de los escritores. Allá ellos que son poetas y se entienden.
En una de las primeras historias que me contaron de Raúl Rivero, alguien había salido corriendo por miedo a lo que él era capaz de decir. Ese alguien se le había acercado en un bar para exigirle que le comprara un trago. Vaya, que le quería meter una velocidad. Imaginen algo así:
-¿Tú eres guapo? -Le preguntó Raúl Rivero.
-Eh, mira al penco…
-Si eres tan guapo quédate aquí, y yo después te pago el trago que quieras. -Y entonces gritó: -¡Abajo Fidel, abajo el comunismo!
-¿Oye, asere, tú estás loco?
Y el asere, tan guapo, vendió el cajetín. Lo dicho, pa’ salir zumba’o.
La primera vez que escuché hablar de Raúl Rivero coincidió con mi primera cerveza. Fue en la Federación Asturiana de La Habana. Era como todos los domingos. Los viejos discutían en qué consejo del Principado se cultivaba las fresas más grandes, o dónde se espichaba la mejor cidra, o alguno fanfarroneaba que casi se casa con una prima del dueño del Corte Inglés. Bigote Gato hacía bromas, y mi abuelo a veces se lanzaba a cantar piezas zarzuelas. Ese día habían acompañado a mi padre unos amigos. Uno de ellos recitó una decena de esas conocidas cuartetas de Raúl Rivero que parafraseaban el epitafio de Simónides a los de las Termópilas:
“Caminante, aquí yace Roberto.
(Por supuesto, Fernández Retamar.)
Caminante, ¿por qué temes pasar?
¡Te juro por mi madre que está muerto!”
Después de aquella tarde, toda cuarteta satírica que escribiera un cubano, me parecía de Raúl Rivero. Era como si él acechara detrás de cada esquina, y al primer resbalón, pudiera escribir tu ridículo para siempre, incluso sobre tu tumba. Mi hermano no compartía mis miedos. Incluso fue a visitarlo para enseñarle sus poemas. Jamás yo hubiera hecho algo similar. Capaz que me condenara por “mal-versador”. El juego de palabra lo usó el propio Raúl Rivero, en plena “operación maceta”, para designar a un “escretor” de la UNEAC, cuyo nombre no rebelaré aquí.
Todos en casa admirábamos su poesía. También en los poemas jugaba con las palabras, y viajaba desde el sentido profundo de la realidad a la burla mordaz, pero sutil. Cada verso parecía tener varias lecturas, acariciaba con el espanto, y cuando te tenía atrapado entre lo más sensible de tu espíritu, te liberaba con una risa. No eran versos sino bridas. Cabalga al estilo de Quevedo. Durante la Primavera Negra dolía saber que estaba preso.
Recuerdo aquella campaña que emprendieron los más importantes autores y políticos bien nacidos de casi todas las ideologías de España. En la radio y en la televisión reclamaban la libertad del Poeta. Detrás de aquella campaña tan efectiva, estaban los esfuerzos de los escritores cubanos Carlos Alberto Montaner y Zoé Valdés. Una noche mi mujer y yo asistimos a uno de aquellas tantos actos por la liberación de Raúl Rivero. Zoé Valdés leyó un poema sobre una chivata. Al público nos sacó algunas sonrisas amargas. Montaner recitó un poema punzante sobre un registro. Era la sensación de indefensión explícita. El policía hurgaba entre los dibujo de un niño, entre los versos íntimos de un amante. El policía preguntaba con frialdad áspera sobre las palabras de amor, rebajándolas a groserías. Sentía como si el petróleo de la bahía de La Habana manchara el manto de la Virgen de Regla.
Podría ahora lamentarme de no haberme acercado al poeta, y perder así la oportunidad de conocer a la persona que hubo detrás, Raúl Rivero; pero si así hubiese sido, no habría tenido la posibilidad de intuir entonces, la leyenda que ahora se aproxima. La leyenda que adorna el recuerdo de todo gran poeta. Para mí Raúl Rivero ya era como Quevedo, con espejuelos y todo.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.
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