Cultura/Educación

Hong Kong: próspera, vibrante y autóctona

Por Manuel C. Díaz.

Como ya casi no nos quedaban ciudades por visitar en Italia y España, un año decidimos viajar al continente asiático. Mi esposa Antonieta, que siempre tuvo la última palabra cuando preparábamos las vacaciones, no estaba muy entusiasmada; pero solo por complacerme, accedió. 

Una vista panorámica de Hong Kong

Sin embargo, aun antes de llegar a nuestro primer destino, ya había cambiado de opinión. Y es que la llegada a Hong Kong es impresionante. Desde el aire, el mar que la rodea semeja un inconcluso crucigrama geográfico de pequeñas islas que se extienden, armónicas, hasta la bahía Victoria. 

En las laderas de sus colinas, desafiando las leyes de la física, se alzan cientos de audaces rascacielos. Es esa vista -arquitectónica visión de futuro- la que aparece en casi todas las postales turísticas de la ciudad. Y es la que, en cierta forma, ha llegado a definirla. Pero Hong Kong no puede ser definida por sus postales. Es opulenta, sí; pero es también autóctona. Detrás de su lujo occidental, sus orígenes chinos permanecen intactos. A sólo unos pasos de la más sofisticada de las tiendas, o del más exclusivo de los restaurantes, es posible encontrar la esencia misma de las antiguas tradiciones cantonesas.

Eso lo comprobamos el mismo día de nuestra llegada cuando nos aventuramos a salir del Marco Polo, nuestro hotel, que estaba situado en el distrito de Tsimshatsui, en la península de Kowloon. Mientras más nos alejábamos de Canton Road, una de las principales arterias del distrito, más nos adentrábamos en el corazón chino de Hong Kong. Entre los puestos de frutas y los de comidas, -las verduras frescas al aire libre y los embutidos colgando de los ganchos- pudimos ver antiguas farmacias de medicina tradicional y barberías vecinales. Aunque las calles también estaban llenas de gente, el ambiente allí era más sereno que el vertiginoso ritmo de la zona de la bahía, donde están los grandes hoteles y las terminales marítimas. Fue un paseo corto que nos permitió comprobar, de una manera práctica, la dualidad cultural de Hong Kong.  

Uno de los lugares que Antonieta quería visitar era el Pico Victoria, una de las principales atracciones de Hong Kong. “He leído que las vistas, desde su cima, son espectaculares”, me dijo. Así que, al otro día, temprano en la mañana, partimos hacia el Pico Victoria. La mejor manera de subir es usando el llamado Peak Tram, uno de los funiculares más inclinados del mundo. Pero aparte de las vistas -que efectivamente eran espectaculares- no hay mucho que hacer allí. Un par de miradores, una fuente y un pequeño centro comercial con tiendas y restaurantes. 

Del Pico Victoria nos dirigimos a la playa de Repulse Bay, la más grande y concurrida de Hong Kong. A Repulse Bay se llega descendiendo por una peligrosa carretera desde cuyas curvas es posible admirar, indistintamente, las ensenadas de la bahía y los rascacielos de la parte norte de la isla. Después de caminar un poco por la playa, seguimos hacia el famoso Stanley Market, que no es más que un mercado local al aire libre convertido en atracción turística. Nuestra guía nos había dicho que era un buen lugar para hacer compras. Pero no fue así. La mercancía era de mala calidad y los precios exorbitantes. Lo que los turistas buscan en estos lugares son t-shirts para los sobrinos y llaveros para los compañeros de oficina. Y allí no los había.

En el camino de vuelta a la península paramos en la bahía de Aberdeen para visitar sus famosas casas flotantes, que no son más que pequeñas embarcaciones ancladas, unas junto a otras, en el medio de la bahía. Allí tomamos uno de los muchos sampanes –todos capitaneados por mujeres- que llevan a los turistas hasta aquella peculiar comunidad acuática. Navegando despacio entre las casas flotantes pudimos ver aspectos de la vida diaria de sus habitantes: algunos hombres reparaban sus redes; otros colgaban pescados al sol para secarlos; las mujeres lavaban ropa en las cubiertas o cocinaban bajo los toldos levantados en las popas; los perros ladraban amenazadores desde las barandas de estribor y los niños, sonriendo, nos decían adiós con las manos.

Antes de regresar al embarcadero, la capitana de nuestro sampán nos llevó hasta donde estaban anclados dos gigantescos restaurantes flotantes, pintados de oro y rojo, y conectados entre sí por pasarelas colgantes. Por un momento, ante aquella colorida explosión de folklore, consideré regresar por la noche a cenar. Pero cuando el sampán dio la vuelta y pasamos por la parte de atrás, Antonieta me dijo: “Ni se te ocurra”. La vista, como la de los callejones traseros de los restaurantes de Nueva York, no prometía.

Esa tarde, antes de la cena, tomamos un crucero en los muelles del Star Ferry. El viaje, que nuestra guía catalogó como un sunset cruise, consistía en un recorrido por la bahía Victoria, desde el West Harbor Crossing hasta el North Point Pier. Durante la travesía sirvieron numerosos Hours d’Oeuvres y el bar estuvo abierto todo el tiempo. Después que el sol se puso, los rascacielos de la parte norte de la isla comenzaron, uno a uno, a encenderse. Cuando todos estuvieron iluminados, el litoral resplandecía sobre las negras aguas de la bahía.

Un antiguo velero navega por la bahia de Hong Kong (Foto del Autor)

A la mañana siguiente, por nuestra cuenta y caminando, recorrimos toda la zona de Tsimshasui, donde estaba nuestro hotel. Cerca del muelle de donde salen los transbordadores, a todo lo largo de Salisbury Road, están el Museo de Arte y el Museo del Espacio. Y frente a ellos, el famoso hotel Península, donde se puede tomar el tradicional té de las cinco de la tarde en el más británico de los ambientes. Pero nosotros no esperamos a que comenzase la ceremonia. De aquella corte de Windsor –turistas al fin- salimos a comprar unos aretes de perla en una tienda que nos había sido recomendada por la guía, y que estaba a menos de cuatro cuadras de allí.

Al otro día partíamos hacia Bangkok. Como la isla de Lantau está cerca del aeropuerto, hicimos una parada en el monasterio de Po Lin, donde en lo alto de una colina se encuentra la más grande estatua de Buda al aire libre. En la base de la estatua hay una exhibición sin importancia, pero un piso más arriba hay una urna que contiene, según nos explicó el guía local, uno de los millares de diminutos remanentes óseos del cuerpo de Buda.

Antonieta en los jardines de un monasterio en Hong Kong (Foto del Autor)

Cuando terminamos de recorrer la base de la estatua, bajamos al monasterio. Y aunque no lo vimos en su totalidad, al menos pudimos admirar algunas de sus elaboradas capillas. Antes de irnos, almorzamos en su restaurante vegetariano. No junto a los monjes, que lo hacían en un comedor separado, pero sí compartiendo su menú: hongos negros y verduras.

Ya casi llegando al aeropuerto recordé las palabras de un amigo que cuando supo que viajaríamos a Hong Kong, me dijo que era su ciudad preferida. Recuerdo que agregó con convicción: “Es una ciudad próspera y vibrante”. Y efectivamente lo es. No sólo es próspera y vibrante, sino que es también excitante y sofisticada. Limpia y eficiente. Autóctona y tradicional. Tenaz y pragmática. Urbana y rural. Es todo eso y mucho más. Pero no podría decir que es la que más me ha impresionado. Para mí, como también lo fueron para Antonieta, antes que Hong Kong, están Florencia y Venecia. O Roma, la eterna. Ciudades a las que ella regresó tantas veces. Y en las que siempre fue tan feliz.

                          

        Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.                       

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