Por Zoé Valdés.
En el Día de la Cultura Cubana. Día del nacimiento de una nación, fecha en la que se entonó por primera vez el Himno de Bayamo, que sería después el Himno Nacional, con letra escrita por Pedro (Perucho) Figueredo sobre la montura de su caballo un 20 de octubre de 1868, hace ya 153 años.
Acerca de una Expo en la Galería Orbis Pictus, en París.
JESSE FERNÁNDEZ. EL TRAZO A LA LETRA.
Con Jesse Fernández y su obra dentro del contexto de la exposición La Liberté du Traitinicio estas palabras mediante las cuales intentaré conducirles por las claves espirituales y líricas de las piezas aquí presentadas. Jesse Fernández además de fotógrafo y pintor es también un escritor, un poeta de grandes ondas y vastas emanaciones, un demiurgo, potente y elevado. Aprecio por esa razón el subtítulo que le ha dado el galerista Sitor Senghor a la parte que le corresponde: Le trait à la lettre.
A sólo veinte años del siglo XXI, lo que podríamos considerar todavía su alborada, Jesse Fernández pudiera ser denominado o descrito como un artista que ilumina desde el siglo pasado y desde distintas aristas del sereste comienzo secular entre tinieblas: “ese sol del mundo estético”, parafraseando “ese sol del mundo moral” del educador José de la Luz y Caballero.
Jesse Fernández fue y es un ser y un artista de intensa radiación; un artista cuya vocación e interrogación mística fundó y no ha cesado de fundar leyendas. Jesse Fernández deambuló con paso seguro por varios territorios susceptibles de ensombrecerse y,sin embargo, la luz de su quehacer, como la de su escritura, invariablemente alcanzaron que el esplendor retornara a esa ilusión entre la verdad y el sueño que toda obra necesita para integrar una cierta idea de la inmortalidad.
La obra de Fernández actúa como médium, semejante a un ente esparcidor entre lo transitorio y lo ilusorio, descubriéndonos mundos que van desde lo inerte irrisorio hasta el movimiento más solemne que acontecería en las esferas del pensamiento y la escritura. Entre la tinta y la acuarela se difuminan las calaveras del destierro, del éxodo, de la aventura, de la vida y su perpetuo latido.Jesse Fernández es un mago, un peregrino, un caminante.
Podemos apreciar una suerte de serenidad cruel en sus resueltos pasos por el espacio virgen o la cartulina pálida, luego surgirán redondeles, o triángulos fustigados por rayos coloridos, herméticos dentro de las formas encajonadas de las líneas; lo que subraya una caligrafía que proviene de la espesura del monte, con la que han escrito durante siglos los duendes y güijes, embajadores de la imaginación y la foresta. Jesse es mitad duende mitad güije. Su trazo destila la densidad aromática de la guayaba y el estilizado verdor de los bambúes y las cañas.
Al final de cada mancha aguada asoma el sello tranquilo del hombre libre, del artista liberado mediante una obra telúrica, vía la huella ritual del errante que se dirige inexorablemente hacia la esperanza y la tentación de una perenne y última mirada hacia lo desconocido.
Jessie Fernández es un artista de soles y hoyos, soleado, cuya lejanía lo ha convertido siempre en el menos distante. En ese tentador cercano pleno de parábolas y paradojas. Pocos han sabido interpretar como él las lágrimas del deseo, y el desenvolvimiento de una ballena en el seno sagrado y sangrado de la virgen. Todo en Jesse es vida. Pura vida.
SOLANO CÁRDENAS. EL VUELO DEL TRAZO.
La obra de Solano Cárdenas sorprende por la necesidad extraordinaria de emprender el vuelo hacia lo inasible. Formas y colorido en las nocturnidades de un pájaro que interviene cósmico en el corazón endurecido del universo, hasta ablandarlo y devolverle su suave humanidad.
El trazo constelado de otro ritual también poético, de una escapada a otro mundo paralelo lejos de los orígenes; y, sin embargo, ahí está constatado el inefable regreso migratorio recortado en perfectas piezas, en partículas de viento.
La obra de Solano Cárdenas me recuerda la vaporosa consistencia del cuello blanco sobre el vestido amarillo de La Encajera de Veermer, el cuerpo y la dedicación de la laboriosa mujer parecieran sostenidos por ese diminuto y elegante tejido nacarado. Así, el globo terráqueo y nuestro entorno en su interior también parecieran mantenidos en equilibrio por estos transidos rituales en forma de aves que con sus vuelos imperturbables bordan nuestros rumbos.
La extrañeza y el extrañamiento se apoderan del espacio describiéndolo en estructuras de rigurosa voladura. Como si el vuelo de una mariposa, el aletear de las delicadas alas, constituyeran los soportes esenciales para la arquitectura onírica de la mirada en elevación constante y el resorte para el cambio de expresión.
La obra de Solano convida a estudiar la anatomía de la pupila desde su interior mismo, a esa reverencia policroma de la evasión sobre una diana, un punto fijo, en el que el todo se irisa de repente en un giro; en una vuelta de carnero como aquellas que tanto nos divertían en la infancia mientras nos lanzábamos loma abajo rodando semejantes a aquellos seres platónicos y hermafroditas hacia la otra incandescencia del ritual, la mirada perdida en la ondulación de la prisa.
AGUSTÍN CÁRDENAS. LA REDONDEZ DEL TRAZO.
Hace algún tiempo escribí que la obra de Agustín Cárdenas a mi juicio representaba el volumen del silencio, que en este caso redondea el trazo en un abrazo cada vez más insólito y misterioso. Las esculturas de Cárdenas surgen como mismo emergen los versos en la imaginación del poeta, probados en el crisol de la inspiración. Versos mudos en la redondez de la forma, versos de una sonoridad infinita repercutiendo en el eco del silencio, en su ensordecido grito.
El violoncelo con el que Agustín Cárdenas esculpía, aunque no se note a simple vista, es el que usa como instrumento la palabra enmudecida interpretada por la piedra, sublimizada en el mármol, como el lenguaje insondable de la materia.
Existe una porosidad muy viva e intermitente en el mármol devorado por el polvo y por la lluvia en los antiguos monumentos habaneros, las manos de Cárdenas trabajaban al unísono en ese sentido, con ese compás de los elementos naturales instintivos que de la corrosión erigen nuevas y soberbias formas. Las manos de Cárdenas eran como torrentes de lluvia, aguaceros caribeños, alivian, limpian, despejan, preparan para el nacimiento. Sus dedos poseían la potencia insular del obstetra esculpiendo la vida en el instante del parto. El sudor, cual pátina dorada o en bronce, en gruesas gotas extraía, sumergido en las ruinas, torsos grabados en la sucesión y repercusión iniciática de los huracanes.
Cárdenas resultó ser la perla caribeña, la joya escondida del pirata, el diamante nunca más mencionado -por robado- del Capitolio nacional, y todo eso desde su exilio parisino. El nervio vibra en la sencilla victoria de sus manos tras haber convertido las batallas y los laberintos en escuadrones e imperios. Cárdenas era un guerrero. ¡Cuánta pena cómo la naturaleza se transforma en guerra! El escultor será su salvador.
No hay nada más parecido a observar una obra de Cárdenas que al gesto anodino de contemplar a una sirvienta desdoblar y distender de un golpe el mantel y mientras por un lado contemplaremos las sobras del almuerzo insular, por el otro costado nos asombrarán los desayunos con cerezas, o por el contrario cenas inmundas de cadáveres de pájaros diminutos tumbados desde una columna de mármol de Carrara por el disparo de un cazador equivocado. Cárdenas era un denunciador del horror, no pudo nunca convivir con el ojo pérfido de la noche.
Jamás su pupila se mostró indecisa frente al concepto de la diversidad de mundos que sostenía el artista. Cárdenas veía cuerpos y resplandores allí donde palpaba ásperas rocas y pesadillas. Con los párpados pegados a las profundidades marinas su obra de dibujante es robusta, sólida, ondulante y medular. El escultor creaba antes de aclarar los objetos, el dibujante aclaraba con su particular creación y sobreponía profundidades.
JOAQUÍN FERRER: EL “IMAGINARIO ABSOLUTO”.
El Maestro Joaquín Ferrer seguirá siendo para mi –y para la eternidad– el “imaginario absoluto”, tal como lo describió el poeta francés Lionel Ray en un magnífico ensayo sobre su obra. En el interior de ese vasto imaginario de líneas, trazos, sobriedad, de soberbia elegancia, la abstracción lúdica y telúrica abarca el summun preponderante de la Creación. Ferrer es el creador por excelencia, pletórico, desbordante, incluso en su serenidad.
La pintura, el trazo infinito de Ferrer resulta un juego permanente entre el equilibrio y el espacio, una especie de contrapunto, de controversia insólita; en ese abisal juego las líneas se bifurcan como en aquellos célebres caminos del novelista cubano-italiano ItaloCalvino. Ferrer es el narrador inescrutable de la pintura cubana, su mejor ensayista, y su poeta definitivo.
Los trazos ondulan, incluso cuando truncados renuncian a su existencia, continúan relatando y retando el trayecto a fuerza de apuntalar el vacío. Diluidos en vaporosas estampidas en repetidos laberintos recurrentes, más cerebrales que reales, aparentan un ritmo de vida, de respiración, de pálpito; cada trazo es nacimiento.
Ferrer es un pintor de espacios, un dibujante de vastos caminos, de precipicios abiertos y de bosques entretejidos, como en la manigua cubana, como el monte caribeño, o como la selva boscosa de los cuentos germanos. Dibuja los gajos del olvido, tensos en la composición musical de su aderezo. Porque Ferrer también es un músico, cuyo instrumento es el rasguño en el papel o la tela, su imperceptible movimiento, con la pupila antes de que con el lápiz o el pincel.
La composición narrativa y musical de su pintura se revela cada vez más misteriosa, a veces insondable, cuando en su potente ascensión hacia otro orden compacto se impone silueteada en los grises y oscuros de la escritura, como en la alta caligrafía de un persa antiguo.
En el orden de la duda, de lo extraño, de la inquietud, Joaquín Ferrer penetra en lo absoluto con parsimonia, delineando con delicadeza espectros de la memoria. De todos los pintores cubanos –siempre lo recalco-, el más hermético desde una visión lírica es Ferrer. Porque Ferrer no se permite jamás una cómoda encrucijada ni mucho menos un breve tramo explicativo. Su técnica de esteta se revela secreta. No existe tampoco en su obra la menor complacencia frente a la nostalgia, nunca un debilitamiento frágil que pudiera encadenarlo.
La fuerza indiscutible de la obra de JoaquínFerrer reside en su plena soberanía, en la pureza de su abstracción, en la irreverencia de su elegancia. Y, en su palpable libertad absoluta en perfecta y segura armonía y perpendicularidad con el Universo.
LUIS ISRAEL GONZÁLEZ SOSA. EL TRAZO EN EQUILIBRIO.
Más que una ciudad pareciera un espejismo, más que dibujarla y pintarla Luis Israel González Sosa la reestructura en un ritual arquitectónico, como si sus edificios reintentados se mantuvieran en levitación en medio de la brisa crepuscular, o a la deriva encima de una mesa familiar en medio del agitado océano.
La obra de González Sosa evoca a la del francés Gustave Doré, y a otra más cercana, la del cubano José Ángel Acosta León, en una suerte de conspiración transcendental y postmoderna. Como si extrajera de un arca, exquisitas y raras sensaciones jamás presentidas.
No estoy segura de que se pueda advertir en una primera mirada también un lado gótico, como anhelado, como en reserva, como heredado a fuerza de reinvenciones y traspasos.
El desequilibrio más que el equilibrio, anuncia esas múltiples plataformas ilusorias, sobrepuestas en apariencia, en tachadaletanía, hacia el caos, o quizás en dirección a la vastedad del caos. El apuntalamiento de un paradigmático cosmos deseado desde el desorden se sirve de remos abandonados, envejecidos, carcomidos por la soledad y la desidia. El tema de la soledad y el absurdo, imbricados, constituye una apelación rotunda en la obra del pintor.
El peregrinaje en la cuerda floja, sobre la rueda inefable de otra artista surrealista:Remedios Varo; que advierte al errante de un posible exilio hacia las antiguas tentaciones, de un viaje premonitorio al deseo.
Toda una obra montada en bicicletas y velocípedos, carriolas del recuerdo, chivichanas del pasado, pedaleando dificultosa hacia la aventura onírica. Toda una obra en perenne búsqueda de sutilezas y nervios.
El trazo del artista se antoja elocuente en su garabateada forma, difuso como si lo sombreado alcanzara por fin esa brevedad requerida en el poema del escritor cubano José Lezama Lima: “tu sombra hará la eternidad más breve”.
Existe una espesura en la incongruencia que suele ser reveladora, y esa revelación invariablemente nos conduce a la perseverancia de los contornos. Esta es una obra reveladora de contornos, cuyo peso esencial radica en el homenaje perenne. Y, en esa ofrenda de respeto, de veneración absoluta, que es la entrega más inquietante del artista; la de un asombroso juramento de búsqueda de la esquirla todavía intacta del diamante, de su arista más preciada: que es la que nunca terminará de caer ni de posarse en superficie alguna.
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