Por Rolando J. Behar.
Ante la abrumadora cantidad de eventos que se producen diariamente, impulsados por una variada situación de múltiples conflictos —bélicos, económicos, sociales, territoriales, religiosos y culturales—, uno se pregunta: ¿cómo y cuándo el mundo se dará una tregua?
Yo creo firmemente que el futuro será mejor que el presente. Los mecanismos de «anti-destrucción» —esos frenos naturales y sociales que evitan el colapso total— se están activando cada vez en más lugares del planeta. Más ciudadanos alrededor del mundo reconocen que haber seguido o promovido la ilusoria y, al mismo tiempo, criminal idea socialista ha sido un error garrafal. Este sistema de gobierno, en sus diferentes variantes —cada una más agria que la anterior, desde el comunismo puro hasta sus derivados «revolucionarios» o «progresistas»—, se presenta bajo nombretes seductores, pero siempre con un núcleo socialista. Dependiendo del mayor o menor asco que sus líderes y seguidores sientan por la sangre, actúan desde el poder supremo, con todos sus órganos de represión y control, hasta en el ámbito cotidiano, donde incluso tu vecino podría obligarte a expresarte de manera «políticamente correcta». Las libertades se pierden poco a poco; la velocidad de esta erosión la determina el modo en que se aplica la violencia o se impone el criterio sobre los demás.
El objetivo común que une a todas estas «víctimas del capitalismo» es subvertir el desarrollo natural al que nos ha llevado la sociedad occidental, judeocristiana en sus raíces, que en la práctica ha resultado beneficiosa para la mayoría de las personas dondequiera que se ha adoptado como sistema de gobierno. Este modelo se basa en tres conceptos simples pero poderosos: el respeto irrestricto a la propiedad privada, la absoluta libertad de expresión y la inalienabilidad de los derechos humanos y civiles. Históricamente, pensadores como John Locke y Adam Smith sentaron las bases para esto, argumentando que la propiedad privada incentiva la innovación y la responsabilidad individual, mientras que la libertad de expresión fomenta el debate y el progreso intelectual. Los derechos inalienables, inspirados en la Declaración de Independencia de EE. UU. Y la Declaración Universal de los derechos humanos, protegen al individuo del arbitrio estatal.
Este sistema capitalista ha funcionado mejor o peor, y por más o menos tiempo, en la medida en que los gobernantes hayan sido elegidos democráticamente, con un compromiso genuino de acatar y hacer cumplir estos principios, al tiempo que exigen el cumplimiento equitativo de la ley. No hay sistema ni país perfecto; todos tienen aciertos y fracasos. Sin embargo, al parecer, el capitalismo supera sus fracasos con creces en términos de aciertos. Si identificamos los países más capitalistas —como Singapur, Suiza, Estados Unidos o Nueva Zelanda— y comparamos la calidad de vida de la inmensa mayoría de sus ciudadanos (no solo las minorías bullangueras que se autodenominan «víctimas»), versus la vida en naciones más socialistas como Venezuela, Cuba o Corea del Norte, la evidencia es aplastante. Según datos del Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation, los países con mayor libertad económica consistentemente muestran tasas más bajas de pobreza, mayor expectativa de vida y mejor acceso a educación y salud. Por ejemplo, en los últimos 50 años, el capitalismo ha sacado a más de mil millones de personas de la pobreza extrema, según informes del Banco Mundial, mientras que regímenes socialistas han generado hambrunas masivas, como la Gran Hambruna en China bajo Mao o el colapso económico en la URSS.
¿Y por qué tanta gente se come el cuento del socialismo? ¿Quiénes se lo comen? ¿Y por qué? A veces, sobrestimamos su número. Tanto los que viven bajo regímenes socialistas como los que defienden «las sagradas ideas» en las mismas entrañas del «imperialismo» lo hacen por diversas razones. Muchos de los que viven dentro de estos sistemas aparentan creer en diferentes formas de socialismo simplemente para «sobrevivir», temiendo represalias. Entre los que «sufren el capitalismo» en naciones libres, demasiados aparentan adherirse a ideas socialistas porque se benefician económicamente sin mucho esfuerzo, disfrutando de las ventajas del sistema mientras critican sus fundamentos —un fenómeno que el economista Thomas Sowell describe como «intelectuales autoindulgentes» que promueven ideales utópicos sin asumir sus costos.
Sin dudas, los «zurdos» (como se les llama coloquialmente) son mucho más persistentes, fanáticos y traumatizados por causas diversas, sin haber superado sus demonios internos, que aquellos que priorizamos los intereses del individuo por encima de los de la «sociedad» o el Estado —siempre y cuando no afecten negativamente a los congéneres o al conjunto. Este principio básico, consagrado por los Padres Fundadores de la República Norteamericana en la Constitución de 1787, ha hecho de EE. UU. la nación más integralmente triunfante hasta ahora, a pesar de sus deficiencias en vías de superación. La sociedad estadounidense ha sido la más evolucionada en términos generales: en innovación tecnológica (piensa en Silicon Valley), movilidad social y derechos civiles (desde la abolición de la esclavitud hasta el movimiento por los derechos LGBTQ+). No es casualidad que, según el Índice de Prosperidad de Legatum, EE.UU. lidere en categorías como empresa y oportunidad.
No es un accidente que la izquierda internacional, con mayor o menor ferocidad desde su geografía política, se alíe al islamismo radical. Países islámicos han tenido y tienen tantas variantes de socialismo impuestas por satrapías, monarquías, tiranías, teocracias o dictaduras más o menos crueles —como en Irán bajo la Revolución Islámica o en Siria bajo el Baazismo, un socialismo árabe—. En todos, el poder del Estado es omnipresente, las garantías procesales (cuando existe un sistema de justicia al estilo occidental, basado en el derecho romano o la jurisprudencia inglesa, y no en la Sharía como ley suprema) son frágiles, y los derechos de los ciudadanos se violan sin consecuencias. Algo similar ocurre en Hispanoamérica, donde se han aplicado mal, en demasiados casos, los preceptos simples de la sociedad capitalista democrática. Países como Cuba bajo el comunismo por más de 65 años, Argentina bajo peronismo crónico o Nicaragua bajo sandinismo han sometido a su población a injusticias y abusos de poder que pasan inadvertidos para las principales agencias de noticias globales, donde la presencia de partidarios de izquierda en posiciones clave induce omisiones o sesgos en la cobertura mediática. Ejemplos constantes incluyen la represión en Cuba y Venezuela, ignoradaspor algunos medios occidentales, o el control estatal en Bolivia, que perpetúa la pobreza pese a recursos naturales abundantes.
Decir que esto es una guerra entre «el bien y el mal» es un concepto un tanto manido, pues ambas categorías se identifican según criterios personales o colectivos, basados en la apreciación de la realidad y los ideales de cada uno. En esencia, se reduce a más o menos Estado; más o menos derechos y libertades individuales.
Y si miramos hacia el futuro, la tregua global podría llegar no por una utopía socialista, sino por la expansión de principios capitalistas que fomenten la cooperación voluntaria, la innovación y el respeto mutuo. Ejemplos como la Unión Europea post-Segunda Guerra Mundial o el auge de economías asiáticas capitalistas (Corea del Sur vs. Corea del Norte) sugieren que el camino es hacia más libertad, no menos. El desafío es educar y persistir, superando el fanatismo con evidencia y razón. ¿A usted no le parece? A mí sí.
Roland J. Behar es un notorio opositor y exiliado cubano, reside en Miami.
















Así son las cosas…y explicadas con sencillez. Quien no quiere entenderlo, es porque NO quiere entenderlo.