Por Carlos Manuel Estefanía.
Hay preguntas que resisten al paso del tiempo. ¿Paz, a toda costa? ¿Qué significa mantener la calma cuando el mundo cruje a nuestro alrededor? Estas dudas, que ya estremecieron a Europa entre las dos guerras mundiales, vuelven hoy a cobrar vida en el apacible norte del continente: Suecia.
Sí, Suecia. Ese país que muchos todavía asocian con la neutralidad, con el Nobel de la Paz, con los inviernos largos y las convicciones firmes. Pero algo está cambiando. Y no es un cambio menor. Es como si, en el corazón de esa serenidad nórdica, comenzara a latir el tambor de la guerra. No porque la guerra haya llegado, sino porque ahora se la espera.
Quien quiera tomarle el pulso a este giro puede comenzar por el artículo que firmó recientemente Torbjörn Elensky en Svenska Dagbladet, uno de los diarios más importantes del país. El título ya da para pensar: “¿Paz a cualquier precio?”. Su respuesta es clara y cortante: no. Elensky advierte que el pacifismo, si se convierte en dogma, puede convertirse también en una trampa. Y para ilustrarlo, no recurre a ejemplos abstractos, sino a episodios concretos de la historia europea. Nos recuerda cómo, en la Francia de entreguerras, figuras como Jean Giono defendieron la no violencia de forma tan absoluta que terminaron cerrando los ojos ante el ascenso del monstruo nazi. Algunos incluso, en su desesperado afán de evitar conflictos, llegaron a responsabilizar de las guerras a los “banqueros judíos”, como si con esa burda simplificación pudieran justificar su inacción. Una paz así —nos advierte Elensky— no es paz, es claudicación.
Un folleto, una señal
Pero esta no es solo una reflexión intelectual. El clima de preocupación ha ido calando hondo en las instituciones. Basta con mirar hacia atrás, a mayo de 2018. Ese mes, la MSB —la Agencia de Protección Civil de Suecia— sorprendió a la población con un documento titulado Om krisen eller kriget kommer (“Si llega la crisis o la guerra”). Un folleto sencillo, de aspecto sobrio, que llegó a los buzones de millones de hogares suecos. Contenía consejos prácticos: cómo almacenar agua, qué alimentos no perecederos tener, cómo prepararse ante apagones. Muchos lo hojearon con curiosidad, algunos con una sonrisa incrédula. La amenaza, por entonces, parecía lejana: incendios forestales, ciberataques, sabotajes. Rusia ya inquietaba, pero aún no había invadido Ucrania. La guerra, para la mayoría, seguía siendo algo que pasaba allá, en otros países, no aquí.
Hoy, seis años después, el panorama es otro. Radicalmente otro. Suecia ha ingresado a la OTAN, dejando atrás siglos de neutralidad. Y el folleto de la MSB ha sido reeditado. La nueva versión es más directa, más tajante. Ya no se habla de si la guerra llega, sino de cuándo lo haga. Y el tono es inequívoco: “Suecia no se rendirá”. Una frase que en otros tiempos habría parecido salida de un discurso de Churchill, hoy se imprime en papel oficial y se distribuye en nombre del Estado.
El deber llama, incluso desde la cocina
Pero la cosa no queda en palabras. El nuevo llamado a la “defensa total” moviliza a toda la sociedad: desde donar sangre hasta apuntarse a grupos de voluntarios, desde aprender primeros auxilios hasta saber cómo operar un generador de emergencia. La guerra, si llega, no será solo un asunto de soldados. Será una tarea colectiva. El enemigo —nos dicen— puede estar lejos, pero el deber está aquí, en cada casa, en cada despensa con latas de conserva, en cada conversación donde se mide con seriedad la posibilidad de lo impensable. Y, sin embargo… ¿es para tanto?
Entre la vigilancia y la paranoia
Nadie niega que el mundo esté convulso. La invasión rusa a Ucrania ha removido todas las certezas. El equilibrio entre potencias pende de hilos cada vez más frágiles. La posible reelección de Donald Trump en Estados Unidos añade una capa de incertidumbre sobre el futuro de la OTAN. La amenaza existe, claro que sí.
Pero también es cierto que, hasta ahora, no hay indicios claros de que Rusia tenga intenciones de atacar a Suecia. Menos aún con el escudo de la alianza atlántica. ¿No estaremos, entonces, exagerando el peligro? ¿No será que esta ola de preparación nos arrastra hacia un estado de miedo permanente?
La historia nos enseña que el miedo ha sido, demasiadas veces, un instrumento de control. Desde regímenes totalitarios hasta democracias tambaleantes, la amenaza externa ha servido para cerrar filas, para silenciar voces, para justificar medidas excepcionales. Y si bien Suecia no es ni de lejos una dictadura, vale la pena preguntarse: ¿estamos respondiendo a un riesgo real o estamos siendo condicionados por él?
Entre el coraje y la cordura
Prepararse no es malo. Fingir que todo está bien sería irresponsable. Pero hay una línea delicada entre la prudencia y la paranoia. El verdadero reto está en mantenerse alerta sin caer en el pánico; en construir una ciudadanía comprometida sin convertirla en una población temerosa. Porque defender la democracia también es, precisamente, no dejar que el miedo la erosione desde dentro.
La paz también se defiende
Lo que se intenta ahora en Suecia no es solo un plan de contingencia, sino una transformación cultural. Una especie de nuevo civismo, donde la defensa ya no se limita a lo militar, sino que se expande a todos los rincones de la vida cotidiana. Se quiere forjar una conciencia nacional que abrace el deber sin olvidar los valores que nos definen: apertura, pensamiento crítico, solidaridad.
Pero no deja de sorprender —y doler— que en este proceso se esté dejando atrás, casi en silencio, una parte importante de la identidad sueca: su tradición pacifista.
El legado que se desvanece
¿Dónde quedó Olof Palme? ¿Quién habla hoy de su lucha por el desarme, de su compromiso férreo con la paz, de su negativa a alinearse ciegamente con ningún bloque durante la Guerra Fría? Palme no era un santo: apoyó a regímenes discutibles y movimientos que, bajo la bandera de la liberación, promovían en realidad versiones tropicales del leninismo. Pero aun con sus contradicciones, encarnó entre sus acríticos seguidores y fanáticos (hoy jubilados cuando no enterrados) la idea poderosa: que la paz era una causa que valía la pena defender, y que no había necesidad de armas para resguardarla.
Ese legado parece hoy enterrado. Ya nadie lo cita en los discursos. Ya no se evoca su memoria en los grandes debates. Es como si hubiera muerto dos veces. La primera, aquella noche de 1986, en las calles de Estocolmo. La segunda, en este presente donde su visión del mundo ha dejado de tener cabida.
Y paradójicamente, esa Rusia soviética que —según algunos— nunca dejó de inspirar sospechas sobre Palme, acusado de agente suyo, resulta ahora menos temida que la que le sucedió tras aquel “desmerengamiento” que, el no por dictador menos amigo de Palme, Fidel Castro, lamentó con tanta furia. Es como si una amenaza de mentiras hubiera sido reemplazada por otra, la que llega de un imperio descuartizado e incapaz de solventar de una vez la guerra que lo empantana contra la cuna donde nació. Una amenaza que, real o amplificada, parece haber borrado del imaginario sueco las lecciones de un pasado donde la paz no era cobardía, sino coraje.
Mejor prevenir… ¿pero cómo?
Hoy se repite otro lema, muy sueco por cierto: Bättre förekomma än förekommas; “mejor prevenir que ser sorprendido”. Una máxima prudente. Pero prevenir no debería equivaler a vivir en alerta permanente, ni a resignarse al fatalismo. Prevenir es prepararse con la cabeza fría y el corazón firme. Es, sobre todo, no olvidar aquello que hace que la paz —cuando la tenemos— sea tan valiosa. Y tan digna de ser defendida, no solo con armas, sino también con ideas.
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”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”
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