Cultura/Educación

Praga: la ciudad mágica -Castillos, plazas y puentes-

Manuel C. Díaz, el autor y su esposa

Por Manuel C. Díaz.

Cuando el Vilhjalm, el barco de Viking River Cruise en el que viajábamos, atracó en el pequeño embarcadero de la ciudad alemana de Passau, supimos que nuestro crucero por el río Danubio había llegado a su fin.

Habíamos zarpado diez días antes desde Budapest con paradas en Bratislava, Viena, Krems y Linz. Fue una experiencia inolvidable. Nos consolaba saber que todavía nos quedaba un destino final.

El crucero había terminado, sí; pero no nuestro recorrido. Y es que desde Passau seguiríamos en ómnibus hasta la ciudad de Praga. No nos tomó mucho tiempo. En un par de horas cruzamos la frontera y entramos a la ciudad por la parte nueva, justo donde está la Plaza de Wenceslao y el Museo Nacional, cerca del hotel donde nos hospedaríamos.

Como llegamos un poco después del mediodía, decidimos aprovechar lo que quedaba de la tarde. Así que dejamos las maletas en la habitación y nos dirigimos hacia la Plaza de Wenceslao, a la cual podíamos llegar caminando.

En realidad, más que una plaza, por su forma rectangular y sus árboles, semeja un boulevard parisino. Fue aquí donde, en 1989, una marcha que comenzó siendo una protesta contra la brutalidad policial, terminó convirtiéndose en la llamada Revolución de Terciopelo que, a su vez, derrocó al sistema comunista.

Hoy día, la mayoría de sus edificios lo ocupan hoteles, restaurantes, cafés, cines y tiendas. En uno de sus extremos, frente al edificio del Museo Nacional, se alza la estatua ecuestre de San Wenceslao, y a solo unos pasos de ella, el improvisado memorial a las victimas del comunismo, donde las personas han ido depositando flores y simples cruces de madera.

Y cómo no iban a hacerlo si fue en esta misma plaza donde el 20 de agosto de 1968 el pueblo se enfrentó a las tropas del Pacto de Varsovia cuando Checoslovaquia fue invadida. En una de sus esquinas, colocadas en una valla a modo de exposición, pudimos ver fotos, no solo de los tanques soviéticos entrando a la emblemática plaza, sino también de los estudiantes y amas de casa bloqueándolos con sus cuerpos y subiéndose a sus torretas para enarbolar banderas checas.

La segunda parada de ese día fue en la plaza central de la Ciudad Vieja, a la que le llaman Staré Mesto y que es, al parecer, el lugar a donde van a recalar todos los turistas del mundo. Los había de todas las nacionalidades. Y estaban en todas partes: rodeando el monumento a Jan Hus, el predicador reformista que fue quemado por hereje en 1415; parados frente a la Iglesia de San Nicolás admirando la magnificencia de su fachada barroca; o entrando al Palacio Golz-Kinsky, hoy convertido en una galería de arte. Nosotros, que también éramos turistas, hicimos lo mismo. Cuando nos cansamos de dar vueltas por la histórica plaza -y porque ya se hacía de noche- entramos a cenar en uno de los muchos restaurantes que hay en los alrededores.

Al día siguiente, temprano en la mañana, salimos hacia el Castillo de Praga. Pero no lo hicimos por nuestra cuenta, sino en una excursión que estaba incluida en el precio del crucero. Es la mejor manera de hacerlo. El Castillo de Praga es un conjunto de edificaciones que incluye la Catedral de San Vito, el convento de San Jorge y el Palacio Real. Fue construido en el siglo IX en lo alto de una colina y desde entonces ha formado parte de la historia de la ciudad. Aquí residieron los Premyslides, sus primeros gobernantes; también Carlos IV, uno de los reyes más cultos del Santo Imperio Romano; los Habsburgos de Austria, que lo ocuparon durante cuatrocientos años; los nazis, que lo hicieron durante la Segunda Guerra Mundial y los comunistas, que lo usurparon por más de cuatro décadas. Hoy, como prueba de su continuidad histórica, es la residencia oficial del presidente de la República Checa.

El Castillo de Praga es inmenso. Es tan grande que se necesitarían varios días para recorrerlo en su totalidad. Por suerte, nuestro guía nos llevó a sus principales puntos de interés, como la Catedral de San Vito, donde pudimos ver la mayoría de sus capillas, entre ellas la de San Wenceslao, que tiene sus paredes decoradas con escenas de la Biblia. Recorrer la Catedral de San Vito, desde la entrada principal hasta el mausoleo de Ferdinando I, es como recorrer la historia de Praga. A un costado de esa tumba real está la cripta donde están enterrados Carlos IV y sus cuatro esposas, así como el llamado Portal Dorado, una de las puertas laterales de la Catedral y que fue la que utilizamos para salir.

Del Castillo salimos hacia la plaza principal de la Ciudad Vieja, donde la excursión concluía. Y donde ya habíamos estado el día anterior por nuestra cuenta. Cuando el guía terminó de explicarnos la historia de la Iglesia de San Nicolás y la del famoso reloj astronómico que se alza en uno de sus costados, le pedimos instrucciones para llegar al Museo de Kafka, uno de los personajes más célebres de Praga y uno de los escritores más influyentes en la literatura moderna: “Es fácil”, nos dijo. “Solo tienen que cruzar el Puente Carlos, bajar las escaleras y doblar a la derecha. No se pueden perder”. Y eso fue lo que hicimos. La verdad que cruzar el puente y bajar las escaleras fue fácil. Lo difícil fue encontrar el Museo. Los mapas turísticos de las ciudades europeas son pequeños y en ellos no aparecen todas las calles. Al fin, después de dar varias vueltas, dimos con el lugar.

El Museo de Kafka es pequeño, sombrío y confuso. En una de las salas, llamada Espacio Existencial, se explica a través de manuscritos, borradores, diarios, fotografías de familia y películas, el influjo que Praga ejerció en el escritor. En la otra -son solo dos- llamada Topografía Imaginaria, se identifican los lugares de la ciudad en los que Kafka, a veces de manera críptica, situó las tramas de sus relatos. Frente al Museo hay una tienda en la que no solo venden sus libros sino todo tipo de regalos relacionados con el afamado escritor.

Esa noche, en lugar de cenar en el hotel como habíamos pensado hacer, regresamos a Staré Mesto y lo hicimos en un restaurante al aire libre que unos amigos nos habían recomendado y desde donde podíamos ver toda la plaza. Al salir, caminamos hasta el Puente Carlos, quizás uno de los lugares turísticos más conocidos de Praga. Queríamos verlo iluminado. Nos habían dicho que las luces de sus farolas sobre sus estatuas creaban una atmósfera mágica. Y tenían razón. El efecto visual es único. Sin darnos cuenta lo atravesamos casi en su totalidad. Nos detuvimos antes de llegar al lado de Mala Strana. Desde donde estábamos, el Palacio Real y la Catedral de San Vito resplandecían a lo lejos. Era nuestra última noche en Praga. Fue uno de esos momentos que se recuerdan por siempre. Creo que no pudimos escoger uno mejor para despedirnos de la mágica ciudad de Praga.

Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.

2 Comments

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  2. Waldo Gonzalez Lopez

    BREVE Y EXCELENTE CRONICA DE MANUEL, COMO SOLO EL PUEDE ESCRIBIRLAS IN SITU. SUS COLABORACIONES CRONICADAS CORROBORAN SU CALIDAD COMO NARRADOR.

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