Por Dámaso Barraza.
La historia aparece ante nosotros con valiosas lecciones, y el movimiento ludita del siglo XIX es un eco sorprendente de las preocupaciones actuales. En aquella época, los artesanos destruían máquinas ante el temor de que la Revolución Industrial les arrebatara sus empleos y su forma de vida. Hoy, la Inteligencia Artificial (IA) se presenta como una fuerza transformadora de magnitud similar, generando debates sobre el futuro del trabajo, el desplazamiento laboral y la necesidad de adaptación social. ¿Podemos aprender del pasado para navegar esta nueva era tecnológica?
Pero, ¿de qué estamos hablando? Hablamos de la historia, del movimiento de protesta ludita, que surgió en Inglaterra a principios del siglo XIX, durante la Revolución Industrial. Eran principalmente artesanos textiles que, al ver cómo las nuevas máquinas (telares mecánicos, hiladoras y otros) amenazaban sus medios de vida y degradaban las condiciones laborales, reaccionaron destruyendo las máquinas. Su objetivo no era necesariamente oponerse al progreso tecnológico en sí, sino a las consecuencias sociales y económicas que la introducción de estas máquinas traía consigo: desempleo masivo, salarios bajos y la deshumanización del trabajo.
De una manera similar, se puede decir que, hoy, la inteligencia artificial (IA) está revolucionando el panorama laboral a un ritmo vertiginoso, evocando las mismas inquietudes que enfrentaron los luditas. La capacidad de la IA para automatizar tareas repetitivas, analizar vastas cantidades de datos e incluso generar contenido creativo conlleva un potencial transformador que merece un análisis profundo.
Pero, ¿cuáles son las preocupaciones que trae la Inteligencia Artificial con los cambios que el desarrollo acelerado de esta tecnología está generando, produciendo transformaciones profundas en el ámbito laboral, cuyas repercusiones ya comienzan a hacerse evidentes?
Podemos partir de aquí: el desplazamiento de empleos es una de las consecuencias más inmediatas. Al igual que ocurrió con la mecanización durante el siglo XIX, la IA tiene el potencial de sustituir tareas rutinarias o basadas en el procesamiento de datos. ¿Y a quién no despierta preocupación cuando parece inminente la pérdida de puestos de trabajo en sectores como la manufactura, los servicios financieros, la atención al cliente e incluso la redacción de contenidos?
Las preocupaciones pueden ser un poco infundadas: no todos los empleos desaparecerán. Muchas profesiones se transformarán sustancialmente. La inteligencia artificial puede convertirse en una aliada estratégica, potenciando la productividad y liberando a los trabajadores de tareas repetitivas, lo que les permitirá enfocarse en actividades más complejas, creativas o de carácter estratégico.
Pero no es menos cierto que este proceso de cambio también puede traer consigo un aumento en la desigualdad. Si la transición hacia una economía impulsada por la IA no se gestiona adecuadamente, podría ampliarse la brecha entre quienes cuentan con las habilidades necesarias para adaptarse y quienes quedan rezagados, profundizando así las disparidades económicas y, en consecuencia, sociales.
En este contexto, surge con fuerza la necesidad de nuevas competencias. Así como la Revolución Industrial exigió conocimientos técnicos para operar maquinaria, la era de la inteligencia artificial demanda habilidades en programación, análisis de datos, pensamiento crítico y creatividad. La preparación para este nuevo entorno laboral será clave para garantizar una adaptación equitativa y sostenible.
La irrupción de la inteligencia artificial en nuestra vida cotidiana no es simplemente otro avance tecnológico; es una transformación profunda con consecuencias que apenas comenzamos a comprender. Y, al contrario de lo que podría pensarse, su llegada no es neutra ni inevitablemente positiva. Todo dependerá de cómo decidamos manejarla. La tecnología no tiene voluntad propia: somos nosotros quienes decidimos qué hacer con ella, a quién beneficia y a quién deja atrás.
En este contexto, es tentador mirar al pasado en busca de respuestas. Durante la Revolución Industrial, los luditas —artesanos británicos cuyos oficios estaban siendo desplazados por la maquinaria— respondieron con rabia y desesperación: irrumpieron en fábricas y destruyeron telares mecánicos a martillazos. Aquella rebelión, aunque comprensible, no logró frenar el cambio. Y, sin embargo, hoy ni siquiera esa forma de resistencia sería posible. La inteligencia artificial no se presenta en forma de máquinas ruidosas ni de fábricas visibles. No hay telares que destruir. Sus algoritmos habitan en la nube, invisibles, silenciosos, ejecutándose en servidores a miles de kilómetros. No se la puede detener a golpes.
Frente a este nuevo paradigma, la única salida viable no es la destrucción, sino la adaptación. Y no una adaptación individual, espontánea o improvisada, sino una transformación deliberada, colectiva y justa. Porque la inteligencia artificial, lejos de ser un actor autónomo, es una herramienta cuyo impacto dependerá del marco que le demos: ético, político, social y educativo.
Dámaso Barraza es un opositor cubano radicado en Suecia.