Por Zoé Valdés/Fundación Disenso.
En la novela satírica Rebelión en la granja (1945) el autor británico George Orwell (1903-1950) denunciaba, mediante un entramado muy singular de personajes y situaciones en el interior de una granja, el núcleo y esencia devastadores de los sistemas totalitarios: la corrupción. Su objetivo era poner el ojo en la diana soviética liderada por Iósif Stalin. En la obra siguiente, escrita entre 1947 y 1948, probablemente la más conocida del conjunto de su trabajo literario, 1984, denunciaba cómo los sistemas totalitarios llegaban al culmen de su éxito mediante proyecciones y métodos entre los que se incluía el uso y tergiversación de las palabras y del lenguaje.
Si Orwell viviera, observaría que lo que él pudo imaginar a través de ciertas y periódicas experiencias no sólo se hizo realidad en el llamado «mundo libre occidental», sino que ha superado con creces sus profecías. Orwell, anarquista en verdad, participó en la Guerra Civil española, donde se mantuvo como corresponsal, alcanzó el rango de teniente, pero al final volvió de Cataluña convertido en un antiestalinista simpatizante de los trotskistas (aunque fue crítico de Trotsky y del movimiento), definiéndose más tarde como un socialista demócrata.
«El idioma constituye la mayor fuerza del pensamiento, al atacarle el desplome humano ocurre desde el interior»
Por otro lado, existe un documental alemán, visto en Arte, cuyo nombre desgraciadamente no recuerdo, que alude a los procedimientos y métodos de los que tanto el nazismo como el social-comunismo echaron mano para servirse de la tortura mental, de la implantación de reglas extremas, con la intención por fin de doblegar a los pueblos que necesitaban, para cumplimentar sus macabros experimentos sociales. La palabra, el idioma, constituyen la fuerza mayor del pensamiento, al atacarles el desplome humano ocurre desde el interior, desde lo más hondo.
En la Cuba comunista y orwelliana de Fidel Castro fueron más lejos, como suele ocurrir según la máxima del Generalísimo Máximo Gómez: «Los cubanos o no llegan o se pasan». Los castristas lógicamente se pasaron, desde los inicios de la revuelta castrista que en nada pudiera denominarse revolución, los barbudos que bajaban de la Sierra Maestra armados y con muy poca referencia cultural ni intelectual, resolvieron aliarse a la ideología que propusieron Fidel Castro, su hermano estalinista y su tropa: el progresismo prometido devino al punto infernal comunismo. De inmediato iniciaron una hostilidad y persecución mediante la vigilancia del lenguaje.
«En Cuba, muchos jóvenes fueron encerrados en campos de concentración por poseer un disco de Los Beatles»
Términos como «señor» y «señora», para dirigirse con educación y respeto a las personas, fueron redefinidos como tratamientos pequeñoburgueses de la retrógrada sociedad pasada, y aquellos que los usaban fueron juzgados por cometer delitos rebautizados como «rezagos del pasado»; implataron entonces los tratamientos de «compañero» y «compañera», inclusive para tratar a los cónyuges, «esposa» y «esposo», «marido», y «mujer», también se eliminaron de un tajo. Resultaba cómico, sino es que podían fusilar por el mero desliz lingüístico, oír en una reunión del sindicato de los trabajadores a un delator o «chivatiente» (chivato y combatiente) referirse al «compañero de la compañera», como al marido de una mujer que allí trabajaba…