Relato Político

 Esto No Tiene Nombre

Por Ulises F. Prieto.

Reclamo del autor: El autor se disculpas por haberle colocado nombres reales de amigos y antiguos amigos a personajes que nada tienen que ver con el carácter de ellos. Cuenta el autor que intentó variar aquellos nombres, pero el texto se rehusó. Les pide encarecidamente a los amigos y en especial a los que ya no lo son que si se sienten ofendidos por ver sus nombres escritos aquí, se cambien el nombre, y así evitar cualquier conflicto con el texto. Al fin y al cabo, lo escrito nos sobrevivirá a todos nosotros, y ya es permanente.

 

 

El día que Vicente Luna por fin conoció a Thais Pujol, o quizás el último de aquel breve romance (no sé cuál calificativo es menos falaz), la campana del “DE PIE” en la 3208 no sonó a las 05:45 horas, como era costumbre, sino a las 06:30. Era 10 de Octubre y en el reglamento militar estaba la orden de que la fecha debía festejarse. El comandante de la guardia, el Subteniente Figueroa, se apresuró a despertar a los soldados del retén antes de que llegara Caballo Loco, o en términos más oficiales, el Teniente Coronel Rodobaldo Fadraga Dubé, jefe del Regimiento.

 

-¿No oyeron la diana?- Gritaba con humillante estridencia. – ¿Es que están sordos… ¡Levántense!

 

La voz de Figueroa retumbaba en la comandancia de la guardia, entraba en el calabozo, que estaba al lado y después de consumirse en el laberinto de celdas, llegaba a los oídos de Vicente en el tono de una vergonzosa confidencia. Vicente estaba despierto, envuelto en una sábana que le había alcanzado su amigo William Reyes Santos para que se cubriera de los mosquitos. Al oír aquella palabra, “Diana”, la cual bien podría ser un nombre, su memoria retomó el recuerdo de su muchacha, la Rosa. Así la llamaba de vez en cuando; aunque en la mayoría de las ocasiones evitaba los vocativos. La menuda figura de ella se formó entonces con la conocida vaguedad de las cosas que no son exactamente reales. Intentó ver su sonrisa; pero no pudo. ¡Cuán difícil es recordar un rostro sin pensar antes en su verdadero nombre! Tras la palabra Diana sólo venía la imagen de una mujer de brillo felino, sin dulzuras, viril, de arco y flecha y con un solo seno… ¡Qué contraste! Sabía que la cara de ella era iluminada, cariñosa y nerviosa, que no tomaría jamás un arma en sus manos. De ninguna manera ella lograría alguna vez representarle aquel símbolo, ni siquiera por lo de los senos. ¿Cómo podría amputarse alguno si casi carecía de ambos?… Este último pensamiento le hizo sonreír.

 

Desde la entrada del calabozo se sintió el rechinar de la puerta. Vicente se levantó rápido, puso en el rincón más oscuro las sábanas y sin pensar en los mosquitos la tapó con la camisa para que no se viera con la claridad del amanecer.

 

– Vincent… Vincent Moon.- Se oyó a William desde el pasillo.

– Willi Willi- respondió con alegría Vicente mientras se ponía de nuevo la camisa -, ¿qué haces aquí tan temprano? ¿Hoy la entrada no es a las doce?

– Era… Al loco se le ocurrió hacer hoy un trabajo voluntario.

– ¡Trabajo Voluntario!- Dejó escapar un poco de aire en el inicio de una risa. -¡Qué nombre! …si es trabajo no puede ser voluntario…

– William entró con expresión irónica y le brindó un vaso de jugo de toronja para desayunar.

– Vincent, últimamente te estás preocupando mucho por los nombres – dijo-; ¿será por lo de tu novia?

– ¿Siempre tienes que hacer el mismo chiste? – Vicente mostró enojo. – No es mi novia.

– Claro que no, si ni siquiera la conoces, no sabes su nombre…

 

William intentó comenzar una risa sarcástica; pero Vicente lo detuvo con la mirada. Tras unos segundos de silencio, William reinició otra conversación.

 

– Las cosas que pasan en este país no tienen nombre – dijo.

– ¿No me digas? – Mofó Vicente.

– Ayer me contaron una historia terrible.

– ¿Otra? Todavía pueden sorprenderte…

– Una muchacha que estudiaba en la escuela de Letras, en la Universidad, la botaron… Se llama Thais. ¿La conoces?

– No, ¿Por qué tendría que conocerla? – Vicente frunció el ceño.

– Ya yo no sé si quiero estudiar en la Universidad… Aquí todo es un chantaje, Vicente.

– En la vida hay que ser sensato – agregó con vanidad William.

 

El centinela llamó desde la entrada:

 

– Bill, Bill, sale que el loco ya llegó.

– Bueno, Vincent, voy echando.

 

Desde el oficial de día se oyó un toque de arrebato y de sirena indicando a la vez una alarma aérea y un ataque químico.

 

– Óyelo, ya empezó Caballo Loco ¡Cómo le gusta todo eso de jugar a la guerra! Él se cree que todavía está en Angola… ¡Qué cansado me tiene!- Dijo William y echó a correr.

 

Vicente terminó el desayuno y se acostó sobre el banco de cemento. Luego Figueroa lo llamó:

 

– Luna, Luna, sal; tú también tienes que ir para fuera.

– ¡Ah! Figueroa – respondió con confianza-, deja la bobería que yo estoy preso.

– Cuidado. No soy yo, es el jefe del Regimiento el que te llama.

 

Vicente se apuró en acomodarse las botas, se levantó y sujetándose el pantalón porque no llevaba cinto, salió como un bólido hacia el armario.

 

– Corre – asistió Figueroa -, no hace falta careta, ni fusil. Ya sabes, son las locuras de este.

 

Antes de llegar al refugio antiaéreo, encontró al Regimiento en la Plaza de Formación.

 

– ¡Incorpórese, Militar! – Gritó Caballo Loco desde la plataforma.

 

Todos al ver la apariencia ridícula de Vicente, rieron. Estaba despeinado, el pantalón se le caía, las botas no tenían cordones y la camisa estaba desabrochada.

 

– A la orden – respondió y comenzó a caminar.

– Vamos, a paso doble – agregó el jefe del Regimiento.

 

Con fingida marcialidad, Vicente llevó los puños lo más cerca que pudo a los hombros y echó a correr. Abrió las piernas para evitar que se le cayeran los pantalones. La tropa completa se carcajeó entonces y el Teniente Coronel gritó:

 

– Jefe de batallón, Capitán Salazar, devuélvale a ese Militar el cinto, que está haciendo de mono aquí para todo el mundo. A lo mejor no sabe que los monos blancos tienen el culo rojo.

 

El sargento Cotilla fue hacia las oficinas y regresó en un momento con las pertenencias de Vicente. El muchacho tomó su lugar en el pelotón y comenzó a arreglarse.

 

– ¡Vaya, mono blanco, culo rojo!- Se mofó Lachi, el güije.

 

El Capitán Salazar miró hacia ellos. El teniente Aulet, que estaba a cargo del Pelotón, ordenó:

 

– Lázaro, salga de la formación.

 

El soldado cumplió de inmediato.

 

– ¡Tenderse!- Volvió a gritar el Teniente.

 

El güije se lanzó al suelo con cara de resentimiento; pero sin protestar. La mayoría lo miraba con normalidad. Vicente, al descubrirse contando las planchas, recordó una de las conversaciones con su… Rosa…

 

– Era acerca de los números – pensó -. Los números son para olvidar los afectos. Aceptarse un número, como los pitagóricos, decirse a uno mismo que es el cuarto elemento de la segunda escuadra, del segundo pelotón, de la primera compañía del tercer batallón, es acabar con su amor propio. Por eso los pitagóricos adjudicaban todos sus descubrimientos a Pitágoras, porque no se nombraban… ¡Yo soy Vicente Luna!

 

En este momento Gerardo le interrumpió:

 

– Oye, Vicente, ¡qué peste a calabozo tú tienes!

– Imagínate – habló William -, ya es un presidiario… ¿Quién lo iba a creer…? Vicente Luna ha caído al bajo mundo y nada menos que por una mujer. Debe ser una mujer tan bella que es innombrable, ¡no tiene nombre!

 

Todos rieron.

 

– Siempre es el mismo chiste – protestó Vicente.

 

El Teniente fue a reunirse con el jefe del Batallón, y dejó al Sargento Cotilla al frente del Pelotón.

 

– Vicente, de verdad que tienes peste a calabozo – habló Lázaro –. Tienes más todavía que el calabozo. ¿tú fuiste el que le diste el olor al calabozo o fue él a ti?

– ¿Qué pasa, negro?- Volvió la sorna de William.- Está claro que fue el calabozo el que le dio el olor y no al revés. Es el medio el que condiciona al hombre, ¿o es que se te olvidaron los fundamentos del Marxismo-Leninismo?

 

El Pelotón quedó en silencio. Sólo dos o tres soldados se atrevieron a dilatar una ligera sonrisa.

 

– William- intervino el sargento Cotilla al final -, yo te aconsejo que no sigas haciendo esos chistes ¿Me oíste? … No dan ninguna risa.

 

Nadie volvió a hablar mientras duró la reunión de los oficiales. El escozor del sol, el obligado silencio y la posición incómoda hacía parecer todo plúmbeo. Por extraño que parezca, la tropa se sintió aliviada cuando regresó su teniente Aulet; al menos algo cambiaba.

 

– ¡Firme!- ordenó por oficio -. En su lugar, descansen.

 

Los soldados, como siempre que se les permitía, golpearon el pavimento sin mucho odio.

 

– Soldado Luna Rojas –continuó el jefe -, preséntese.

– ¡Sí, Teniente! – Vicente marchó con cadencia lenta, de ceremonia.

– Compañero Teniente – gritó haciendo el saludo militar -, el soldado Luna Rojas se presenta a sus órdenes.

 

El jefe le devolvió el saludo y dijo al Pelotón en tono de teque:

 

-Hoy es 10 de Octubre, día en que se conmemora el inicio de nuestras gestas libertadoras. Como se dijo ayer, la jefatura de la Unidad ha planificado un trabajo voluntario en honor a esta fecha… Pero antes quiero tocar un tema importante: todos sabemos que el soldado Luna Rojas está cumpliendo una sanción producto de la indisciplina que realizó al no presentarse al pase… Dicen que por fin alguien le hizo cosquillitas… Hemos estado analizando durante estos días cómo ha sido el comportamiento del compañero a lo largo de su servicio militar. Pues bien, hemos llegado a la conclusión de que la conducta de Luna ha sido de verdadero soldado ejemplar; pero que cometió un error ¿Y quién no comete errores, compañeros? Lenin dijo una vez que los revolucionarios también tienen derecho a equivocarse. Por esta razón la jefatura del campamento ha decidido darle una oportunidad a nuestro combatiente, como patriota que es. Lo vamos a eximir de su castigo. Le vamos a permitir que participe en el trabajo voluntario de hoy. Así podrá conmemorar con verdadero orgullo revolucionario el 10 de Octubre, día en que Céspedes, padre de la Patria, libertó a sus esclavos… Militar, queda libre de su sanción. Estamos seguros de que sabrá salir del hueco y poner bien alto el nombre del Pelotón.

 

– ¡Sirvo a la Revolución Socialista!- contestó Vicente.

– Muy bien – Respondió Aulet-; por ser hoy día feriado voy a dejar que trabajen juntos tú y William; pero oigan bien lo que les voy a decir, es a trabajar, no a conversar ¿bien?… Los dos van a coger un par de machetes y van a ir para el comedor a quitar la hierba de la entrada, toda.  ¿Oyeron? Completica. No los quiero por aquí hasta que no hayan terminado.

 

Los dos amigos remolonearon todo lo que creyeron sensato, y luego se dirigieron con calma hacia donde se les había ordenado. En cuanto llegaron notaron que el jefe del Regimiento estaba dando un recorrido por el campamento, e iba hacia ellos.

 

– Oigan, militares – les habló con tono amistoso -, ¿ustedes son los que van a hacer esto?

– Sí, Teniente Coronel. – Contestó Vicente.

– Bueno, ustedes saben…, esto tiene que quedar lisito…lisito, lisito…lisito, ¿saben como qué?- Preguntó a medida que se iba alejando. – Lisito como la cabeza de la pinga…

– El glande, Teniente Coronel – interrumpió William con osadía.

– Sí, es grande; pero ustedes lo pueden terminar en una mañana. – Contestó muy tranquilo y se alejó con una sonrisa de satisfacción.

– ¡Qué imbécil! – Habló William cuando estuvo suficientemente distante – Esos son los tipos que sirven para las guerras, los más cercanos a los animales. ¿De que te ríes? Es verdad. Su oficio es el odio… Es estúpido…

– Lo peor es que eres capaz de decírselo a él mismo.

– ¿Para qué cuidarse tanto? Cuando te van a joder lo hacen de todas formas. Mira lo que le pasó a Thais.

– ¿Qué fue por fin? – Preguntó Vicente.

– Verdad, no te he contado. ¿Tú has oído hablar de María Elena Cruz Varela?

– No, ¿quién es?

– ¿No viste ayer la televisión?

– William, ¿otro chiste? Estaba en el calabozo.

– No, discúlpame, no me acordaba. Bueno ella es una poetisa que incluso ganó el premio nacional de poesía… ¿Ahora sí?

– No, tampoco.

– Bueno, no importa. Resulta que ella junto a otros escribieron una carta para denunciar algunas disconformidades con el régimen.

– No digas esa palabra-. Se asustó Vicente.

 

William hizo una mueca que mostraba desdén y continuó:

 

– Al final la metieron presa y eso que después las turbas le pegaran casi todos los días… Sí, las turbas… También debo cambiarle el nombre, siguiendo ese ardid orweliano al que tú cedes… Resulta que ahora las turbas se llaman el pueblo indignado y los linchamientos, meeting.

– No te pongas así, William, sigue contando. ¿Qué fue lo que salió ayer por la televisión?

– Pusieron una entrevista a una de esas del pueblo indignado, como dices tú.

 

Vicente sonrió con resignación

 

– Sigue contando, William, por favor.

– Bueno, salió una señora contando cómo ella había ido a la casa de María Elena y le había metido un papel en la boca. No tienen escrúpulos. Lo más sorprendente fue que, casi seguido, el periodista le preguntó si ellos, los del pueblo indignado, habían cometido algún acto violento… ¿Y sabes qué respondió? Que no. Un no rotundo, y dijo además: en ningún momento la tocamos…

 

Ahora yo quiero que me expliquen ¿cómo se le puede meter un papel en la boca a alguien, sin tocarlo? Al no ser que María Elena al ser escritora se haya aficionada a una dieta tan carente de nutrientes, como de papeles.

 

– Tal vez de leer tanto se convirtió en polilla. – Vicente rio.

– ¿Te parece cómico?

– ¿William, tú eres el que decides qué es lo que da risa o qué es lo que es serio aquí, no? Te pasas el día haciendo bromitas estúpidas sobre mí y ahora tengo que respetar la memoria de alguien a quien no conozco ni me interesa conocer.

 

William no respondió. Tiró el machete sobre la hierba y colocó una expresión de vergüenza.

 

– Pero cuéntame sobre esa Thais – volvió Vicente para volver a la concordia.

– ¡Ah, sí! Thais es una amiga de María Elena y fue a visitarla el mismo día en que ese noble pueblo indignado, ya sabes, le metió el papel de modo tan pacífico por la boca a María Elena…

– Fatal, ¿no?

 

Ambos amigos se habían quitado las camisas. Vicente la había doblado con cuidado al lado de la acera; mientras William la tenía tirada en la hierba

 

– ¡Qué mala suerte! – Continuó Vicente.

– Eso es – William enfatizó con la cabeza -, se la ganó sin comerla ni beberla. En las escaleras una señora de esas devotas gritonas, la paró y le dijo que no podía subir…

– ¡Pero, qué fresca!

– Esta muchacha, Thais, lógicamente le preguntó que por qué… y la vieja empezó a dar gritos histéricos, como si le hubieran arrancado los pendejos con un rastrillo.

 

Vicente río a carcajada, mientras William continuó en el mismo tono:

 

– Cuando el pueblo indignado la oyó, le fue entonces arriba a Thais, y casi a punto de comenzar la paliza, salieron unos tipos ahí, también del pueblo indignado, que gritaban “A ella no, a ella no”.

– Menos mal. – Habló Vicente con alivio.

– ¿Menos mal? ¿Menos mal de qué? De todas formas se la llevaron junto a la gente que estaba en casa de María Elena y la guardaron por escándalo público…

 

Vicente en ese instante iba a comenzar a cortar la hierba; pero al oír a William se levantó y lo miró asombrado.

 

– ¿Por escándalo público? Pero si no había hecho nada.

– Como lo oyes. – Reafirmó el amigo. – Esa es la graciesita ahora, te forman un meeting en la puerta de la casa y luego te meten preso por escándalo público. Son unos hijos de puta.

– ¿Pero la soltaron al final, no?

– Sí, la dejaron irse y le dijeron que no había problemas; pero al otro día dieron la voz en la Universidad y reunieron al grupo con el que recibía clases.

– Sus condiscípulos.

– Exacto, reunieron a sus… ¿cómo dices tú?, ¿condiscípulos? para que democráticamente le decidieran el destino.

– ¿Y?

– ¿Y qué tú crees? Tú sabes cómo es la gente. De nada valió que ella implorara que la dejaran seguir estudiando. Nadie fue sensible a sus lágrimas. Votaron por unanimidad la expulsión. Incluso hubo un amigo, bueno un antiguo amigo, que al escuchar como ella les reprochaba el que la hubieran abandonado, se le acercó y le dijo: ¡Qué cruel eres, Thais!… Vicente, las masas son una mierda.

– Es cierto. Más de siete personas es demasiado. – Agregó Vicente.

 

La conversación destilaba dolor. Ambos amigos doblaron sus espaldas y empezaron chapear.

 

– Las masas son una mierda. – Vicente se quedó pensando en la frase de su amigo.

 

Sintió el olor de las axilas y una que otra gota de sudor corrió hasta las cejas.

 

– Las masas, la gente, el vulgo, el populacho…

 

Algunas briznas de hierba se le quedaban en los brazos y picaban.

 

– El vulgo siempre es igual, una porquería. – Había dicho ella, la Rosa, en el mausoleo de G y 29. Hablaba de algo que le había ocurrido a una amiga suya, Mariela.

 

Un rato después, casi a media noche, él intentaba convencerla para que dijera su nombre; pero no quiso. Ella se excusó hablando del río del Universo, de lo fantasioso del concepto del yo. Dijo que crear nombres es una mala utilización de la conciencia, una pretensión de separarse de todo. ¿Para qué dar tanta importancia a los nombres?

 

– Imagínate – mostró su mano – que cada uno de tus dedos se preguntara quién es. ¿Comprendes? Para Dios la humanidad es una parte, adorada; pero sólo una parte de su creación inmensa e indivisible.

 

El tono de la voz era forzado. Casi todo suena forzado en ella; pero aún en su semblante había un ligero rayo de autenticidad. La mirabas, le tomaste la mano. La oscuridad, las luces de los carros y el movimiento de las sombras conjugaban con su figura. Le tomas una mano y la acaricias.

 

– Pues mis dedos deben ser muy devotos, porque hacen precisamente lo que su Dios quiere. – Sonríes.

 

En una misma noche pudo pronunciar la palabra humanidad y vulgo como si fuesen conceptos diferentes, incluso antónimos. Tal vez es que las cosas adquieren su esencia al ser nombradas. Ella te mira, aprovecha la penumbra para enseñarte el brillo feliz de sus ojos. Nunca te había hablado de Dios. Luego bajas la vista hasta la cadena del cuello e interpretas, por primera vez, que la figura que cuelga no es la inicial de su nombre, sino un crucifijo, un crucifijo pequeño, con arabescos y sin la imagen de Cristo…

 

– Vincent, Vincent,- grita William y lo saca de su ensimismamiento – ¿no me estás oyendo? ¿En qué estás pensando en los nombres de la Rosa?

 

Vicente levantó la vista, simuló sin éxito una sonrisa y continuó cortando la hierba. – ¿Los nombres? – Pensó casi en voz alta. Antes era más fácil poner nombres. En realidad, antes todo parecía más sencillo. ¿Cuándo empezó a cambiar? ¿Con la Perestroika? No, todavía no. Perestroika, Glasnot… La película se llamaba “Melodía Olvidada Para Flauta”. En cuanto empezaron a subir los créditos y encendieron las luces, el cine se inundó de una ovación. Jamás había visto algo similar, aplaudir a una película rusa. Era igual de lenta, igual de aburrida que todas las anteriores y sin embargo aplaudían.

 

– El mundo está cambiando. – Te burlaste aquella vez.

 

Ella estaba delante, entusiasmada, fue la primera en levantarse. ¿Realmente le había gustado…? No aplaudía a la película, Vicente, sino a la esperanza. Por unos minutos dejaste la mirada fija en ella. Contrastaba su carácter apasionado con su belleza mesurada. Era de curvas tranquilas, piel blanca, y vestía de negro. Llevaba un pantalón y una chaqueta… una mochila tejida de estambre. Luego te fijaste en los que la acompañaban. Todos vestían igual; parecía una (otra) organización uniformada. Lo único que la distinguía a ella del resto era el pelo corto. En eso consistía el dimorfismo sexual de su especie. Era hembra y debía llevar el pelo corto, distinto a los machos que colgaban melenas… Una actitud leonina, tal vez, incluso por sus olores.

 

El afecto exagerado que ellos se brindaban te recordó la paradoja de Russell. Habías encontrado al conjunto de todos los que no pertenecen a nada, ni siquiera a sí mismos. ¿Pero por qué sentías curiosidad? No era curiosidad, te gustaba. Así la conociste, o mejor, la convertiste en un concepto. La llamaste “La muchacha del cine”. Fue su primer nombre. Ya ha tenido más de tres y todavía falta uno, el último, el real.

 

El segundo nombre apareció años después. Era increíble que la hubieras reconocido. Estaba distinta: tenía el pelo largo, llevaba una saya, una blusa floreada de mangas, y unos espejuelos. Fue en la Biblioteca Nacional. Iban a rodar un filme de la ópera “La Flauta Mágica”… Otra vez la flauta, Vicente. No voy a decir que por casualidad te sentaste junto a ella. Aquella vez sólo la acompañaba un muchacho. No pudiste evitar la envidia (los celos, claro).

 

– No me jodas, Fabricio – decía ella -. Borges es un encojonado poeta.

 

Hablaba alto y mucho, fingía pasión, destilaba ego. ¿Qué era lo que te gustaba de ella? Sin dudas era una mujer extravagante, pero eso la hacía distinta. No parecía molestarle ser única, contrastar con una ciudad gris de todos iguales, de reticencia a los matices. Su comportamiento torpe resultaba en un grito de identidad, una ferocidad por existir. Se presentaba como un inequívoco y preciso individuo y eso en La Habana es un acto de rebeldía. A ella la envolvía el halo romántico de la valentía, siempre escasa.

 

La ópera comenzó en el momento de mayor curiosidad. A veces la mirabas. La carente luz y el cambio de colores agregaban mayor encanto a lo impreciso. Sin mucha indiscreción lograbas verle el cuello delicado, los lunares de los hombros, las rodillas, sus ojos grandes pletóricos de música, incluso su olor que también era distinto, llevaba perfume.

 

En el Aria de la Venganza, ella te miró por unos segundos, tal vez sin darse cuenta. Luego lo repitió en el dúo de papagueno y papaguena y tarareó con alegría mozartiana “papapapagueno”… Ya no sería más la muchacha del cine. Comenzarías a llamarla “La aficionada a las flautas”.

 

El tercer nombre te llegó hace unos meces. Un día que saliste de pase. Estaba frente al Palacio de los Capitanes Generales, en La Habana Vieja. Iba vestida de blanco, parecía una ninfa. Inesperadamente no la relacionaste con la imagen de la flauta, sino con la del sonido.  Tomó la calle Obispo en dirección a la avenida del puerto. Dobló hacia la Lonja del comercio y paró en la cola de la lanchita de Regla. La seguías despacio. Te repetías que estabas malgastando el tiempo del pase porque no ibas a llegar a nada. Todo parecía indicar que era una de esas muchachas que padecen el gran dilema de los modernos intelectuales cubanos: no saben escoger entre el folklórico café y el té de la farándula. Sin embargo, no lograbas detenerte, continuabas y al final le preguntaste quién era el último. Ella se señaló con gesto económico. Se recostó al muro y cuando descubrió la insistencia de tu mirada, respondió con la suya. El blanco de su piel resaltaba con el color oscuro de las aguas.

 

– No es extraño – pensaste – que la virgen de Regla fuera negra. ¿Cómo iba a ser de otro color, si emergió de la bahía?… Si hubiera salido blanca, entonces sí habría sido un gran milagro.

 

Se te escapó una sonrisa. Ella sin saber cuál era la causa, replicó otra. Su rostro se iluminó y adquirió una expresión cómplice y tierna a la vez. Por fin era la ocasión de hablarle; pero sobre qué. Temías espantarla con un tema demasiado común.

 

– ¿En qué poema está tu nombre, preciosa?- Dijiste de sopetón para que no se te anudara la voz. Ese “preciosa” te había quedado cursi.

– Vete al Infierno. – Contestó ella de modo brusco, pero sin contraer la sonrisa.

– No te enojes, muchacha…

– No, no estoy enojada, es que mi nombre está ahí, en el Dante.

 

Su broma te hizo recordar una conversación con William:

 

– Si una mujer se burla de ti – decía – es pura coquetería. En la mayoría de las especies las hembras desafían a los machos para sonsacarlos, también para probar sus habilidades.

 

Volviste ahora con una actitud más segura:

 

– ¿Es Francesca, te llamas Francesca? No puede ser. Francesca era intangible… Si fueses ella entonces estaría condenado a no palparte nunca. Sería un castigo muy severo para mí.

– Y por qué no para mí. No, no me llamo así.

– ¿Beatriz? Tampoco me gusta ese nombre. No sé por qué Dante no se consideraba un alma en pena, si Beatriz era tan intangible como Francesca.

 

Ambos se unieron en una mirada un tanto más profunda y ella dijo enfatizando cada sílaba, tal vez para mostrar sus labios:

 

– ¿Qué no era un alma en pena? ¿Te imaginas andar tanto para encontrarte al final a tu novia al lado de otro hombre… El Señor?

– Pero dímelo. Es imposible que pueda adivinarlo. De nombres femeninos están empedrados los caminos del infierno.

– Ahora sí no te voy a decir nada – cruzó los brazos fingiendo enfado.

– Está bien, no lo digas, de todos modos lo voy a leer algún día en el cuento.

– ¿Cuento?

– ¿No lo sabes? Nosotros sólo somos dos personajes de un cuento. Esta conversación está escrita y la repetimos cada vez que alguien nos lee.

– ¿Y tú eres el protagonista?

– Claro, mi nombre es Vicente Luna y no podía ser de otro modo.

– ¿Vincent Moon?

– El mismo; pero el cuento no es “La Forma de la Espada”.

 

Sabías que a ella le gustaba Borges; pensabas que podía conducir la conversación; sin embargo ella comenzó una disquisición que a ti se antojó artificial, pedante. Hace rato ya todo era pedante.

 

– ¿Para qué quieres conocer mi nombre? Es decepcionante esa afición humana por nombrarlo todo. Es como si quisieras perturbar la paz de la naturaleza llenándola de sonidos superfluos, palabras. ¿Qué importa que me llame de una manera u otra? Sólo son palabras. Dijiste que habías leído “La Forma de la Espada”, ¿no? Sabes lo que son los nombres, falta de humildad.

– ¿De qué humildad hablas, de la de Borges o de la tuya? – Reíste.

– Bueno, humildad no; pero en eso de colocarse nombres hay un deseo de ser original, de olvidar que uno es todos los hombres, como dijo Schopenhauer. Era para que hasta se hubiera modificado el idioma y no existiera la conjugación en persona… ¿Ya has leído a Romeo y Julieta, la tragedia de Shakespeare?

 

Miraste a tu alrededor con disimulo. Ella estaba hablando un tanto alto y te avergonzaba.

 

– Sí -. Conteste con reticencia.

– “¿Si fuera otro el nombre de la rosa, no tendría igual fragancia?”, ¿Lo recuerdas?

– Sí, Shakespeare… me encanta.

– Shakespeare, es otro personaje de Borges – sonrió -. El mísero Vincent Moon, bien pudo haber sido William Shakespeare…

– Es una frase de la “Forma de la Espada”… Tengo un amigo que se llama William. Le voy a contar lo que me acabas de decir… que William y Vicente es lo mismo.

 

Al llegar a la Unidad no pudiste evitar contar con entusiasmo todo a William, incluso aquella conclusión.

 

– No, no es lo mismo – reaccionó él -. Tú eres tú, y yo soy yo. Yo no como tanta mierda como tú. – Esa tipa lo que quiere es enredarte con las palabras. No te dice el nombre porque no quiere nada contigo. Las mujeres todas son iguales. Siempre están envolviéndote para que las tengas en cuenta… Mándala lejos, compadre. Hazme caso. No pierdas más el tiempo. No vas a llegar a nada.

– ¿A nada? – Replicaste – ¿Por qué hablas sin saber? Después ella me preguntó la dirección para visitarme, y yo se la di…y la anotó toda, palabra por palabra: Cortina y Libertad, Santo Suárez, del municipio de 10 de Octubre.

 

10 de octubre, 10 de octubre, día del grito de independencia. Tus pensamientos eran incontrolables. Una fecha te había devuelto a la realidad. En la Unidad todos los días son iguales. Ni siquiera el 10 de octubre cambia, ni siquiera el día del grito de Independencia. Los mismos mosquitos por las noches, las guasasas por las mañanas y las tardes, los gritos, las formaciones, la misma monotonía. Si no fuera porque algunos días llevan nombres y pueden distinguirse de los demás, se nos pasaría el final del Servicio Militar sin darnos cuenta y siempre estaríamos aquí. – Esa es la verdadera importancia de los nombres – sonríes – para eso sirven las fechas históricas.

 

– ¿De qué te ríes, Vicente?- William había dejado de trabajar y descansaba en la sombra – Ven para acá y cuenta. No trabajes tanto que no te van a dar nada.

 

Vicente inspeccionó por si había algún oficial cerca y se sentó junto a su amigo.

 

– Pero diez minutos nada más. – Dijo. – No quiero que me quiten el pase de esta semana.

– Sí, comprendo – William se burló.

 

Vicente, apartó la atención de su amigo y forzó sus pensamientos hacia memorias más agradables. Recordó el día en que al salir de la Unidad encontró en su casa un libro de Cuentos de Oscar Wilde. En la primera hoja decía: “Estuve yo”, y en el cuento “El Ruiseñor y la Rosa” tenía subrayado el párrafo donde el estudiante se preguntaba el nombre científico de la flor. – Quise leerlo – pensaba -; pero no pude. Cada vez que salía de pase me parecía que podía encontrármela en alguna parte, en una esquina, en la cola del cine, junto a la vidriera de alguna tienda, ¿pero mirando qué? Ella no era La Maga, La Habana no era París, ni el autor que me vigilaba, Cortázar. ¿Sólo me quedaba esperar? Ella quería ser intangible, leve, la mariposa que usa los colores para alejarse. Escribí su nombre, que ahora era La Rosa, en todos los lugares posibles. Yo nunca he rezado; pero creo que cuando terminaba aquella palabra, Rosa, sentía la misma sensación de tranquilidad que me han descrito los que tienen fe. Estaba seguro de que entendería. Esperé y al fin sucedió. Una noche debajo de la estatua de Jorge Dimitrov en el parque de Paseo y 23, leí, “Sábado, concierto para flauta y orquesta”. No había dudas, no era de Rayuela, sino de ella.

 

El Sargento Cotilla al verlos sentados, les gritó:

 

– ¿Qué clase de trabajo es ese? Si no se levantan ahora mismo, están sin pase… Rápido, arriba, como militares. Parecen par de ranas acostadas en el suelo… Atiendan bien ahora. Los oficiales que están detrás de las oficinas del Estado Mayor del Regimiento quieren agua. Llévenle una tina… ¡Vamos, en seguida!

 

Ambos corrieron. William, al terminar de llenar el recipiente, dijo a su amigo:

 

– Tengo deseos de orinar.

– Dale, ve. Yo te espero. – Respondió Vicente.

– No, no, no. No es eso… Ponla en el suelo y aguanta la tapa.

– ¿Qué vas a hacer? – Preguntó asustado – No se te ocurra.

– ¡Qué cobarde eres! – Dijo William mientras colocaba su pene dentro del agua y dejaba que se rodeara de una mancha de orina.

– Cobarde no; tú te crees que estás en una película del Oeste.

– ¡Ya, terminé! – Se levantó sonriendo – Tú verás que no va a pasar nada.

 

La mancha se fue dispersando en el agua hasta que desapareció.

 

– ¿Ves? No va a pasar nada – insistió.

 

Vicente agarró su asa y ayudó de mala gana al amigo. Cuando llegaban donde los oficiales, oyó al Capitán Salazar que iba hacia ellos.

 

– ¡El agua, compañeros!

 

Los demás le siguieron. Vicente miró nervioso a William, y éste a su vez, con picardía.

 

– Está fría – gritó el oficial.

 

Todos, entre bromas, disfrutaron de la frescura del agua, o la mezcla (no nos detendremos en precisiones innecesarias). William buscaba con insistencia la mirada de su amigo; pero éste lo evitaba. Sabía que si encontraba sus ojos no iba a poder aguantar la risa.

 

Sonó la campana ordenando a la formación. Vicente sintió alivio. Ya había pasado el peligro, y además se sentía a gusto por haberse vengado de alguna manera. Poco a poco se estaba convirtiendo en un indisciplinado y eso lo excitaba. El Sábado del concierto fue su primera fuga. Fue la primera vez que hizo algo sin pensar tanto en su futuro. Se había ido simplemente porque ella lo esperaba.

 

En el teatro todo parecía ajeno. Pasaban relámpagos de perfumes, aire frío, dos o tres palabras de alguna conversación distante, muestras de afecto sinceras o fingidas. Pensaste en el calor que debería de haber a esa hora en la Plaza de Formación y te avergonzó estar tan a gusto; pero al verla te reafirmaste en la idea de que valía la pena lo que ocurriera. Buscaste sus ojos y sincronizaron una sonrisa. Te acercaste. Ante ti, sólo su complicidad ¿Qué decir?

 

– No esperaba encontrarte. – Dijiste.

– ¿Ah, no? Yo a ti, sí.

 

Entraron a la sala. La música era exquisita, pero estabas más atento a su respiración. Al salir, la calle era distinta, el sol, La Plaza de la Revolución, todo.

 

– Uno se siente asimilado por el Mundo – contaste a William al regreso-. Ese día le hubiese dado la razón. Me sentía parte del río del Universo y lo disfrutaba. Todo fue fluido. No me aparece ninguna palabra para describir mi ánimo. Todas son muy sobrias, muy cercanas. Le dije que no iba a entrar a la Unidad. ¿Sabes? Por la cabeza me pasó irme de este país, construir una balsa… Ella me consoló, me dijo que a menudo vendría aquí.

– ¿Y vino? – William preguntó casi con crueldad. – Claro que no ¿Tú sabes por qué? Porque no le hiciste cosquillitas. Todo fue a niveles de ángeles, de alma, muy platónico todo. Vulgarízala, asere, vulgarízala. Las mujeres son como los pájaros, si no hay ramas, no se posan.

 

Todos los recuerdos agradables de ella siempre se trocaban en una sensación agria al final. No podía ser de otro modo, no eres feliz, Vicente. No eres dueño de ti, Militar.

 

Las primeras voces de mando devolvieron a la realidad a Vicente. Caballo Loco ordenó retirar de la formación a todos los soldados que no pertenecieran a la orden 18, o sea, a los que no desearan comenzar la Universidad después del licenciamiento. Se veía más irritado de lo normal. Con un gesto severo le brindó la palabra al Mayor Arencibia, político del Regimiento.

 

– Compañeros – comenzó un discurso -, hace unos minutos, el Coronel de la División se comunicó con el jefe del Regimiento. Le informó que en el reparto Camilo Cienfuegos, en la Habana del Este, existe una organización al servicio de la CIA. Ellos se hacen pasar por pacifista; pero lo que pretenden esas alimañas, es poner en crisis el prestigio de la Revolución. Intentan legitimar una invasión americana… Militares, esos tipos quieren acabar con nuestra tranquilidad, con las conquistas de la Revolución, los hospitales, la sonrisa de nuestros niños. Se han querido burlar de nosotros. Son unos hijos de puta que no tienen perdón de Dios… Esa gente, se hacían pasar por el pueblo y hablaban por la mal llamada emisora Radio Martí y daban informes, falsos como es lógico, sobre supuestas violaciones de los derechos humanos en Cuba. Es una ignominia. ¡Mira que hablar así del país donde más se respetan esos derechos! ¡Hablar así de la sociedad más democrática del mundo…! Es una burla total y descarada… Compañeros, hay que combatirlos, y este es el momento. Por suerte la Revolución ha delegado en nosotros esta responsabilidad. Nos ha brindado la posibilidad de reciprocarle lo tanto que ha hecho durante nuestras vidas. Hemos sido designados, soldados de la patria, tal vez para la primera misión combativa. Nos han dado la orden de ir a la casa sede de esa organización improvisada y dar un mitin de repudio. Tenemos que demostrar nuestro desprecio por esa escoria de la sociedad. Vamos a interrumpir nuestro trabajo, y haremos que se sepa el verdadero sentir del pueblo cubano… Claro, compañeros, que no podemos ir así, vestidos de militares. Es posible que ahí esté la prensa extranjera, dispuesta a manipularlo todo. Siempre aprovechan hasta el más mínimo detalle para crearle una mala imagen a nuestra Revolución. Como en otras partes del mundo el ejército no es lo que aquí, el pueblo uniformado, sino un aparato represivo contra el mismo pueblo, manejan esos sentimientos que tienen contra los militares, con demagogia en beneficio de sus deseos. Pero nosotros no lo vamos a permitir… Soldados, esta es una guerra grande contra el Imperialismo poderoso. Hay que luchar con astucia. Aunque nos duela, a veces hay que mentir por el bien de la verdad. ¿Están de acuerdo?… No, así no, casi no se oyó… Fue muy tímido ese sí. Que den un paso al frente los que estén de acuerdo conmigo y quieran venir al meeting.

 

William se quedó atrás mirando el suelo. En su semblante se percibía miedo.

 

– ¿Militar, usted no oyó?- Habló Caballo Loco.

 

William buscó despacio los ojos del Teniente Coronel y asintió con la cabeza:

 

– Sí – dijo con voz llorosa -; pero no estoy de acuerdo.

– ¿Cómo? – Preguntó sorprendido.

 

El regimiento completo miró al joven.

 

– Oye Bill – susurró Vicente -, no te hagas el gracioso. Esta gente no entiende de eso.

– Venga acá, Militar. – El político bajó de la plataforma y llamó a William para que saliera de la formación.

 

Lo llevó donde no pudieran oirles y le pasó el brazo por encima del hombro. Conversaron cerca de un minuto; pero el oficial ante la negativa del soldado le hizo una seña a Vicente para que se acercara.

 

– ¿Usted es amigo de él? – Preguntó.

– Sí – respondió el joven.

– Entonces usted lo va a convencer, ¿no es así?

– ¿Qué pasa, político? – Intervino Caballo Loco. -No quiero contemplaciones. Si no es capaz de responder a un pedido de la Revolución, es un contrarrevolucionario. Hay que llamar las cosas por su nombre… Lo meto preso por traición a la patria.

– Espérese, Teniente Coronel. Es que el muchacho no ha entendido bien. Vamos a dejar que hable con su amigo, mientras se visten de pase.

 

Mientras los soldados se dirigían hacia los cuarteles, el Teniente Coronel voceó a William:

 

– Más te vale recapacitar. Vas a ir a la manifestación o yo me dejo de llamar Rodobaldo Fadraga Dubé.

– ¿Y cómo te vas poner ahora? – Susurró William a su amigo bien bajito para que el político no lo oyera… – No me vengas ahora con consejos. – Dijo a Vicente. – No voy a ir y basta

– ¿Pero qué vas a lograr? Un solo gavilán no hace verano. Lo único que tienes que hacer es gritar un poquito y cuando se arme la confusión, perderte.

– ¿Y qué? Ya serví de cobertura para la mariconada. Después se meten en sus casas y los acusan por escándalo público. Lo sabes bien.

– De todos modos lo van a hacer. No seas bobo, si tú ni los conoces.

– Sí; pero yo quiero dormir tranquilo, ¿oíste?

– Como te gusta creerte un Cowboy. ¿No te das cuentas que te van a joder? Para empezar, dale adiós a la Universidad. Vas a ser un ignorante, un gusano más que pasa por la vida y que nadie conoce. Ese no es el modo de actuar, William. No lleva a nada. Quedas como un imbécil. A esta gente hay que engañarle.

– Vicente, no te justifiques.

– Tú eres un cretino. – Dijo Vicente e hizo un gesto de desagrado.

 

Ambos se separaron. Vicente se lavó y se cambió de ropa. William se acostó en la litera a esperar que la campana sonara. Cuando los soldados de la orden 18 estuvieron en la plaza, el Teniente Coronel se acercó a William y preguntó radiando cólera:

 

– ¿Ya decidió?

– Sí, desde el principio. – William evitaba las miradas.

– Militar – gritó Caballo Loco al chofer de la pipa de agua, que estaba parqueada frente al comedor -, traiga la técnica.

 

Sin mostrar interés por William, se colocó frente al Regimiento y continuó hablando.

 

– Como bien dijo el político – continuó -, el momento requiere que nos vistamos de civil. Por lo tanto, ustedes van a ir ahora mismo para sus casas y se van a poner ropas de salir. Luego, a las 18:00, los quiero a todos frente al hospital Naval de la Habana del Este. Allí voy a pasar lista. No quiero un perdidito, ni un dolorcito de cabeza ¿Me oyeron bien? Esto es una cosa muy seria. La Revolución nos necesita…

 

En cuanto llegó el camión, dijo al chofer:

 

– Déjelo ahí y vacíele el tanque… Cuando se termine el meeting – continuó – podrán irse para sus casas hasta mañana. Los que no vayan a la manifestación pueden ir directo para la unidad de Vaca Muerta, para el Centro de Entrenamiento Militar, el C.E.I.M.

– Teniente Coronel – interrumpió el chofer -, no tenía agua.

– Está bien. Abra la escotilla… Bueno, como les iba diciendo; el que no vaya, se va a pasar unas vacaciones de tres meses en el C.E.I.M.

– Ya, Teniente Coronel. – Volvió el chofer.

– Correcto. – Después miró a William y dijo. – Métase dentro.

– ¿Cómo? – Preguntó el soldado.

– Lo que oyó, métase dentro del tanque del agua. Se va a ir para el C.E.I.M. ahí dentro.

– Pero Teniente Coronel… – Intervino Vicente.

– Nada, ahora mismo va para Vaca Muerta a esperar el juicio por insubordinación y traición a la patria.

– ¿Pero dentro del tanque de una pipa? – Insistió Vicente.

– Sí. Yo no voy a utilizar ninguno de los equipos de transporte que cumplen disposición combativa por un tipo tan mierda como tu amiguito.

– Oiga, pero yo no me voy a montar ahí. – Dijo William.

– ¿Que no? – Caballo Loco sacó la pistola de la funda y le apuntó. – Móntate.

 

William entró lentamente. El Teniente Coronel subió, cerró la escotilla, y ordenó al Teniente Aulet que fuera con el chofer hasta el C.E.I.M. Vicente estaba como anestesiado. No sabía ni qué sentir. Los sucesos fueron tan rápidos que le había sido imposible asimilarlos.

 

– Es un insensato. – Te justificaste.

 

Luego te encaminaste hacia el punto de control de pase. Ciertamente estabas contento. Ibas a salir y era muy probable que la vieras. Habían acordado que ella llamaría a tu casa todas las noches para saber cuando estarías de pase. Fue en el Mausoleo, después de una semana sin presentarte a la Unidad. Desde que William, sí, William, tu amigo, hizo aquella comparación entre los pájaros y las mujeres, saliste a buscarla desesperado. Te prometiste no regresar hasta que la encontraras. Por suerte (al menos así lo creíste aquella vez) la viste subiendo la loma de la Avenida de Los Presidentes. La abrazaste y la besaste. Te sorprendió su alegría. Tuviste deseos de reprocharle que no había ido; pero no era sensato. Seguramente todos harían eso y tú querías parecerle distinto.

 

– No se ama a lo que es común. – Decías.

 

La estrategia era demostrarle que aceptabas sus reglas y después hacer las tuyas. Fueron entonces hacia el Mausoleo porque era el lugar cercano más íntimo que conocían. Estuvieron allí hasta mucho después de que cayera la noche… La recuerdas, encima de ti, delante de las estrellas con su crucifijo balanceándose de un lado a otro.

 

– Por suerte no hay nadie atado en él. – Pensaste. – No había nadie obligado a palparle los senos.

 

Le aguantabas los brazos para que cabalgara sin peligro. Parecía mirar al cielo. De vez en cuando te brindaba las mejillas, la boca, su olor. A las mujeres se les pueden recordar sin rostro. El sexo es un símbolo en sí mismo. El contraste de su desnudez con la oscuridad imitaba lo irreal. ¿Cómo era posible que la realidad pudiera presentarse tan benévola, Vicente? La perdida de los contornos te confundía. Sus curvas ponían fronteras a tus caricias. Tus manos se deslizaban. El placer diluía su identidad. Se mezclaba contigo. Compartía la respiración entrecortada, los besos, las frases de gozo. Ella entonces, se levantó en convulsiones, puso el cuello rígido y mientras adquiría una actitud como de hacerse al aire, mencionó tu nombre dentro de un suspiro. Al final, se posó. Se ató a ti con sus propios brazos y te otorgó un beso tranquilo. Querías evocarla, decir que la querías; pero para eso necesitabas su nombre…

 

– Te estuve esperando. – Hablaste al fin – ¿Qué pasó?

– Sabía que lo ibas a decir. – Ella acariciaba tus cabellos.

– ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no te vas? No te entiendo.

 

Su respuesta fue una sonrisa de ternura.

 

– ¿Por qué no me dices cómo te llamas por fin? – Insistes.

– ¿Para qué?

– ¿No te das cuenta? – Seguiste. – Se es más accesible si se entrega el nombre.

– Pero llámame Rosa. Me gusta.

– Es sólo un sobrenombre. No eres tú.

– Te pongo un seudónimo a ti y me olvido de que eres Vincent Moon, ¿quieres? – Su voz de niña alivió tu ánimo y te arrancó una sonrisa – A ver, Vicente Luna – levantó la vista como si estuviera buscando inspiración -, Luna, ¿con qué relacionas a la Luna?

– Con el Sol ¿no?

– Pero es todo lo contrario.

– ¿Contrario y la luz es la misma, salen del mismo lado?… La Cruz es lo que es contrario de la Luna – bromeaste.

– Eso me gusta más. Cruz es el apellido de muchos amigos míos. A partir de ahora te voy llamar Vicente Cruz Rojas…

– No, no, no, eso me recuerda a la enfermería del campamento…

 

Ambos rieron. Tenías la certeza de que con ella pasarías los momentos más tiernos de tu vida. No podías imaginar por un segundo que la perderías. Sin percatarte llegaste a la esquina de tu casa.

 

– Cortina y Libertad – está escrito en el mojón.

 

Te sorprende la combinación. Desde que te encuentras con ella, las asociaciones inmaduras vienen fluidamente. Siempre habías vivido en la misma casa y nunca te habías percatado de aquella ironía.

 

– Son las dos. Se ha hecho un poco tarde. – Piensas.

 

Es cierto que aún faltan más de cuatro horas; pero las guaguas pueden tardar todo lo imaginable. Para llegar a La Habana del Este hay que coger la 174 hasta el barrio del Vedado y después la 116. Te bañas y comes rápido. Te vistes con toda la elegancia que te puedes permitir y sales corriendo hacia la parada de calle Mayía Rodríguez. A las cuatro y cuarto pasa la primera 174.

 

– Las guaguas hoy están peor que nunca. – Te quejas.

 

A las cuatro y media llegas a la esquina de G y 25. Caminas hacia cola de la 116, en G y 21. Te recuestas a la cerca con cara de preocupación. Poco después oyes una voz muy conocida:

 

– ¿Hola, me andas siguiendo? – Ella dilata una sonrisa. Cruza los manos por detrás de tu nuca y salta para besarte – Vuelves… El otro día se me ocurrió un nombre para ti – Su mirada siempre atrae tu silencio y los términos más cursis para describirte. – Nadie, eres Don Nadie.

– ¿Nadie?

– Sí, nadie, para qué quieres tantos nombres. Mejor es Nadie, como Ulises, el navegante. Me quedé pensando en lo de Borges y… Te imaginas si el ciego que está en el limbo es él, en vez de…

– No – interrumpes -, Borges y Homero son la misma persona ¿Acaso un hombre no es toda la humanidad?

– Ah! – Ríe. – Estás quijotizándote.

– No entiendo.

– ¿No te acuerdas cuando en las clases de literatura del Pre decían que el Quijote se sanchificaba, mientras Sancho se quijotizaba? Eso mismo te pasa conmigo.

– ¡Pero qué relación es esa! – Continúas. – De Homero cambias para Cervantes, del Ciego al Manco… Se ve que sabes reconocer la buena literatura. Te gustan los autores defectuosos.

 

En ese instante llega la guagua. Se integran a la cola. Te pones detrás de ella y después de un forcejeo violento en la puerta, logran subir. -Son las cinco, estoy en tiempo – piensas.

 

– ¿Para dónde vas? – Ella pregunta.

– Es una misión, un secreto militar – hablas con misterio, quieres vengarte.

 

Ella no pregunta más.

 

– Entonces ahora me llamo Ulises ¿no? – Rompiste el silencio.

– El Quijote también viene bien contigo, no me había dado cuenta. – Te miró de arriba a abajo conteniendo la comisura de sus labios.

– ¿Lo dices por el físico?

– Sí, y por lo de la cruz, es un caballero ¿no? Un Hidalgo… de La Mancha.

– ¿Lo de La Mancha es por Rojas?… Eso me recuerda a Gorbachov.

– Sí – prolongó el silbido de la “s”-, pues a mí a Stendhal ¿Qué te parece Prieto en vez de Rojas? – Hidalgo Prieto, ¿está bien, eh? O mejor, Fidalgo, que es más antiguo. ¿Ulises Fidalgo Prieto?

 

Te arrobas ante la musicalidad de aquellas palabras vacías. Uno tiene la ilusión de que su nombre es el correcto, que es el designado para su cuerpo y su historia. Sin embargo, cualquiera podía haber sido el modo de llamarnos. Generalmente, cuando se indaga por el momento en que se escogió nuestro nombre, nos sorprende lo extremadamente leve, casual, frívola que fue su decisión.

 

– ¿Sabes? – continúas. – Me gusta cómo suena. Si algún día escribo algo, que lo dudo, voy a usarlo como seudónimo.

 

La oscuridad del Túnel de la Bahía detuvo la conversación. Al salir a la luz la buscaste para despedirte y ponerte de acuerdo en lo que iban a hacer por la noche; pero ella también intentaba ir hacia la puerta.

 

– ¿Te bajas aquí? – Le preguntaste.

– Sí, vivo en La Habana del Este. ¿Quieres venir a mi casa?

– ¿Dónde, al parnaso o a la gloria?

 

Bajan tomados de las manos. Caminan entre las uvas caletas y suben al puente que atraviesa la Avenida Monumental. A la vista, el horizonte y el mar tranquilo. Los automóviles pasan por debajo de sus pies. La miras y sonríes. Atraviesan un bosque de casuarinas y llegan a su apartamento. Es en la planta baja de uno de esos edificios que llamas post-catástrofe, o sea, después de la Revolución. Por dentro es blanco, fresco, tiene un piano. Los muebles son cómodos y no parece haber nadie más.

 

– ¿Sabes tocar? – Mirabas al piano.

– ¿Por qué lo preguntas, ya se te olvidó cómo toco?

 

Ambos rieron. Aún no podías creerlo. Ella tan cerca de ti, mostrándote su mundo. En un inicio quise mandar lejos a Caballo Loco; pero no, en la vida hay tiempo para todo.

 

– Muchacha – dudaste ante el vocativo -, tengo que estar a la seis en un lugar.

– ¿Ahora? – dijo con voz de reproche.

– Sí, pero son sólo cinco minutos. Regreso enseguida ¿No vive nadie más aquí?

– Sí, mi papá, pero él no está aquí ahora.

– ¿Cuándo viene? – Preguntas.

– No viene, está preso.

 

Salió mal. Fuiste inoportuno.

 

– ¿Dónde quieres ir hoy por la noche? – Cambias la conversación – Que sea a un lugar asequible.

– No sé, dime tú.

– Tengo una idea. Vamos a casa de tu amiga Mariela. Así me voy resolviendo algunos misterios.

– ¿Pero, cómo, no lo sabes…? Claro, no tienes por qué. No te he dicho… Ella también está presa.

– ¿Mariela?

– No es su nombre real. Es el de la hija. Ella lo utiliza sólo para firmar. El verdadero es María Elena.

– Me dijiste que tenías varios amigos con el apellido Cruz- Tus ojos se precipitaron hacia su crucifijo.

– Sí, María Elena es una. Seguro habrás oído hablar de ella.

– Claro, la del papel … – Hablaste sin poder devolverle la mirada – ¿Es eso un crucifijo o es la letra Te?

– ¿Por qué? – Sonrío con picardía.

 

No querías creer lo que empezabas a adivinar. Forzaste el semblante a ser alegre y contestaste:

 

– Es que pensé que era un crucifijo y que no tenías Cristo para evitar discordias familiares en el cielo por la economía de tus senos.

 

Ella se lanzó sobre ti con una expresión de cariño, simulando que te golpearía. Buscaste de nuevo el reloj. Eran las seis en punto. Seguramente ya estaría la gente debajo de las uvas caletas y pronto se encaminarían hacia allí… ¿Pero por qué lo aseguras? Aún no habías preguntado nada.

 

– ¿Es la inicial de tu nombre? – Insistes.

– Sí.

– ¿Thais? – Completaste el interrogatorio.

 

Ella contestó con una sonrisa tierna. Por primera vez quise no haberla conocido.

 

– ¿Cómo lo supiste? – Dijo.

– Luego te explico. Tengo que irme. – Te detienes en la puerta. – Vámonos a salir un rato. Debo hablar contigo.

– No, aquí estamos mejor. Más solos no podemos estar. – Coqueteó.

 

¿Cómo era posible que no entendiera? ¿Qué debía hacer?

 

– Van a hacerte un meeting de repudio – dije –, y luego te van a meter en la cárcel.

 

Se asombró, pero pronto su semblante se tornó tranquilo.

 

– Ya lo esperaba. – Dijo al final.

– Pero te van a meter presa.

– Si no es hoy, será mañana.

– No. Podemos escondernos… Construir una balsa; irnos del país.

 

Ella sonrió con calma:

 

– Vete, Vicente. Ya sé lo que tenías que hacer a las seis. Si estás obligado… Imagínate… ¡Vete! – Terminó gritando.

 

Salí corriendo ¿Era un cobarde? Fui por el bosquecillo de casuarinas hasta la Avenida Monumental. Me confundí entre la gente de la parada para que no me vieran. Ya estaban pasando la lista. Caballo Loco y los demás vestían de civil. Mi ánimo tenía demasiada inercia en asimilar lo que ocurría. En concepto la había perdido. Pronto estaría preso, sin Penélope, Dulcinea o como se llame. Nadie me iría a visitar a la cárcel. Nadie compartiría mis angustias más allá de las rejas, no existiría… ¿Y ella? La iban a hacer talco, y yo no… no hice nada. ¿Me lo perdonaré? La tropa, disimulando desorganización, se encaminó hacia el puente. Algunos tenían carteles. Seguramente los habían repartido los oficiales. Allí estaba Lachy, Gerardo, Cotilla, Aulet, Salazar, nombres, nombres, palabras, words… Cuando estuvieron arriba, me escondí dentro de la marquesina. En ese momento quise desaparecer. Ser indistinguible, una simple república de células, una porción del Universo, uno dentro de la Humanidad, un conjunto de partículas elementales en un planeta perdido al que por pretensión alguien puso nombre… Nada con albedrío. Pasaron junto a mí. Quedé tranquilo. Estaba decidiendo mi vida. ¿Debía integrarme al grupo o estar preso? ¿Ser sensato o valiente?… Por suerte llegó la guagua, la 116, la 215, 65, no sé, cualquiera. No importaba cuál, monté. Me molestaba el calor, el ruido, la presión de la gente dentro. Evitaba pensar en ella. Durante el viaje nadie mencionó nombres, ni seudónimos. La única alusión a mi persona, o mejor dicho, a todos los de dentro, la oía cuando desde alguna parada alguien gritaba:

 

– ¡Ahí viene la guagua, y cómo viene…! Llenita hasta arriba.

 

Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.

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