Por Manuel C. Díaz.
Hay quienes incluyen a Bilbao en sus itinerarios sólo por ver el Museo Guggenheim, diseñado por el destacado arquitecto Frank Gehry. Y no podía ser de otra forma; después de todo, su edificio es una de las estructuras arquitectónicas contemporáneas más importantes del mundo, uno de los museos más visitados de España y una de las principales atracciones turísticas de la ciudad.
En realidad, antes de la construcción del museo, Bilbao era conocida como una ciudad portuaria, dominada por astilleros, minas de hierro y chimeneas metalúrgicas. Hasta que, en un esfuerzo por revitalizar la urbe, los complejos industriales a lo largo del río Nervión fueron desapareciendo y se iniciaron nuevos proyectos para mejorar su infraestructura, como el sistema de metro, diseñado por Sir Norman Foster; un nuevo aeropuerto, concebido por el arquitecto español Santiago Calatrava; y el centro comunitario la Alhóndiga, creado por Phillip Starck.
Es decir, Bilbao dejó de ser un hueco lleno de hollín (como en ocasiones se referían a ella) y se convirtió en una ciudad en la que prosperó el turismo, la cultura y las artes. Y todo esto, de alguna manera, asociado al Guggenheim.
Por eso no es de extrañar que lo primero que hicimos al llegar a Bilbao, fuese visitarlo. Habíamos pensado ir caminando, pero resultó que el Guggenheim estaba lejos de nuestro hotel. En la recepción nos dijeron que en la estación Atxuri, a sólo tres cuadras de allí, podíamos tomar un tranvía que nos llevaría hasta las mismas puertas del museo. Y así fue. En apenas veinte minutos, después de un breve recorrido por la ciudad, llegamos a la parada del museo.
Al bajarnos del tranvía, desde la plataforma de la pequeña estación, pudimos verlo al otro lado de la calle. Inaugurado en 1997 por el rey Juan Carlos I, el edificio del Guggenheim impresiona no sólo por la audacia arquitectónica de sus ondulantes formas, sino también por los cambiantes tonos metálicos de sus fachadas.
Se levanta a orillas de la ría de Bilbao, junto al puente Príncipes de España, en una zona conocida como Abandoibarra. Desde el río, cuando nos acercábamos, tuvimos la sensación de que el Guggenheim era un barco que navegaba hacia nosotros. Y ya cuando estuvimos frente a él, los paneles de titanio que cubren su estructura nos parecieron (siguiendo con las analogías marítimas) las escamas refulgentes de un gigantesco pez.
En las terrazas exteriores del museo pueden verse algunas obras de arte, como El árbol y el ojo, del escultor indio Anish Kapoor, con sus setenta y tres esferas metálicas; los impresionantes y gigantescos Arcos Rojos, del artista francés Daniel Buren, añadidos al puente de La Salve; y el conjunto de Los Tulipanes, del artista estadounidense Jeff Koons.
El interior del Guggenheim, aunque menos complicado desde un punto de vista arquitectónico, es también impresionante. En sus diferentes salas se exhiben colecciones permanentes como las de Richard Serra (La materia del tiempo) y la de Jenny Holzer (Instalación para Bilbao), o como las de la tercera planta, donde pudimos ver obras de Joan Miró, Pablo Picasso y Jackson Pollock.
Al salir del museo tomamos otra vez el tranvía y nos bajamos en la parada de Abando, muy cerca del Casco Viejo, conocido también como “las siete calles”, porque esa era la cantidad de calles que formaban el poblado original en épocas del medioevo. Al igual que en otras ciudades españolas, el casco viejo es una de las zonas más animadas y pintoresca de Bilbao, así que estuvimos recorriéndolo durante toda la tarde.
Antes de regresar al hotel, como ya casi era de noche, decidimos cenar en uno de los restaurantes del casco viejo para no tener que regresar más tarde. Y lo hicimos en el Víctor Montes, situado en la Plaza Nueva, que nos había sido recomendado por unos amigos que lo habían visitado el año anterior. Como la temperatura estaba agradable esa noche, en lugar de sentarnos en uno de los dos salones interiores (hay uno en el primer piso y otro en la planta alta), nos sentamos en una de las mesas de la terraza bajo techo que da a la Plaza. En realidad, no cenamos; lo que hicimos fue probar varios de los muchos pintxos que se alineaban en el mostrador del bar interior. La selección era extensa: boquerones con vinagreta de pimientos, centolla con huevos duros, bacalao ahumado y ventresca de atún, por sólo nombrar algunos. Y los acompañamos todos con un buen vino tinto que nos recomendó el camarero.
Cuando salimos del restaurante, como todavía era temprano, estuvimos algún tiempo dando vueltas por la plaza y por el casco viejo que, por ser sábado, estaba lleno de gentes. Después tomamos un taxi y regresamos al hotel. No queríamos acostarnos tarde pues al otro día partíamos hacia San Sebastián y queríamos emprender el viaje temprano en la mañana.
Y así lo hicimos. Justo cuando tomábamos la autopista volvimos a verlo. En la distancia, mientras nos alejábamos de la ciudad, el Guggenheim todavía resplandecía.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Me han encantado el texto y las fotos.