Por Zoé Valdés/El Debate.
En la penumbra de una oficina, en el centro del gobierno de un país que se resquebraja bajo el peso de la corrupción, surge una figura novedosa, que pocos confiesan conocer, pero que muchos sospechan de quién se trata. JB, las siglas encriptadas dentro del laberinto de un sistema podrido, donde la justicia se desploma y la transparencia es apenas una vieja ilusión.
En el epicentro de la trama, PS, ¿un presidente? O sea, el hombre que prometió cambiarlo todo en nombre del socialismo obrero y español y que, en realidad, se ha convertido en el símbolo más grande del parasitismo político. Con su cara de póker y su discurso de medio pelo, medularmente mediocre, ha logrado que la máquina de la corrupción siga funcionando con la precisión de un reloj suizo, mientras los santos de su gobierno prefieren enrejarse, digo enredarse, en la madeja de silencios. No sabemos hasta cuándo… pero de que hablarán, hablarán; todos al final lo hacen; sin decir nada que les perjudique.
Sin embargo, no todo culmina en las mareas de engañifas, robos, y mentiras oficiales, ahí no para. También hay un lado oscuro como fondo de comercio, un secreto que se oculta tras los muros de las saunas y los clubes exclusivos, donde políticos con siglas cuyos nombres constituyen madejas para fáciles adivinanzas—JB, uno o dos de ellos, quizás—se entregan a rituales en los que desnudan su alma y revelan su verdadera naturaleza. Es en estos lugares donde las confesiones constituyen promesas de futuras ascensiones, y al mismo tiempo, cadalsos para los implicados.
¿Quién es JB? ¿Qué secretos guarda en los vestuarios del sueño del avaricioso? ¿Hasta qué punto y en qué orden llega la red de espionaje que ha convertido a ciertos políticos en peones de un turbio negociete del y tú más? La evidencia, si alguna vez la hubiere, se oculta entre las toallas y las saunas, en los rincones donde la indecencia fluye y la corrupción se empalma, entre los mierdecillas de turno.
Quizás, en la brutalidad sombría de estas historias, reside no sólo la corrupción del Estado, sino la corrupción del proceso humano mismo, en el núcleo de una ideología, la vértebra torcida de un partido, de una Monclova, de un… ¿Para qué seguir?
Porque al final, la historia de JB no es solo un relato más, sino otra manchita en el espejo de un bipartidismo que no se quiere observar en el reflejo de sus propias y casi idénticas faltas, demasiado reiterativas. Partidos que, como en tiempos remotos, necesitan limpiar sus yeguas con cepillos rudos, hasta abandonarlas casi en carne viva en los establos. Pobre comparación con las yeguas; pido perdón a estas bestias tan inocentes…