Por Javier Junceda/El Debate.
Ni «americaño», ni «africanés», ni «yanquiés». Cuesta creer que no se comprenda a estas alturas que los principales idiomas hace tiempo que dejaron de ser los hablados solo en sus lugares de nacimiento. Esta absurda polémica me recuerda a aquel diálogo de besugos entre dos a las puertas de un bar en Cataluña: «Soy natural de Ciudad Rodrigo, pero llevo viviendo aquí desde más veinte años, de modo que ya me dirás entonces de dónde soy…». «Pues de dónde vas a ser, ¡de Ciudad Rodrigo!», contestó su interlocutor sin disimular una pícara sonrisa. Esta enésima ocurrencia lingüística vestida de supuesto ingenio parecen promoverla quienes se manejan bastante bien en argentiñol, siguiendo sus peculiares criterios rebautizadores de lenguas.
Tal vez habrá que recordar a estos inventores de palabras que más de setenta mil voces y ciento veinte mil acepciones recoge el Diccionario de Americanismos auspiciado por la Asociación de Academias de la Lengua Española, una colosal iniciativa concebida hace dos siglos. No pocos de estos términos los usamos a diario en castellano, tras tomarlos prestados de otros léxicos, como el quechua. Es el caso de cancha, caucho, pampa, guano, tamal, o carpa, entre un larguísimo etcétera. ¡Cuántas veces hemos preguntado en nuestros viajes al nuevo continente por este o aquel vocablo que no procede emplear al tener allí significado distinto, tantas veces inapropiado!
El resultado de esta formidable integración cultural es el español que pronto llegaremos a emplear cerca de seiscientos millones de personas en el planeta, de los cuales apenas somos en la península cuarenta y seis millones y medio. Lo mismo sucede con el inglés, sin que a nadie se le ocurra llamarlo «yanquiés» por mucho que quintuplique la población que lo utiliza en los Estados Unidos, por ejemplo…