Por Roger Fariñas Montano.
Agamenón: Pues aquí veo ya soplos que van a conducirnos a casa. ¡Ojalá naveguemos bien hacia la patria, y que veamos para bien lo que está en nuestras casas, liberados de estos sufrimientos!
Hécuba, Eurípides.
Una mañana primaveral me encontraba yo tranquilamente en mi piso de Calle Moradas, en el corazón de Castilla y León, taza de café en mano, cuando recibo la llamada de un amigo muy querido, cubano, pero que radica desde hace algunos años en Flensburg, Alemania. Tras el saludo de rigor, me propone que escriba una crónica sobre un libro de poemas que acababa de salir y al que le rodea una historia muy peculiar. Libro del que él forma parte no como autor, sino como una especie de director de arte o algo así, en esencia, porque la foto de cubierta y de contracubierta son de su autoría. «El sí ya lo tienes», le digo, mas lo que se me relataría después fue lo verdaderamente alucinante.
El principio fue cuando recibí un ejemplar de cortesía de Veinte gritos contra la revolución y una canción anarkizada (Editorial Primigenios, Miami, 2023), firmado por Héctor Reyes Reyes e Ibis Martín Fernández. Como suelo hacer cuando comienzo un libro, hago la primera ojeada y me percato de que en la página de la dedicatoria pone: «A Héctor Reyes Reyes (In Memoriam)». Por una cuestión humana, enseguida me pongo en contacto con Flensburg, ante la duda de si el libro ha salido a título póstumo de uno de los autores, y dado el fatal caso, pues el morbo inherente del hombre de saber qué es lo que sucedió. Lo que me sobrevino a modo de información fue realmente sorprendente. Enseguida entré en internet y rebusqué cualquier resquicio de noticia relacionado con la muy reciente muerte de uno de los autores. La búsqueda fue bastante desalentadora, encontré solo un par de sitios digitales donde apenas hacían referencia al caso, aunque, para mí fue suficiente para contrastarlas con el relato de mi amigo y el de la propia Ibis, con quien tuve una comunicación más directa.
En España apenas amanecía un día de marzo, cuando Ibis Martín recibió vía WhatsApp los últimos mensajes de Héctor Reyes, en México, donde radicaba este último, sería aún de madrugada. A las 8:51 horas exactas de la península, Héctor le hace una videollamada a Ibis y esta no le responde en ese momento, sino unos minutos más tarde: «Muchachón, ando haciendo un trámite en Cruz Roja… No puedo hablar ahora, después hablamos». La respuesta de Héctor fueron unos emojis de besos y el ya mítico signo de los cuernos del Rock & Roll… Ella no podía intuir que esos serían los últimos emojis que recibiría de su amigo cuando, ese mismo día, unas horas después, supo la fatal noticia de que le habían asesinado violentamente, a golpes, en su propia casa de Ciudad de México.
Héctor fue un periodista reconocido por sus colaboraciones en DIARIO DE CUBA, pero para su gente más allegada era como un homeless, un peregrino crónico. Iba por Latinoamérica, de país en país, sin papeles, durmiendo en albergues y trabajando en lo que apareciera. De periodista y profesor de literatura contemporánea a trabajar de ayudante de cocina, custodio o limpieza para subsistir. Una de sus últimas peripecias como «viajero empedernido», como él mismo gustaba anunciarse, fue la pérdida de su Acta de Nacimiento, y cuando acudió a solicitarlos al Consulado de Cuba en México, los burócratas, reconociéndolo como apátrida y disidente, nunca le facilitaron los documentos. Tengo constancia de que en el documento de su Residencia mexicana le catalogan de apátrida.
En su peregrinaje por Ciudad de México, con los pesares de la Isla en la maleta y el anhelo de una vida mejor, o, al menos, de poder vivir como un ser humano, algo que en Cuba es cada vez menos posible, y Veinte gritos contra la revolución y una canción anarkizada viene a constatármelo; es que Héctor tiene la mala fortuna de conocer a dos individuos que marcarán su tragedia. En una primera versión, se indica que estos individuos le consiguen un trabajo como vigilante, y, en gratitud, Héctor, les invita a su casa a celebrarlo. Dos días después de convivir juntos, dos monstruos le matan a golpes, allí mismo, a puertas cerradas, presuntamente, para robarle. Esa madrugada, una vecina escucha gritos y una fuerte pelea en casa de Héctor, e inmediatamente le envía un SMS a su novia, de nacionalidad mexicana, pero esta no lo verá hasta la mañana siguiente y acude al lugar de los hechos para encontrarlo tendido boca abajo en el suelo y con evidentes signos de violencia.
¿Casualidad o causalidad? Esa es la cuestión. Cuestión que permanece inconclusa, por tanto, poco más de tres meses después los asesinos siguen en búsqueda y captura, aun cuando se les tiene muy bien fichados. Y es que esa misma noche (y esto me parece escalofriante), Héctor envía a varios amigos una selfie con estos «colegas», bebiendo y «compartiendo», momentos antes del instante fatal.
Confieso que fue motivado por todo este relato macabro previo, y no sé si «motivado» sea la palabra que busco, que leí de un tirón las cerca de ochenta páginas que conforman Veinte gritos contra la revolución y una canción anarkizada. Este libro de poemas y una canción anarkizada, cuya publicación es el mejor cumplido a Héctor, tiene la gracia de la síntesis y su lectura será ágil, futuro lector, pero también deberá usted atenerse a la ferocidad del discurso y la sensibilidad con la que ambos autores refieren, desde la nostalgia y la decepción más encarnada, los cruentos tiempos que atraviesa esa tierra yerma e inhóspita en la que se ha convertido Cuba. Mas, si algo de optimismo me queda por la Isla, será para acentuar las líneas de su entrañable amigo Feliberto Pérez del Sol: «Veinte gritos contra la revolución y una canción anarkizada sea pronto un coro desesperado por un país y una patria que ya no existen bajo sus pies…»
Cuesta decir esto, sobre todo desde la distancia y el dolor del exilio, pero si los cubanos no hubiésemos de partir, siendo prácticamente expulsados de la Isla, en busca de tierras menos estériles: estos veinte gritos de rabia contra la revolución serían alabanzas a la tierra y (no habría que morir de cara) al sol; Héctor no fuera un héroe trágico y su falla nunca hubiera sido irse de su Patria, la misma Patria que hasta su muerte le culpó de apátrida; la canción anarkizada de Ibis sonaría, quizá, con la soltura y el carisma de la mejor Celia Cruz; y, en definitiva, yo no tendría que soportar una extraña sacudida de aprensión mientras escribo esta crónica de una muerte NO anunciada.
Roger Fariñas Montano (Sancti Spíritus, 1989) es un joven crítico, dramaturgo y director escénico cubano que ha trabajado como asesor dramático y asistente de dirección en Argos Teatro, Cabotín, Pálpito, Agón y Los Impertinentes, de Cuba, y La Belloch, de España. Se ha formado con importantes dramaturgos como Juan Mayorga, Josep Maria Miró, Abel González Melo y Carlos Celdrán. Ha escrito los textos dramáticos Morbo, Tragedia de una mujer estéril, Víktor y Colapso, y la obra de muñecos para niños Titiritísta. Artículos suyos aparecen en diferentes publicaciones especializadas de Cuba, España y Estados Unidos.
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Pobre muchacho, los cubanos tienen que aprender a cuidarse y a veces a descubanizarse, en ello les va la vida, no se si me hago entender. EPD y dios o tenga en su gloria