Por Zoé Valdés/El Debate.
Hace mucho, allá por los ochenta, una noche de primavera me fui a uno de los cines de ensayo más conocidos de París, a ver una película de la que todo el mundo hablaba, un documental titulado Paris is burning (1980), cuyo tema era el drama de los homosexuales en Estados Unidos, que por otra parte yo conocía mal; pero que, al punto, pasada media hora de la cinta, advertí que el drama no llegaba a la tragedia vivida por los homosexuales en Cuba, perseguidos, encerrados y aniquilados en campos de concentración, y ejecutados por el castrocomunismo. El documental tiene buena factura, todavía se puede ver en Netflix.
El caso es que el título sí se me quedó rondando en la cabeza todos estos años, es sin duda lo mejor del filme, ese título incendiario. Sin embargo, el documental no transcendió en mí como sí de otra forma lo hicieron diversas películas de la época más o menos con el mismo tema.
Al salir del cine, el Saint-André des Arts, en la calle del mismo nombre, me dirigí a una librería nocturna, situada en la esquina, allí, entre unos estantes, me tropecé con el siempre despeinado Emil M. Cioran, que hojeaba un libro.
Todavía no sabía que era Cioran hasta que el librero (oh, maravilla de los libreros de antes) me hizo señas para que acudiera a él, y al oído me susurró que aquel hombre de cabeza hermosa era el filósofo de las frases cortas, de los silogismos, y del pesimismo…
A mí aquello del pesimismo me hechizó, iba ya a acercarme a Cioran, con la timidez y el desgano de mis veintitantos años a cuestas, pero al instante me dije que debía primero comprar uno de sus libros. Busqué, rebusqué, y en las mesas de novedades hallé uno recién editado. Fui a la caja, pagué, y en ese momento me entró un miedo tan terrible de que el filósofo me preguntara cualquier cosa que yo ignorara y no supiera responder, que entonces corrí hacia la puerta de salida y me perdí entre los transeúntes con el libro entre las manos.
Silogismos de la amargura me cambió la vida para siempre, no sólo me convirtió en una ferviente lectora de Cioran, sino que además me introdujo en la manía de escribir oraciones extrañas, cada vez más raras y breves. Después de esa primera cita sin serlo y sin producirse verdaderamente, empecé a toparme con el filósofo en todas partes, y casi siempre huía. Pero tenía la dicha, y ahora no saben cuánto lo aprecio, de fugarme y de perderme en una ciudad de la que sólo emanaba arte, elegancia, con sus galerías, museos, monumentos y drugstores (el de Saint-Germain y el de Champs-Elysées) abiertos toda la noche donde se podía comer, beber, comprar libros, revistas, y gozar de bastantes otras rarezas…
Terrible y hermoso texto. Lamentablemente, ya París no es siempre una fiesta…
Grandioso…
Gracias.