Por: Ángel Velázquez Callejas
¿Cuál es el significado Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, para la democracia en la actualidad? El mundo cambia, ¿en qué dirección nos movemos? Las masas tienen un anhelo de autocracia, quieren un pico homogéneo, masivo. Entre las sociedades democráticas de hoy, hay alrededor de media docena que se están desarrollando hacia una autocracia homogénea. Polonia, Hungría, podría haber llegado tan lejos en Austria. También había tendencias a una auto-abolición de la democracia. Mira a Turquía. Cuanto más tiempo piensas en ello, más completa es la lista.
Desde luego, hay una incomodidad en la democracia, porque es una forma muy engorrosa, muy opaca, muy compleja de dar forma a los asuntos públicos. El anhelo de simplificación va por el camino de la personificación. Y la personificación se llama autocracia política o regreso a estructuras autocráticas.
En la democracia, el ejercicio del poder por decreto solo es posible en las crisis políticas. Pero Trump invierte la relación. Él desencadena la crisis reinando a través de decretos, en lugar de esperar a que ocurra una situación de emergencia en la que la emisión de decretos sería el medio apropiado.
El factor descontrol ha aumentado dramáticamente con la entrada de Trump, y todos están de acuerdo. Pero hay en el grupo de observadores aquellos que están de acuerdo con esto y el anhelo de más sorpresa, más entretenimiento. Y otro grupo que se preocupa porque consideran que la construcción del mundo es muy frágil, por lo que los disturbios adicionales no son bienvenidos.
Hasta ahora, ha habido jefes en la democracia que formaban parte del sistema político, es decir, que ni eran expertos ni extranjeros. En otras partes del mundo, personas extrañas de los espectáculos y los negocios de bienes raíces llegan como transfronterizos y logran instituir partidos tradicionales que dan lugar a grandes presidentes. Después de este tipo de piratería política, ha entrado un nuevo estado de cosas, que podríamos llamar: diletantismo sin fronteras.
Ahora tenemos el extraño espectáculo: un empresario de la que ni siquiera sabe muy bien si él no es un bien camuflado en quiebra. El negocio de la política lo ha secuestrado, como aficionado, como laico. Trump no sabe lo que es un Estado. Vive como un extraño en la Casa Blanca. Ha convertido al público político en una especie de estadio donde se está ejecutando el programa Trump.
La primera suposición de que hay una mezcla de política y entretenimiento en Trump es, sin duda, correcta, pero la segunda presunción de que uno debe ser tranquilizado probablemente no es correcta. La expresión más común con respecto a Donald Trump es la interrupción, que puede significar tanto como interrupción o ruptura creativa. Pero el término interrupción es lo que otros llaman una catástrofe que tomará el carácter de una reacción en cadena.
Es fácil imaginar que Trump va en contra de las voces desacreditadas de sus asesores de seguridad y está utilizando un arma estratégica, que es en su temperamento. No lo hará contra Rusia, porque la capacidad de retribución es demasiado grande allí. Pero podría hacer algún daño en Afganistán, Pakistán, Irán ordenando ataques militares. Y otra vez, sobre los decretos improvisados, que presumiblemente definirán su estilo de gobierno por el momento. Y luego, inevitablemente, las respuestas de reacción en cadena provienen de los terceros y cuartos lados. Porque si se habla este dialecto de la fuerza militar, otros hablan, en el mismo idioma.
Trump es un oligarca clásico que cree en el gobierno de unos pocos o incluso una sola persona, como Luis XIV, que acuñó la frase El Estado soy yo. Trump ahora dice: Yo soy el pueblo. Y al decir esto, los medios de comunicación, los periódicos, que están en su contra, son enemigos del pueblo. Uno puede ser el enemigo de la nación por estar contra una sola persona. Todo el aparato parlamentario es manifiestamente muy molesto para él. Tendría poco que ver con esto. Quiere estar con los jueces. Él está luchando abiertamente contra ellos. En resumen: soñaba con una regulación absoluta del ejecutivo. La gobierna al estilo decreto.
Una cultura política que presenta claramente insuficiencia de inmunidad social, necesita restablecer los valores constitucionales en la que fue fundada. El “orgullo ciudadano” (no es lozanía) frente a cualquier cuerpo político parece haber dejado de funcionar. Los mecanismos de autorregulación políticos fallan ante un Estado que intenta inmovilizar las fuerzas ciudadanas con propuestas de proyectos de asistencias socialdemócratas y una política fiscal atroz. Hoy, en Estados Unidos el Partido Republicano ni podría desactivar ni cortar el nudo gordiano que ata a las fuerzas ciudadanas maniatadas de la dependencia estatista demócrata si no acude con urgencia a la elaboración de métodos para la movilización y activación del orgullo ciudadano, aquella presunción que prevaleció durante los días fundacionales como forma de vida We the people. En líneas generales, el trumpismo, cuya fuerza ha sido etiquetada de populista y fascista, pudiera estar obedeciendo al intento político de recuperación del orgullo del ciudadano americano.
Claro, el déficit implantado por un hobbeanismo constitucionalista, mediante el cual se va ocultado una cultura política de la resignación ciudadana con respecto al Estado, viene echando cimientos desde hace rato. Me refiero al ocultamiento de la gran cultura política del don americano que fructificó deliberadamente y con identidad propia a finales del siglo XIX. En este sentido, ¿qué cosa estaría proporcionando políticamente Trump que va molestando a sus detractores? Dijo Hobbes en el Levitan que el contrato sin la espada son meras palabras. En realidad, atemorizar la vecindad con meras palabras es crear un enemigo fantasma común basado en el remordimiento, la envidia, y el resquemor veteroconservador. ¿De dónde proviene la rabia contra Trump? De una fórmula de poseer que intenta procrear interrupciones. Las fábricas que se fueron a la China volverían con el fin de dar y participar del nuevo orden ciudadano.
Desde luego, aquí tendríamos que vérnoslas con un acto de la acción comunicativa de parte de los anti-trumpistas que no tiene reparos. Acto que no oferta otra cosa que “café con leche sin azúcar”. Una acción simbólica ataca a partir del discurso arribista. ¿Qué daría Trump que no pueden dar los adversarios? O para decirlo en la jerga del discurso político correcto, ¿qué participación tendría Trump en medio de la relación Estado/ciudadanía? Una ética de la correspondencia e intercambio con la vecindad pudiera estar construyéndose de nuevo. En este caso los adversarios de Trump se parecerían más a los viejos absolutistas de la monarquía española, que degustaban la recaudación y la imposición, que de los filántropos norteamericanos aparecidos de los siglos XIX y XX.
El trumpismo parece apostar por el renacimiento del orgullo ciudadano. De modo que revitalizar la democracia conllevaría una efectiva y necesaria movilización de la ciudadanía. No podría lograse una reforma democrática sin movilizar a sus conciudadanos. Una sociedad como la norteamericana, cada vez más escépticas en lo que a democracia se refiere, dominada por la inercia a la que se constriñe, tiene por lógica y sentido común chocar con la movilización ciudadana. No hay nada extraño, por ende, en lo que está haciendo Trump. Hubo de hacerse también en los días de la Constitución, durante las reformas políticas que pusieron fin a la Guerra de Secesión, en los días postreros a la Segunda Guerra Mundial y en torno a las revueltas ciudadanas que condujeron al logro de los derechos civiles en la década del 60.
Cada vez que políticos y politólogos reflexionan sobre el caso Trump no dejan de mirar fijo ante el fenómeno de una presunta decadencia en el arte de la política norteamericana, arguyendo que se trata de un giro mordaz desde la «república constitucional» (lo políticamente correcto) hacia el estado mediático (lo políticamente incorrecto) en cuyo epicentro out-político apareció de la nada la teatralidad de un bufón. Lo cierto prevalece en escena, más allá de cualquier análisis político que se realizase sobre esta realidad, concuerda con la virtual posibilidad de una aversión destacada contra el presunto candidato del partido republicano generada quizá por una vendetta política de parte de miembros y representantes del propio partido republicano. No hay que minimizar el hecho, profundamente sugestivo, de la forma en que Trump destronó en forma de juego ajedrecista electoral durante las primarias a tres contrincantes, piezas claves del favoritismo del ala conservadora de la política republicana: un caballo, una torre y un alfil. Dos de las tres piezas claves del tablero norteamericano, estarán presentes en la convención republicana.
Pueda que, de esa fuente pasional, del juego patriarcal surgiese lo que estamos viendo ahora en la retórica del discurso anti-Trump, proclive a transparentar sobre las líneas de los argumentos tres aspectos del erotismo político que estarían poniendo en peligro la integridad de la supuesta «forma de vida de la democracia moderna». El trumpismo representaría, para los voceros del «constitucionalismo y conservadurismo» constructivista democrático y republicano, el discurso estereotipado y manipulador, de viejo cuño, basado en el autoritarismo, la demagogia y en la acometividad del líder proclamado en el espíritu del neo evangelismo mesiánico. Estos reproches tienden, por la naturaleza política, a convertirse en verdades aun cuando no definan con entero aciertos las características esenciales del proceso que atenta con despolitizar a la democracia en Estados Unidos. ¿Qué ha sucedido entonces, hablando políticamente correcto? Los constructivistas no se percatan que la democracia, basado en el erotismo posesional, ha estado sediento espacio a favor de tareas praxis/abstractas del Estado.
Lo que parece impúdico y hasta apocado contra el discurso de Trump es la falta de seriedad teórica con los detractores presentan los argumentos en el espacio público. De ex profeso, la contrapartida trumpista dan por sentada que la “democracia” funge como una designación política existente y, por supuesto, acabada e instaurada definitivamente, cuando según la dinámica que la representa y la caracteriza en sí misma demuestra que constituye un proceso en formando con el tiempo. La democracia sería, atendiendo a un concepto de la escuela de Annales, el fenómeno de más longue durée. Duración que no tendría final hasta ahora según van marchado las cosas.
En este sentido, regresar la mirada al pasado nos proveería de la respuesta a los problemas actuales: la contrapartida trumpista ha dejado de observar que, en medio de la manipulación, la retórica sigue viejos preceptos de la lucha política e ideológica del siglo XIX. No por gusto a Trump se le tacha de fascista y de comunista. Ante la convención republicana, sigue predominante la mentalidad del antiguo esquema que define la guerra política entre liberalismo y socialismo.
Es posible que se definan otras cosas: pero he necesario llamar a la comunidad para juntos cambiar el viejo estilo de lucha semántica, que hasta ahora ha segregado al ciudadano de los correspondientes intereses políticos con relación al Estado, cuestión esta que cuesta caro y pone en peligro muchos intereses establecidos. Surge la pregunta: ¿puede el ciudadano participar voluntariamente en la vida pública partiendo del solo hecho de pertenecer teóricamente al mandato de la constitución? Resultaría difícil decir no. Pero, aun así, resulta difícil decir si, porque lo más probable sea que el convencionalismo constitucional domine la esfera política por encima de los poderes ciudadanos. Desde cuándo el Estado perdió comunicación directa con la ciudadanía, es un fenómeno a flor de piel que reclama una investigación cuidadosa. Es la pregunta que no se formulan los partidarios del conservadurismo constitucional.
De preguntarse podrían toparse con el hecho, visiblemente estructurado, con un proceso político pos-democrático y pos-republicano: el pueblo norteamericano ha sido reducido a una democracia temporal, limitada a ejercer el derecho al voto. La democracia norteamericana se ha ido reduciendo a un fenómeno electoral, y dejando de participar en el espacio público como un ente constitucional.
Ángel Velázquez Callejas es historiador, escritor, presidente de Ego de Kaska Foundation.