Relato Social

Subasta de sueños (Fragmento) -Emelina, Gustavo y el Período Especial-

Por Manuel C. Díaz.

 

Emelina era una campesina oriental de ademanes bruscos y frases contundentes con la que Gustavo se había casado en 1959 cuando bajó de la Sierra Maestra. La había conocido en Mayarí, unos meses antes de alzarse en armas contra el gobierno de Fulgencio Batista cuando ella era apenas una guajirita voluntariosa que bajaba a la ciudad desde las lomas de Río Frío, una vez a la semana, cabalgando en la mulita de su padre.

Ya desde ese entonces era una joven terca y obstinada a la que Gustavo nunca pudo dominar. Ni aun después de casados logró que dejara de decir obscenidades al discutir. Tenía el genio de su padre, un canario que había llegado a Cuba con el carácter templado por las penurias que pasó en Tenerife y creyendo que la vida no era más que trabajo y sacrificio.

Cuando en 1965 ascendieron a Gustavo a capitán, ella le había dicho: “Tú serás muy jefe allá en ese cuartel de mierda, pero aquí en la casa no eres otra cosa que mi marido”.

Tenía el pecho hundido por sus ahogos de asmática, unos senos fláccidos que acentuaban la hendidura del diafragma y la piel envenenada por un rencor permanente que le endurecía el alma. Con las dificultades de los últimos años su ordinariez original se había convertido en una hostilidad verbal y física que, en más de una ocasión, le había acarreado problemas con las autoridades. En La Habana ya escaseaba la comida, y en las colas donde repartían las raciones diarias, Emelina se fajaba con sus vecinos, ofendía al bodeguero de turno y gritaba su descontento con el gobierno.

Cuando alguien le recordaba que ella era la mujer de un héroe de la Revolución, respondía indignada: “El día que yo pueda hacer un potaje con sus medallas me afilio al Partido”. Y añadía: “Pero mientras tanto se pueden ir todos pa’l carajo”.

Una tarde, mientras Emelina trajinaba en la cocina, Gustavo abrió el refrigerador y lo único que vio fue una cazuela con arroz del día anterior, una botella de sofrito hecho con tomate, media lechuga y tres plátanos maduros. Rebuscó con la vista esperando encontrar algún pomo de yogurt, pero no había ninguno. Por un instante pensó preguntarle a Emelina dónde estaban los cuatro pomos que correspondían a ese mes, pero enseguida se arrepintió de hacerlo.

El sistema de distribución de alimentos se había complicado tanto, que había desistido de entenderlo desde hacía ya mucho tiempo. “Entonces, ¿hoy no tocan los yogures, aunque lleguen a nuestra bodega?”, le había preguntado a Emelina en una ocasión. “No, porque estos son de la primera vuelta”. “¿Y en qué vuelta nos tocan a nosotros?”. “En la primera, pero de la segunda quincena; estos son de primera vuelta, primera quincena”. “¿Y en qué quincena estamos?”. “En la segunda, pero estos son de la segunda de los mayores de sesenta y cinco años”.

Gustavo recordó aquella larga explicación y prefirió pensar que no había yogur en el refrigerador porque no habían llegado a la bodega.

Entonces se volteó, vio a Emelina preparando el café y sintiendo un súbito arranque de amor viejo la recordó resplandeciente el día de su boda, vestida de blanco como ella había querido.

Enternecido por los recuerdos, a Gustavo se le ocurrió decir:

-Vieja, ya escampó. Vamos a tomar el café en el balcón.

-Tu tómate el tuyo donde te dé la gana- dijo Emelina mientras seguía trajinando con la cafetera-. Yo no quiero salir más a ese balcón embrujado. Hay unos pájaros negros que yo no sé de dónde han salido.

Gustavo ocultó su turbación por el desplante y dijo:

-Deben ser los pájaros del puerto huyéndole a la lluvia.

– ¡Ah, sí, claro! ¡Cómo fue que no me di cuenta! Construyeron los nidos por la mañana y empollaron sus pichones al mediodía.

-Quizás hace días que andan por aquí.

– ¡Por Dios, Gustavo! ¡Es primera vez que esos pájaros se ven por aquí!

Hizo una pausa, se llevó un índice a los labios para comandar silencio, aguzó el oído y dijo:

– ¿Y qué me dices de las campanas de la catedral que se sienten como si las estuvieran tocando en los bajos del edificio?

Emelina cerró los ojos, se estremeció con un movimiento de los hombros como si tuviera escalofríos, resopló como un espiritista en trance y dijo:

-Esta ciudad está maldita, Gustavo. Aquí va a pasar algo muy grande.

-Has estado hablando otra vez con ese santero amigo tuyo.

-Yo no tengo que hablar con nadie. Yo lo siento aquí adentro.

Se señaló el corazón con la yema de los dedos, y como si un conocimiento sobrenatural le permitiera ver la realidad desde otra dimensión, sentenció:

– ¡Esto va a explotar por algún lado!

Los ojos de Emelina estaban fijos en la cafetera y Gustavo reconoció en su mirada la misma determinación de siempre. Tenía el aspecto decaído, pero en la convicción de sus palabras y gestos, podía verse que todavía era la misma guajira terca de cuarenta años atrás.

-Yo te lo vengo diciendo hace rato y tú no quieres hacerme caso. Ya yo estoy cansada, Gustavo. Ya yo no doy más.

Subió la candela en la hornilla y siguió diciendo:

– ¿Tú crees que fue fácil criar a Manuel sin ti? No, no fue fácil. ¡Cómo iba a ser fácil si cuando no estabas en campaña a mil leguas de aquí, estabas en reuniones en la base o jodiendo con alguna piruja por ahí!

Las llamas eran azules y el fondo de la cafetera estaba al rojo vivo. Emelina continuó en un tono que parecía una queja pero que, en realidad, era un implacable reproche.

– ¡Coño, si todavía los huesos de Manuel estaban al sol en aquella selva de negros salvajes y ya tú estabas otra vez en tus andanzas! Y yo aquí sola: sin amor, sin consuelo, sin apoyo, sin nada.

Hizo una pausa, sus ojos enrojecidos la hacían lucir como si fuera a llorar. La cafetera estaba a punto de estallar. Cuando volvió a hablar, su voz ya sonaba desgarrada por la cólera.

– ¿Tú crees que ha sido fácil? Pues para que te enteres, no lo ha sido. ¡Si es que hasta hambre estamos pasando, coño! ¿Y tú qué haces? ¡Nada! En lugar de revirarte y protestar, lo que haces es tratar de justificarlo todo. ¡Despierta, Gustavo! Este viejo loco nos va a matar a todos. A él no le importa nada ni nadie. No le importa el pueblo, ni le importan ustedes los veteranos.

Hizo otra pausa y de repente pareció descubrir una verdad desconocida. Se viró hacia Gustavo y sentenció:

-Esta revolución de mierda es eso: ¡una mierda!

Gustavo sintió el aroma del café hirviendo en la cafetera, vio la capa temblar por el vapor, las gotitas evaporándose sobre la calamina, pero lo único que atinó a decir fue:

-Esto es solo el período especial. Ya estamos saliendo de lo peor.

Eso era lo último que Emelina necesitaba oír. Sintió un torrente de sangre subirle por las venas y gritó:

– ¡Pero, me cago en Dios! ¡Qué periodo especial, ni que carajo! Hace siglos que nos están prometiendo el paraíso y lo que estamos es hundiéndonos cada día más en el infierno.

En ese momento la cafetera explotó, la tapa salió despedida hacia el techo y el café hirviendo se desparramó en la cocina y sobre Emelina, pero ella no lo sintió porque ya se había lanzado en un agónico libreto de preguntas y respuestas, gritos y vulgaridades.

– ¡Ya yo no tengo edad para esperar por el paraíso, Gustavo! ¿Dime qué ha sido mi vida? No, no, no, que ha sido mi vida, no. Mejor es decir: ¿qué es mi vida? ¡Una mierda! Si es que no tengo vida, coño. Esto no es vida, Gustavo. Sucia, mal vestida, muerta de hambre y con unos dientes postizos que se me caen a cada momento. Sin marido, porque contigo es como si no lo tuviera. Sin hijos, sin nietos, sin futuro, sin esperanza. ¿Qué tengo, Gustavo? ¡Nada! ¿Qué tenemos? ¡Ni cojones!

Al gritar esto último, Emelina se detuvo. Le faltaba el aire y por un momento pensó que estaba a punto de sufrir un ataque de asma. Se pasó la mano por la cara para desviar las gotas de café que le corrían desde el pelo y con el remanente de rabia que le quedaba, dijo:

– ¡Me cago en diez, Gustavo! ¿Cómo es que tú no puedes darte cuenta de esto? ¿Cómo es que todavía sigues pensando en el socialismo y hablando de los logros de la revolución?

Gustavo no contestó, pero Emelina no necesitó su respuesta para poder concluir como lo hizo:

-¡Qué logros, coño! ¡Si no tenemos papel ni para limpiarnos el culo!

 

(Fragmento de novela).

 

Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.

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