Por Ulises F. Prieto.
En verano todas las ciudades se parecen. Los mediodías son como sarcasmos. La ciudad se muestra alegre precisamente cuando más castiga con el sol. La calle Arenal aún no era peatonal, y él intentaba la acera de la sombra. Iba desde la Puerta del Sol hacia la Plaza de Isabel II para tomar el metro en la estación de Ópera. El clima de Madrid es seco y casi nunca se suda. De niño en La Habana, la madre de un amigo de la infancia cuando lo veía sudado en la calle le decía que estaba insultado. Nunca antes ni después escuchó aquella acepción para el verbo insultar. En España al calor sofocante le llaman bochorno y al sol punzante y nítido le llaman sol de justicia.
Miró los vitrales de los negocios con envidia del aire acondicionado de dentro. Su reflejo en medio de la muchedumbre también era solitario. El andar era inseguro hasta parecer infantil. De hecho se encorvaba para tener menor estatura. La intención de la sonrisa era apaciguadora. Era el reflejo de una persona que intentaba mostrarse compasiva. Sin embargo los amigos se le alejaban, según ellos por su arrogancia. Él sabía que no era arrogante. Era una persona llena de dudas y no temía exponerlas. Tenía muy pocas certezas pero esas eran precisamente las que molestaban.
Aunque mi personaje no había sido publicado en ninguna parte, sus amigos sabían que era escritor. Ellos no querían que sus mezquindades se convirtieran en temas de sus narraciones y que pudieran leerse en cualquier momento de la historia; incluso más allá de sus vidas, cuando ya no pudieran defenderse o vengarse. Lo que pasaba realmente es que intentaban espantar la atención de él sobre ellos. De todos modos mi personaje siempre pareció una persona solitaria, incluso antes de escribir. Nadie sabe si había empezado a escribir por soledad o era que por escribir se había quedado solo.
En la boca de la estación del metro vio emerger un rostro conocido. No sabía si podía clasificarlo de amigo pero sí le guardaba aprecio. Obviamente se alegró de verlo. Le sorprendió que él no reaccionara. Era como si no lo hubiera reconocido.
– ¿Eres cubano?- le espetó cuando estuvo suficientemente cerca.
– Sí.
– ¿De Santa Clara?
– Sí.
Ahora en la conversación le empezaba a ver cierta diferencia. Era mucho más serio y tal vez tenía más cicatrices de acné.
– ¿No te acuerdas de mí?- Preguntó con reticencias.
– No.
– Estuvimos en la misma aula en el último año del bachillerato. Me sentaba a tu lado.
– ¿Eres de La Habana?
– Sí.
– Ese no soy yo. Es mi hermano gemelo.
– Ya me extrañaba tanta frialdad. Le perdí la pista a tu hermano cuando se fue a la Universidad de Oriente a estudiar. ¿Qué ha sido de él?
– Bien. Terminó la carrera de matemáticas y consiguió trabajo bastante pronto.
– ¿En Cuba?
– Sí, en Santa Clara, que es de donde somos.
– Tengo otro amigo que estuvo estudiando matemáticas en la Universidad de Oriente. Se llama Castor Álvarez. Lo expulsaron de la Universidad. Ahora es sacerdote. ¿Lo conoces?
Ambos enrojecieron. A pesar del calor la respiración se volvió más intranquila. Cualquier silencio bajo un sol de cuarenta grados centígrados parece infinito.
– Sí.- Casi fue un susurro.- ¿Tú lo conoces?
– Es mi amigo.
– ¿Y sabes lo que pasó?
– No en detalles. Nos hemos visto en muy pocas ocasiones desde entonces. Cada vez que le pregunto sobre el asunto se escapa con sus bromas. Es una persona muy religiosa y siempre intenta evitar los temas donde tiene que hablar mal de la gente. Creo que lo que pasó fue que él estaba en medio de uno de esos aquelarres que preparan para sacar a una persona de la Universidad, y entonces le preguntaron su opinión. Obviamente él estaba en desacuerdo. La mayoría de la gente hubiera mentido y habría dicho lo que se esperaba escuchar. Es decir, colaborar con el aquelarre. Lo que pasa es que Castor por su religión no puede mentir. Enseguida el aquelarre se viró contra él, y terminaron expulsándolo a él también. Conozco a Castor y sé que es amable y muy cariñoso. Así que estoy seguro de que casi todos los que votaron para que lo expulsaran, días antes habrían recibido su sonrisa y abrazo. Abraza a todo el mundo todos los días varias veces.
– Pero es que hicieron una reunión de la Juventud donde nos dijeron que no podían permitirse personas como él, tan afiliadas a la Iglesia.
– ¿Tú estabas ahí?
No sudaban pero las frentes brillaban. Las pupilas se habían dilatado, y la luz les molestaba aún más.
– Sí. – La sed dificultaba las palabras.
– ¿Y tu hermano también votó?
– Es que es lo que se hace.
– ¿Pero sólo votaron o también hablaron?
– Creo que no actuamos demasiado bien.
El calor era insultante. Mi personaje se dio cuenta de que aquel hombre reclamaba alguna especie de perdón o comprensión, y se atrevió a dar una disculpa en nombre de Castor, sólo para ser diplomático.
– Desde niños tenemos reuniones para chivatear, vamos creciendo como si eso fuera normal, y nos lo vamos tolerando. Tú me chivateas, yo te chivateo, y a la salida de la reunión seguimos haciendo bromas como si fuéramos amigos. Es una especie de pacto, pero llega el momento en que esa actitud se convierte en algo grave. Entonces ya no tenemos reflejos para negarnos.
– En un momento pensé que no debía hacerlo, pero si yo no terminaba la carrera no tenía nada que hacer, en cambio Castor sí podría estudiar para cura.
– Tal vez el problema es del sistema. Eras muy joven. Es como darle un arma a un niño.
– Pero hay gente que todavía sigue haciendo esas cosas.
El Sol no permitió más confesiones ni atrevidas disculpas, y se despidieron. Mi personaje creyó por un momento que aquel otro personaje había aprendido la lección, y estaría arrepentido para toda su vida. Luego vio cómo huía de un sol de justicia y se incorporaba a la acera de la sombra. Si pudiera hablar con mi personaje le diría que ese otro que se escapaba no había cambiado nada. En poco tiempo iba a hablar peor de los cubanos de Miami que de los Castros. Durante la Guerra del Golfo diría las peores cosas sobre los Estados Unidos, pero en cuanto España se arruinara iría a pedir asilo político en los Estados Unidos, como víctima del régimen castrista. Se burlaría de los que denunciaran el fraude electoral de noviembre del año 2020, tratándolos de locos. Cuando alguien dijera alguna verdad que lo aludiera indirectamente por sus incoherencias o cobardías, saltaría con insultos para acallarlo. Sin embargo mi personaje le había brindado alivio y justificación para su culpa. Lo más triste es que si volviera a encontrárselo otra vez, mi personaje haría lo mismo. Volvería a tratarlo con amabilidad. Las personas pueden cambiar de opinión pero nunca cambian de carácter. Mi personaje se adentró en el metro. De la boca salía un viento ligero, que no era brisa, sino aliento de dragón. Dentro había bochorno.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor. Jefe de Redacción de ZoePost.
Pingback: Sol de justicia – – Zoé Valdés
Magistral.
¡Maravilloso!
Gracias
Bien escrito y descrito.
Fuerte el abrazo.
Buen trabajo literario, pero ese ultimo parrafo, me ha encantado.
Wow!
Muchas gracias. Me alegra mucho que les haya gustado