Por Gloria Chávez Vásquez.
¿Cuál es la manera más ridícula de morir?
No bien acababan de presentarnos cuando Silverio hizo esa pregunta. Y mientras mis amigas y yo nos devanábamos los sesos tratando de imaginar una, (que si de un tropiezo, que si de algo que le cayera a uno de improviso en la cabeza, que si atragantándose con una semilla de mamoncillo etc.) Silverio contestó triunfante su propia pregunta:
–¡Sofocado por la cola de un gato!– Le acaba de ocurrir a un tipo cuyo gato angora dormía con él y accidentalmente, o no, le tapó los orificios de la nariz, y con ello selló para siempre su vida.
A falta de argumentos, estudié su cuerpo, nutrido de vellos, bien formado y estilizado, como el de los bailarines o el de los toreros. Su cabeza esculpida artísticamente, su cabello de un negro tan organizado que no tenía necesidad de peinarse; sus patillas le daban un cierto aire napoleónico. En su madurez prematura, Silverio comunicaba una seguridad inexplicable. No había acabado de graduarse del bachillerato, pero ya le colaboraba a su padre, un importador de recursos de la selva colombiana, en su finca maderera en la montaña.
A partir de entonces, más consciente de su existencia, pude verlo a diario, camino del colegio, o de regreso a su casa los fines de semana, vestido con camisa de leñador, una chaqueta y botas de constructor. Fumaba en pipa y le gustaba reunirse con un par de sus amigos en un barcito local, cerca del parque, donde tomaban cerveza y escuchaban a los Trovadores del Cuyo.
Su disco favorito, sin embargo, era Rock Around the clock de Bill Hayley y sus Cometas. Compartía su colección de novelas conmigo: Dr Zhivago, La hora 25, la biografía de Oscar Wilde, que me recomendaba leer como misión. Eran libros de tercera, comprados a revendedores, casi todos descuadernados, y que yo reparaba para devolvérselos como nuevos.
Me gustaba ir a su casa, estar en su habitación, que tenía adornada con un nido de oropéndola a manera de lampara central, una piel de jabalí cazada en el Amazonas.
Aquella noche comentamos la nota que su profesor de literatura le había dado por su cuento sobre el destino de una monja. La evaluación, debajo de la A que le había estampado en rojo, decía que el cuento estaba bien escrito pero la idea era muy pesimista.
–¿Tú crees que no es muy realista? –dijo después de que terminé de leer su cuento.
–¿No dicen que la realidad supera la ficción? o es al revés? ¿En qué o en quién te inspiraste? –le pregunté, tratando de adivinar si la historia era cierta.
–No sé. Debo haberlo escuchado o leído por ahí y se me quedó en el subconsciente. Se que es una muerte rara, pero posible. Igual que la motivación de la muchacha para meterse a monja. La gente cree que una joven se mete en el convento huyéndole al abuso en su casa, o porque quiere evadir el matrimonio, o porque está frustrada. Ahora, que ir en busca de Cristo como el ser amado…. Es como muy utópico, pero…
–¿Pero? –lo animé a seguir.
–Es difícil encontrar el amor real en un ser imaginario.
–Es más factible que encuentre el amor en un ser humano. –Estábamos de acuerdo.
–¿Pero, en el convento? Su única opción es el jardinero, el sacristán o el cura…
–Si el amor la sorprende desprevenida…
–¿La sorprende realmente? ¿No estaría confundida? – Yo misma lo estaba.
–Se sobreentiende que, si lo encontró, es porque lo buscaba o lo necesitaba.
–Bueno, suponiendo que así sea… ¿es posible encontrar el tiempo y el espacio para materializar esa relación? – No me resultaba claro.
–¡Como ayudante del cura en los preparativos litúrgicos! –Sugirió Silverio.
–¿Y el sacerdote, con la flexibilidad de sus horarios…pero, ¿dónde?
–¿En el pequeño cuarto de la capilla?
–¿Por cuánto tiempo?
–No por mucho…unas semanas, unos meses. Lo cierto es que ella se obsesiona. –Justificó mi amigo.
–¡Era demasiado joven! – ¿Y qué tanto? Hice cuentas.
–Con mayor razón. Le faltaba madurez para considerar las consecuencias.
–Pero según tú, el sacerdote realmente la quería o era solo …
–¿Lujuria? No necesariamente. Se sentía querido, admirado, y por una monja, eso era más erótico, pero, no quería cometer el error de…
–Embarazarla.
–Cierto.
–Pero, y ese terremoto tan … tan a tiempo…tan mandado por Dios, ¡como en una furia bíblica!
–Es de esas coincidencias de la vida…Dios es como un espíritu burlón.
–En tu literatura tal vez.
–¡No! Cuando de terminar la vida de alguien se trata…
–¿Pero, que le cayera una enorme campana encima y la atrapara como una copa a una mosca… es un poco cruel, ¿no te parece? ¡Eso no se le ocurrió ni a Víctor Hugo!
–El cura trata de salvarla porque se da cuenta de que estaba enamorado de ella.
Miré a Silverio con suma expectativa.
–Mi próximo cuento… es sobre el encuentro callejero de este chico con esta quinceañera a la que ha visto antes tan solo una vez, en una fiesta. Ella lo reconoce a pesar de que el regresaba sucio y cansado, después de un largo día de trabajo en la finca. Y sin embargo ella, impecablemente vestida, hermosa, virginal, le tiende la mano y ¡sorpresa! pronuncia su nombre…
¿Silverio?
Si. Y a mí se me había olvidado su nombre. ¿No es esa una tragedia?
Gloria Chávez Vásquez escritora, periodista y educadora reside en Estados Unidos.
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