Por Oliet Rodríguez Moreno.
Tenía apenas diez años y ese viernes rompía otra vez la tradición de acostarme tarde porque al siguiente día no había escuela. No sería un sábado de jugar pelota en la calle, ni a los escondidos con mis amigos y mucho menos de mataperreo aburrido. Mi abuelo me venía a buscar y dormirme era la mejor manera de acercar ese momento. No exagero si reconozco que entre nosotros existía una relación especial más allá del natural amor entre un abuelo y su nieto. Cuando me hablaba entraba en su alma, vivía sus cuentos como míos y me entristecían las penas que no contaba. Nunca me decía a donde íbamos y me gustaba la sorpresa. Con él a mi lado el día sería distinto y no me importaba volver a cruzar la bahía de La Habana en la lanchita para ver al Cristo, comerme una pizzeta en el bulevar de San Rafael antes de ver una película en el cinecito, visitar el Capitolio y más tarde tirarnos una foto a la antigua, de las que hace un fotógrafo con su cabeza escondida dentro de un trapo negro, caminar por Calos III para ir a tomarnos unas maltas en la maltera de Infanta o simplemente pasear de su mano por Belascoaín, Reina, Galiano y el Paseo del Prado antes de tomar la guagua de regreso en el Parque de la Fraternidad, donde seguro escuchaba de su boca la historia de la ceiba panamericana una vez más.
Esa mañana el viento molestaba más de lo normal, parecía como si quisiese opacar al cielo azul sin nubes y arrancar de la piel el calor de un sol de noviembre sin ganas de hacer sudar a nadie. Solo me bastó ver que la guagua se movía en dirección contraria al centro de la ciudad para entender que nos íbamos al Parque Lenin. Mi abuelo supo entonces que había descubierto adonde me llevaba y no esperó más para darme el regalo.
–Macho, mira lo que tengo aquí para ti –dijo mientras metía la mano en su jaba de tela.
La alegría que sentí cuando vi el papalote con la bandera cubana no cabía en el abrazo. Mi abuelo lo había comprado con todo, desde el final de la franja azul del medio le colgaba un rabo de telas blancas, rojas y azules y de los tres vértices del triángulo rojo sobresalían hilos que se unían en un punto que llegaba hasta un carretel inmenso de pita. Nos bajamos de la guagua y por mucho que le pedí a mi abuelo no perder tiempo para empinar al cubanito, él fue tajante, primero teníamos que comer algo en Los Galápagos. Todavía hoy dudo si ese “sírvase usted”, donde me comía unas medianoches que aún recuerdo en mis días más hambrientos, se llamaba de verdad Los Galápagos, o el Galápago de Oro y si se llamaba así, ¿qué hacían esas figuras enormes de caballos con cabezas raras en la entrada del lugar en vez de tortugas gigantescas? Ese día me daba igual el galápago, la cabeza del caballo y la medianoche, yo solo quería empinar mi cubanito.
Mi abuelo atrasó mi disfrute lo más que pudo y hoy sé que lo hizo para aumentar mi placer. Caminamos entonces hasta una explanada inmensa justo detrás del restaurante. El viento nos despeinaba y se llevaba mi risa de satisfacción hacia el cielo. Sacamos al cubanito, mi abuelo me dio el carretel y alejado unos quince metros de mí elevó el papalote por encima de su cabeza.
–Ahora –gritó y lo soltó.
En vez de dar un tirón para que el papalote se elevase fácilmente, preferí correr. Reconozco que exageré, pues no resultaba necesario correr a toda velocidad, pero ya tenía incorporada la técnica de un buen empinador de chiringa. Mientras corría le daba hilo al cubanito y este con una gracia propia de su especie subió, subió y subió. Me detuve entonces en una lomita. Mi abuelo estaba ya como a cien metros y lo saludé con la mano.
–Dale todo el hilo –dijo con las manos como bocinas.
Le soltaba el hilo y movía mi mano para hacerlo bailar. Algo de curioso o hipnótico tenía ver a una bandera cubana moverse en el cielo. Quizás porque responde a la orden que se le da con la mano o porque uno se puede abstraer de la realidad e imaginarse entonces que Cuba puede moverse y cambiar, subir, divertirse, desarrollarse y ser otra distinta a la que inmóvil sale de una jaba. Le di todo el hilo. Me quedé con el palo liso donde antes hubo un carretel de pita enrollada. El viento halaba muy duro y el cubanito bailaba, incluso a veces lo hacía sin yo mover mis manos y se impulsaba con las ráfagas. Cabeceaba mejor para la izquierda y volaba tan lejos que la estrella dentro del triángulo rojo era menos que un punto blanco. Tal vez por vagancia o para darle más independencia a mi papalote quise sentarme. Antes de hacerlo agarré el palo liso con el final del hilo, lo puse en la trabilla del pantalón y solté las manos. Creo que el cubanito lo entendió porque buscó la más fuerte de las ventoleras y tiró, tiró y tiró lo más que pudo. Hoy pienso que el cubanito quería ser libre, pero en aquel momento apenas era un niño y aquel papalote era mío. Más bien lo fue hasta el instante en que el tirón pudo más que la trabilla de mi pantalón. Demoré unos segundos en reaccionar, como si no entendiera la tragedia. El papalote antes preso saboreó su libertad y la festejó desbocado por la explanada. Aún veo al palo liso escapar a toda velocidad entre la hierba. Corrí, corrí, como si se me fuese la vida en ello, pero la distancia entre el final de mi hilo y mis piernas solo crecía, crecía y crecía hasta que no hubo nada que perseguir. Me detuve con el alma vacía. ¿Cómo puede entender un niño de diez años que algo se ha ido? Lloré, lloré desconsoladamente mi tragedia, lo había perdido, apenas lo tuve en mis manos unos minutos. Lo probé y se fue, solo quedaba llorar. Mi abuelo se acercó a paso lento y me abrazó.
–Se fue abuelo, se fue, mi cubanito ya no existe, lo perdí abuelo –dije entre sollozos.
Mi abuelo me abrazó un rato, luego se agachó y con su rostro a la altura del mío me secó las lágrimas con sus manos venosas.
–El papalote siempre regresa, de una manera o de otra siempre regresa –exclamó y con brillo en sus ojos azules sonrió.
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Ramón Unzueta (1962-2012). Pintor cubano.
Fantástico
Genial
Como siempre
Gracias por escribir❤️
Gracias por el paseo,por todos los papalotes cubanitos, por las lágrimas derramadas.
Mil gracias por la magia Oliet.
Gracias a las dos por comentar.
Maravilloso!
!Qué estupendo cuento! Un “relato dominical” de primera.
Este cuento le levanta a uno el ánimo, en medio de todo el panorama ominoso que estamos padeciendo. El “cubanito” no se fue: sigue ahí, pero LIBRE.
Genial
Qué lindo recuerdo en este relato maravilloso. Eres genial, leerte es un placer. Un abrazo y especiales gracias por este relato.