EDITO

Personas ¿Humanas?

Por Alejandro Campoy.

Ya es completamente habitual leer o escuchar la expresión “personas humanas” para referirse a nosotros y distinguirnos de las “personas no humanas” que serían los miembros de algunas especies animales hábilmente escogidas por… ¿por quién? ¿Quién son esas autoridades y esos especialistas que tienen que determinar quiénes son personas y quiénes no? ¿Son científicos? ¿Filósofos? ¿POLÍTICOS?

El debate sobre el concepto persona y sobre su aplicación a ciertos animales y en un futuro ya no muy lejano, quizás a ciertos tipos de máquinas, tiene una raíz muy clara en la Modernidad, con un punto de partida en Descartes y su mayor desarrollo durante la Ilustración. En última instancia, es un debate que procede de una intencionalidad a priori que hoy día se oculta de un modo vergonzoso, como fue el deseo de arrebatarle a la Iglesia Católica y al cristianismo en general el monopolio de todos los saberes y del saber acerca del hombre en particular.

“Persona” es un concepto que tiene su origen en el término griego prosopon, “máscara”, y que hace referencia a una identidad. La persona, por lo tanto, es “alguien”, un concepto radicalmente distinto de un “algo”. Aristóteles asocia el término al concepto de racionalidad, y hace depender el “ser persona” a la posibilidad de ser racional, propuesta asumida posteriormente por el cristianismo con Boecio, Agustín y Tomás de Aquino. El concepto clásico de persona, formulado entonces, viene definido sobre todo por dos palabras: una persona es un TODO y es un UNO.

TOTALIDAD. Una persona es un todo integral y armónico, un conjunto en el que cada una de las partes, componentes, relaciones, elementos, estructuras y funciones se integran de tal modo que ninguno de estos elementos puede pervivir ni funcionar separado del resto. Esto es muy evidente en lo orgánico: una mano o el hígado no pueden subsistir fuera del conjunto del organismo. Sucede lo mismo con todos los elementos menos materiales y más formales de la persona, como su psiquismo, su lenguaje, su racionalidad. Por lo tanto, no puede ser reducido a sus partes constitutivas ni es la simple suma de las mismas.

UNIDAD. Consecuencia lógica de lo anterior, la persona es una unidad. Sólo puede sobrevivir unida, sus elementos constituyentes no pueden mantener una vida independiente del conjunto, simplemente mueren. Pero esta unidad debe entenderse como totalidad, es decir, en todos los aspectos, por lo tanto, no sólo es una unidad en el espacio, sino también en el tiempo. Tratar de fragmentar esta unidad temporalmente es tan absurdo como tratar de fragmentarla espacialmente, no se le pueden establecer plazos, ni afirmar que hasta cierto momento del desarrollo no hay ninguna persona y desde ese cierto punto ya sí que hay persona. Esto sólo puede hacerse después de haber partido la persona en trocitos y en plazos.

Y ese es el proceso que precisamente se inicia con Descartes: el ser humano es la unión de dos sustancias diferentes, la res cogitans o alma y la res extensa o cuerpo. Esta ya no es la doctrina sobre el alma que sostenía la Iglesia Católica, que tomaba el hilemorfismo aristotélico para explicar el alma como la forma de la materia cuerpo, y que por tanto formaba con el mismo una unidad indisoluble. En cambio, Descartes permite que a partir de entonces el cuerpo pueda ser “cosificado” y pase de ser un sujeto, un “alguien”, a un objeto, un “algo”

La Revolución científica y la Ilustración, junto al positivismo del siglo XIX, harán el resto: si el ser humano puede ser cosificado, puede ser estudiado “científicamente” y puede ser descompuesto en partes. El resultado de este largo proceso es la desaparición de la persona: los seres humanos no somos “alguien”, esa foto y ese nombre que aparecen en nuestros DNI no son más que convenciones lingüísticas y gráficas, sólo somos un flujo de sensaciones en las que no hay nada en absoluto que permanezca idéntico a sí mismo de un instante a otro, por lo tanto, somos “nadie” o mejor dicho, somos lo que nos dé la gana ser en cada momento.

A partir de ahí, cualquier cosa puede ser una persona ya que en realidad nada lo es. Por esa razón se han ido buscando criterios más o menos prácticos para poder definir qué seres pueden ser considerados como personas que otros no pueden serlo: así, según Singer y los defensores de la ética práctica un chimpancé o un delfín adultos y sanos son personas mientras que alguien en coma irreversible no lo es, un enfermo de Alzheimer tampoco, ni un feto ni tal vez un recién nacido. Un Síndrome de Down puede que tampoco lo sea y otros tipos de discapacidades y disfunciones son también dudosas. Todo depende de que puedan expresar de algún modo sus legítimos intereses en busca del placer y evitación del dolor.

Como es evidente, todo esto no es más que el resultado de hacer saltar por los aires las dos premisas ineludibles para poder hablar de “persona”: la unidad y la totalidad. En la persona no hay plazos, no hay divisiones temporales en las que se es y en las que no se es; ciertamente, la persona es autoconsciencia, percepción de sí mismo como una historia, una biografía, es lenguaje, es comunicación, es relación; pero también es función y estructura, es permanencia ante el cambio y el devenir, implica un principio, la fecundación y un final, la muerte. Y es una totalidad: puede tener apagado algún órgano, estar en coma vegetativo, pero sigue ahí, sigue estando su historia sigue, no ha cesado. Todo esto hoy día es negado bajo los grotescos eufemismos y acusaciones de “sustancialismo” ontologismo” “esencialismo”, con los cuales los partidarios de la debilidad mental pretenden seguir desacreditando el antiguo y cristiano concepto de “alma”, como si no fuera harto evidente que al destruirlo hemos destruido también al ser humano, que ha pasado a ser un simple flujo de electrones en el cual, curiosamente, se da algo llamado autoconsciencia. De ahí al panteísmo de Spinoza sólo hay un saltito: entonces todo el Universo debe ser autoconsciente también, y podemos llamarle tranquilamente Dios. Pero frente a esta creencia dominante hoy, aún pervive la vieja superstición por la cual una persona sigue siendo “alguien” y Dios sigue siendo distinto del Universo, siendo ni más ni menos que su causa, su Creador.

Alejandro Campoy es español. Profesor de Historia en la Enseñanza Secundaria.

 

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