Por Ulises F. Prieto.
La primera vez que nos aproximamos al Desierto fue en un viaje a Marraquech. Luego volvimos cuando fuimos a El Paso. Sé que he hablado como si fueran el mismo Desierto, pero ciertamente no sé si lo sea. John Kennedy Tool aseguró que el Caribe y el Mediterráneo eran el mismo mar, pero yo no tengo la legitimidad que tienen los escritores para afirmar esos absolutos. Sin embargo, sí pude decir que nunca estuve en el Desierto. Seguramente no fue Russell quien formuló aquella engañifa de paradoja: “Nunca podrás penetrar en el Desierto, porque si lo hicieras ya dejaría de estar desierto.” Todo lo que puedas hacer con aquel paisaje no será nunca una penetración. Sólo son caricias. Cálidas.
Nos acercamos a la ciudad de Marraquech con la misma reticencia con la que le hablas a la primera mujer. Tenía la certeza de que cualquier torpeza quedaría en la memoria de aquellas piedras. La vegetación iba disminuyendo y cambiando. Ya veíamos las palmeras de dátiles, cada vez más ralas. Las últimas parecían madres angustiadas corriendo detrás de nuestra osadía inútil. Hubiera escrito el adjetivo estéril en vez de inútil, pero hablando del Desierto seguro tendría que repetirlo. Todo en el Desierto se recuerda para siempre, y no hay nada más estéril que la memoria. La memoria nos obliga a ser coherentes con lo que fuimos, y la adaptación se convierte en una especie de traición. Tal vez los que se disolvieron en aquel horizonte amplio es porque algo les recordó que una vez decidieron entrar, y luego no pudieron volver sobre sus pasos.
Hace bastantes años, en mi plena insularidad, un amigo (también insular) escribió un poema sobre los náufragos. Aseguraba que un náufrago lo es para siempre. Años después discutí con el recuerdo del poema. Suelo discutir con los poemas cuando sus poetas los abandonan indefensos en mis manos. Fuera había aprendido que el Mar es el olvido. Vi como todos olvidamos nuestros naufragios ya disueltos en el agua. Sin embargo todos conocemos a los náufragos del desierto. La Esfinge. La Esfinge es no es una piedra. Lo parece porque lo recuerda todo, incluso el futuro. Pasado y futuro no tienen sentido, todo está en ella. Si no te saluda cuando te acercas, es porque sabe que ya te has ido.
En la puesta el Desierto deja de parecerse a la Luna, y se convierte en el presente. Dicen que quitarse el polvo del camino es el principio del olvido, y que no hay descanso sin olvido. Marraquech y El Paso son ciudades polvorientas y cansadas. Las construcciones de Marraquech son de terracota, como recreando el atardecer. La puesta no es sólo una hora mágica con bellos contrastes y luces románticas, sino que es la culminación del día. Todo se padece para llegar a ese momento. Tiene aspecto de final feliz. Hay calles amplias con vidrieras, cines como en los cincuentas. La gente camina tranquila, haciendo movimientos cotidianos, sin darse cuenta que la ciudad siempre está resistiendo un combate contra la Nada.
En la noche tropezamos con la torre hermana de la Giralda de Sevilla. Llegamos a un hotel que recreaba una casa romana (ellos dicen árabe). Patio interior con fuente y plantas, y azulejos con figuras regulares, como intentando extasiar a los matemáticos, y azotea. Así mismo le llamaban, azotea. Tal vez imitaban una casa romana, pero era tan auténtica como mi casa de La Habana Vieja. En el mercado de Marraquech aproveché la penumbra para esconder mi ignorancia del francés, e imité las expresiones de asombro de los que entendían las historias de los recién llegados en caravanas. Tal vez contaban las experiencias casi de fábulas en aquellas geografías difíciles.
Por suerte o desgracia en El Paso sí pude entender. Una joven (también insular) me describió al detalle los colores del atardecer en aquella inmensidad, el olor intenso a miel en las pocas flores y de cómo los insectos se daban cita desesperados alrededor. En el desierto la vida no tiene sutilezas. Es todo o nada. Ahora o nunca. Todo se define en absolutos. Cada palmo de tierra es una frontera entre la vida y la muerte. El Desierto siempre es frontera.
– Miras para todas partes y ves lo mismo- dijo.- Todo es igual. No hay principio ni fin.
– Te puedes guiar por el Sol.
– Trataba de no pensar en el Sol.
– Pero la puesta es bellísima.
– La puesta significaba que pronto llegaría la noche, y había que refugiarse. Y dormir. No hay nada más difícil que intentar dormirse con sed. Siempre tienes sed. Varias veces soñé que bebía jarras de agua. Antes del amanecer salíamos otra vez. No se ve nada. Tengo las pantorrillas llenas de cicatrices por las espinas. A las primeras luces empezabas a ver aquellos huesos. Nunca se pudren.
Le hubiera dicho que me encantaban esos cráneos blancos de vacas, con los cuernos enormes, a veces rotos, pero ella continuó:
– Eran huesos completos. Nadie los tocaba. Los había bien pequeños, como de niños.
Ella había mencionado que en el Desierto todo se definía en absolutos, pero ni siquiera bajo aquel calor que literalmente me secaba, me atreví a juzgar nada. Cualquier pregunta desencadenaría alguna historia atroz. Me limité a recordar el poema de los náufragos y le volví a responder:
– El Desierto es viejo. El mar es joven. El Desierto recuerda. El Mar es más hábil ocultando sus crímenes.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor. Jefe de Redacción de ZoePost.