En esta entrevista inédita, el editor, crítico y novelista francés, quien falleció el pasado 5 de mayo, repasa algunas de sus muy variadas obsesiones. Desde el marxismo hasta la cultura china, del papel de los intelectuales a la civilización del espectáculo, Sollers deja ver por qué fue una figura de primer orden en la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX.
2002-2003. Por aquella época había proyectado un libro de entrevistas con escritores, pensadores y editores, todos franceses o vinculados con sus letras –Regis Debray, François Maspero, Tzvetan Todorov, Julia Kristeva, Jacques Rancière–, a quienes en Cuba habíamos llegado como secuela del paso de ídolos que ya habían desaparecido: Barthes, Foucault, Deleuze, Lyotard. La idea era aprovechar mis viajes a París, por razones nada literarias, para completar un libro que llevara por nombre Francos y entrevistos; algo diferente, además, con lo que epatar en el patio a la hora del recreo.
Philippe Sollers (Burdeos, 1936 – París, 2023) iba a ser mi primer entrevistado, y lo fue. También el único. Pero en junio de 2002, por mucho que insistí, no me recibió. Así que volví a la carga, impertinente al fin, y conseguí que me recibiera al año siguiente, de nuevo en junio, mes tibio y tranquilo, a veces lluvioso.
No recuerdo qué tomé en el cafetín que estaba ubicado ligeramente a la derecha, donde esperé un rato con las manos sudorosas para no llegar ni muy antes ni muy después a la cita fijada en aquel edificio de la rue Sebastien Bottin, entonces sede de las ediciones Gallimard.
Julie Maillard, su asistente, con quien ya había hablado, fue la primera en aparecer; luego él, Sollers, con un traje de hilo bastante ajado, su cerquillo de legislador romano y un cigarro empotrado en una boquilla petulante.
Apretó mi mano y me condujo a lo que, más que oficina, era un cubículo, la celda de un monje libidinoso atestada de libros. Además de su voz, solo logré atrapar algunas malas fotos de su cara redonda con un rictus irónico, mientras hablaba. En el momento de la última, esa en la que hubiéramos aparecido hombro con hombro, como obreros salidos del taller, la cámara que me habían prestado vio agotada su batería. Eran otros tiempos: no habían llegado aún estos teléfonos sagaces con los que hoy creemos que hacemos historia cada tres segundos.
De regreso a Cuba transcribí nuestra charla, que envié a Maillard para que el escritor la revisara. A mediados de octubre de ese año, vía fax en un hotel del oeste de La Habana, recibí los mismos trece folios debidamente acotados, corregidos, garabateados por Philippe Sollers. Así han quedado hasta hoy.
Él ha muerto este 5 de mayo en París, a los 86 años, apenas unas horas antes de la coronación de Carlos III en Londres. Parecería que no, pero este acontecimiento tiene mucho que ver con mi entrevistado. Mientras, en algún lugar de mi casa, en La Habana, tan lejos de los fastos y los espectáculos, aún debe andar el casete con su voz.
EN 1967, EN UNA ENTREVISTA CON EL ENSAYISTA Y POETA FRANCIS PONGE, USTED CONSIDERABA QUE LA MAYORÍA DE LOS MEDIOS DE PRENSA ESTABAN EN MANOS DE LA IDEOLOGÍA BURGUESA. TREINTA AÑOS MÁS TARDE ESTE CONCEPTO NO APARECE CASI NUNCA EN SU DISCURSO, O ES SUSTITUIDO POR UNA CRÍTICA A LOS MERCADOS FINANCIEROS O AL COMERCIO GENÉTICO, FACTORES QUE IMPIDEN LA FORMACIÓN DE UN SER PLENO, QUE PIENSA, “QUE GOZA DE SU CUERPO”, COMO PUEDE LEERSE EN “JOURNAL DE GUERRE”…
El desplazamiento de la palabra “burgués” hacia conceptos mundiales, mundializados, corresponde simplemente a una transformación histórica considerable, no solo en Francia, sino en todo el planeta. La “ideología burguesa” sigue siendo un residuo del marxismo clásico del siglo XIX, de una fase del capitalismo que desde entonces ha venido triunfando hasta invadir mediante la supremacía de la técnica el conjunto de las comunicaciones y de las producciones. Por lo tanto, se trata de la misma crítica, pero engrandecida, siguiendo una evolución práctica.
1967 es una fecha clave, sobre todo en Francia, e incluso más allá. Aparece en Francia una serie de libros bien importantes, como La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, en el que todavía prevalecen conceptos y criterios marxistas tradicionales, pero ya en vías de rebasamiento, como queda claro en escritos siguientes de Debord, como Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988).
Me refiero a Debord como el crítico principal, el más acerado, el más ajustado, de la evolución del capitalismo, en esa fase de triunfo que usted puede percibir por todas partes. El final de los años sesenta en Francia se dirige hacia una revolución: no hay desempleo, no existe una enfermedad de transmisión sexual como el SIDA, no se ha producido aún la guerra de Vietnam, que será el punto capital de la historia siguiente, y ahí nos dirigimos, en efecto, hacia la explosión del año 68. Mientras que hoy, treinta y cinco años después, nos encontramos en un mundo completamente diferente, para nada previsible hasta el final de los años ochenta.
Si hace veinte años hubiéramos hablado del auge de algo como el integrismo islámico, nadie nos hubiera creído. Si hace veinticinco años hubiéramos anunciado que el imperio soviético terminaría diluyéndose para dar paso a un fenómeno esponjoso de mafias y de contramafias locales, todos hubieran pensado que se trataba de una locura, así como todos habrían considerado demente la idea de que a China le esperaba un devenir capitalista, con un desarrollo técnico como para afirmar con razón que llegará a ser la gran potencia mundial del siglo XXI…