Roen por dentro la madera. Cavan túneles y pasadizos
secretos. Su presencia se hace evidente un buen día,
cuando se desmorona un mueble, se derrumba una pared,
se hunde un piso o se desploma una casa entera. Son los
descendientes directos de una antigua raza destruida hace
tiempo por la ira divina.
Por Gloria Chávez Vásquez.
A simple vista aérea, las termitas eran una sociedad invisible al ojo humano, que enseñaban a sus hijos lo que hacer en cuanto desarrollaran sus afiladas fauces.
—Hijo, —cuenta la leyenda que dijo Termófilo una vez a su primogénito, —el mundo es tan malo y corrompido que hay que actuar de igual manera si se quiere progresar en la vida. Aquí la ley es la de la mandíbula más fuerte. Aquel de los dientes más grandes y afilados tiene más oportunidad de sobrevivir.
Sin comprender lo que le decía su padre, pero lleno de orgullo termítico, el pequeño Termín comprobaría poco a poco y a mordiscos, que si no afilaba los dientes, el vecino se le comería el pedazo de madera que le correspondía. El hecho pondría en duda su genuinidad como termita. No era necesariamente cierto en aquella sociedad, que para ser un comején había que nacer royendo. Había que aprender a roer y a ser termita. Era la filosofía reinante en ese entonces.
Para obtener el grado de termita, Termín tuvo que lanzarse a la tarea desenfrenada de roer y roer y roer todo el día, teniendo en cuenta que al roer se estaba alimentando y al mismo tiempo desempeñando las funciones importantes en su vida y en la vida de todo animalejo viviente, esto es, trabajar para subsistir y afirmar su existencia.
Cierto es que Termín acabó por entender que se estaba convirtiendo en un comején más, pero uno que luchaba por su calidad de vida y vivía en rivalidad constante con todo el termitero para mantener su individualidad. Eventualmente, la termita envejecería resignada a aceptar que el miembro común de un termitero nacía, crecía, se reproducía y roía hasta morirse. Algunas veces alguno dejaba de roer tiempo antes de su muerte, pero este mismo hecho determinaba el fin de su vida, pues, al anularse su función digestiva, el comején se condenaba automáticamente a la muerte por inanición. Como en aquella sociedad se desconocían las leyes de la prolongación de la vida, termita que moría, comida que quedaba a disposición de otros para ser consumida.
En fin, para explicar esas funciones, se escribieron muchos libros entre los comejenes intelectuales. Dignos de recordarse fueron Termístocles y Aristérmico, cuya función principal consistió en roer con desenfreno volúmenes enteros en las bibliotecas.
Durante la Edad de Oro de las Termitas, los libros comejénicos cultivaron muchas especialidades y tuvieron mucho éxito los tratados filosóficos del gran Termón, sabio este sin cuyas bases de sabiduría comejénica, hubiesen quedado muchos libros en los estantes de las librerías sin roer. Su obra principal, “El fenómeno de las termitas de boca pequeña”, se convirtió en un clásico entre sus congéneres.
Otras obras se escribieron, pero ninguna superó a “Termitas subdesarrolladas”, código de principios sociales para los comejenes, cuyo autor permaneció anónimo. Luego vino “El sexo y las termitas”, la obra de Termantes que se convirtió en éxito de librería hasta que los moralistas la censuraron por considerar que atentaba contra la naturaleza comejénica, pero terminaron royendo la obra.
Como toda termita decente, Termín se preocupó por enviar a sus hijos a la escuela para que aprendieran y asimilaran las tradiciones de su civilización. La sociedad comejénica no deseaba un exceso de termitas ignorantes. A su vez, los comejenes educadores debían guiarse por los tratados de cómo abrir y cerrar las fauces y obtener bocados de madera más grandes. Toda termita aspiraba a cualquiera de estas dos condiciones, porque daba prestigio y a eso se llamaba triunfar en la vida.
En el universo de los comejenes existía el concepto de un dios generoso que proveía a la especie, de mesas y tablones, sillas y escalones de robles, de encinas, paredes y techos de cuanta calidad deliciosa de madera existía en el mundo. Termael, un comején progresista, examinó y describió las funciones de este Ser misterioso y fue el primero en establecer que se trataba necesariamente de otra criatura, más grande quizás, pero en todo caso de la misma esencia que los comejenes.
Hubo una época en que un grupo de termitas liderado por Terminia se unieron para predicar que una sociedad ideal sería que todas las termitas royeran igual, ni un pedazo más ni un pedazo menos que el resto de sus contemporáneos; la nueva doctrina promovía una sociedad razonable donde, si había una sola tabla, esa tabla había que compartirla con todo el mundo. Pero habiendo termitas tan bien situadas en la escala social y con tanta experiencia en su roedora misión, alegaron que no era lo mismo estar en un escritorio de roble que en un banquillo de tríplex. Se aconsejó a los comejenes progresistas mantener el patrón económico de ese entonces, pues de otra manera el equilibrio social de los termiteros se derrumbaría. No se podía remediar a los que nacían con fauces débiles. Era cuestión de suerte.
Durante un tiempo esta raza de comejenes trató de organizarse para sobrevivir cómodamente. Se inventaron leyes y prodigios para mantener bajo control a sus miembros más ignorantes y, por lo tanto, a aquellos que traían más problemas sociales. Pero aquellos que imponían las reglas inventaban también su inmunidad.
Con los años, los comejenes se multiplicaron de tal modo que la civilización termítica comenzó a degradarse. Termusa, una termita dedicada a la ciencia y poseedora de gran sentido común, insinuó que había un problema obvio y sin miedo alguno lo fue comunicando:
—Señores, sucede que comemos madera, y ya se han escrito muchos libros al respecto. Vivimos de madera y existen bibliotecas enteras sobre el asunto. Hay expertos por doquier enseñándonos cómo consumirla. Pero, ¿y cuando se acabe esa madera?
— ¡Es una alarmista! —dijeron las termitas economistas, así como los comejenes con grandes intereses en la industria.
— ¡La termita esa es una paranoica! —dijo la prensa y todos aconsejaron que no había que hacerle caso.
La duda sobre la decadencia de la civilización persistió, sin embargo, en los escritos de Coménico, una termita que expuso sus ideas en artículos y discursos, ensayos y libros.
— ¡Termitas del mundo, nuestras reservas de madera se agotan y nosotros seguimos royendo sin parar! De ahora en adelante, tendremos que racionarnos…
No bien había terminado de hablar cuando una lluvia de bolitas de aserrín cayó sobre su cabeza. Hubo un grupo pequeño de comejenes seguidores del maestro que tomó la advertencia un poco más en serio y dando ejemplo de sacrificio dejó de roer por una hora al día. Entonces, las que vieron que había bocados disponibles, abrieron más grande que nunca sus fauces y se los fueron tragando sin pedir permiso a nadie.
—¡Debe de haber una manera de controlarnos! —se dijeron los comejenes idealistas. Las termitas se multiplicaban aceleradamente, agregando el problema de la explosión termigráfica al de la subsistencia. Nacían millones de comejenes por minuto. Alguien sugirió que la única solución era controlar de alguna manera los nacimientos. Algunas termitas estuvieron de acuerdo, pero otras se aferraron a los métodos convencionales. De cualquier manera notaban que, mientras menos apareaban, más comían y que, de igual forma, los que sí apareaban traían más bocas de termitas al mundo. Los sociólogos lo explicaron como una crisis social combinada con sexualidad disfuncional.
Un organismo de gobierno en el termitero propuso que la única solución que quedaba era declarar la guerra a las termitas que habitaban en “El ropero de roble”, puesto que estas aún tenían madera suficiente para alimentarse. Si los comejenes se lanzaban a la batalla y salían vencedores, podían muy bien despojar a los perdedores y almacenar las reservas. Las protestas de las termitas pacifistas fueron acalladas por la multitud que alegaba que se estaba liberando al mundo de la excesiva población, a la vez que se daba de comer a los que se estaban quedando sin alimento. Cada bando defendió su punto de vista con igual pasión.
En las guerras, que no trajeron solución real, se consumió más madera que nunca, pues hubo que fabricar armas para la defensa.
—Si no encontramos una pronta solución, vamos a tener que comer del aserrín que forma nuestro excremento —anunció el portavoz de un organismo de emergencia. Aquella no hubiera sido una mala idea, si no hubiera sido porque algunos se las ingeniaron para hacer trampa. Los que se sacrificaron y comieron excrementos de aserrín vieron impotentes cómo los egoístas se comieron los pedazos en reserva.
Surgió Nicomején, gran líder que predicó:
—La misión de las termitas es más noble que roer y comer madera. La misión de un comején en este mundo es más crucial que eso. Cada termita aporta a la civilización de nuestra raza con su trabajo, con su lucha. Cada hueco que se haga, cada pasaje, cada túnel, es una huella nuestra, es la huella de nuestra generación y ejemplo que marca nuestro paso hacia el futuro. Todo comején debe olvidarse de sus intereses personales y trabajar en beneficio de esa sociedad en la que vive. Los comejenes que se desvíen de ese propósito con su comportamiento o malas ideas serán castigados.
Las prédicas exaltaron el ánimo de las termitas, tanto el de los seguidores de Nicomején como el de sus enemigos, de tal forma que se iniciaron revoluciones y un verdadero caos se desató en la sociedad termítica. El trabajo roedor cesó y comenzó la lucha por el poco espacio que quedaba. Ya no había madera que comer y mucho menos en la cual sostenerse.
— ¡Hay otros mundos! —se le ocurrió a una termita de nombre Noején como último recurso. Noején pidió que se construyeran naves espaciales de los pedazos que quedaban en las reservas secretas. Mientras tanto se declaró el estado de emergencia. Cuando los huecos eran enormes y la madera crujía, hubo un diluvio repentino.
— ¡Que viene el diluvio! ¡Que viene el diluvio! ¡El Señor nos castiga! —
Túneles y canales comenzaron a inundarse y en ellos murieron ahogados comejenes jóvenes y viejos, ignorantes y sabios. Algunas termitas lograron milagrosamente llegar a la nave que Noején había construido. Otras no lograron escapar al colapso y se lanzaron para morir en el vacío. La mayoría pereció en el gran diluvio atribuido a la ira divina.
Eso es lo que cuentan los anales de la historia antigua de los comejenes. Pero si las termitas hubieran tenido visión suficiente y otras facilidades, hubieran visto las manos del exterminador gigante que, portador de un gran tanque metálico y una enorme manguera, presionaba, para liberar, el líquido blancuzco y de olor astringente. Las aguas antisépticas inundaron túneles, canales y pasadizos construidos durante siglos de civilización y de cultura termítica.
Así consta en los papiros salvados por los pocos sobrevivientes que arribaron a un mueble cercano, virgen de historias, a comenzar de nuevo la misión de las termitas.
Gloria Chávez Vásquez es escritora y periodista.
Ilustraciones: Gloria Chávez Vásquez.
Naciones Unidas, verano de 1976.
De la colección de cuentos Opus Americanus.
Maravilloso relato que hace pensar. Muy talentosa artista, amé las ilustraciones.
Aleccionadora fábula . Muy imaginativa y llena de referencias. Han faltado algunos personajes más cercanos al Termitero Actual, como por ejemplo: Termifeller, Termósoros, Termorchild y Termicastro. La fábula podría ‘termi-nar’ con esas imprescindibles ‘figuras’ de la «Termitología-Termistórica-Termicrática» que, sin duda, aportarían al relato una concreción indefectible, como la meridiana luz solar de la que se esconden las termitas que en el mundo han sido y son.
Por cierto, los ‘comejenes’, me recuerdan constantemente a los ‘camajanes’, no sé bien si por «proximidad» «simbiótica» o «simbólica». El caso es que podría abrirse un debate sobre tan curiosa «afinidad» de palabras, que si bien aluden a «distintas especies» proliferan de igual modo en proyección y progresión.