Por Manuel C. Díaz.
Al sexto día del maremoto, la ciudad comenzó a recuperar su cotidianidad. Aunque algunos barrios todavía permanecían sumidos en la oscuridad, en la mayoría estaba reestablecida la electricidad. Los ómnibus circulaban con cierta regularidad en sus antiguas rutas. Sobre todo, las de las zonas altas, donde el retorno a la normalidad era más evidente.
Sin embargo, en el área de la Punta todavía podían sentirse pequeños temblores y las olas seguían azotando el litoral. La gente oteaba el horizonte en busca de alguna señal de la Virgen que le dijera que el peligro había pasado. Pero lo hacían desde lejos. Nadie se atrevía a acercarse al malecón. Lo que sí hacían era acudir en masa a las iglesias de las alturas de La Víbora, que fueron las primeras en abrir sus puertas. La avalancha de nuevos fieles sorprendió a la jerarquía católica. No alcanzaban los bancos para sentarse, ni las ostias para comulgar. Quizás por eso la Arquidiócesis aceleró las labores de limpieza de la Catedral, donde las aguas habían llegado hasta el Altar Principal.
Cuando terminaron y todo estuvo listo, el Cardenal anunció la celebración de una misa para honrar a la Virgen. No fue una misa ordinaria. Todas sus partes, desde la procesión de entrada hasta la despedida y envío, pasando por el saludo inicial y la epíclesis, estuvieron marcadas por una inexplicable sensación de contrición. Durante el acto penitencial, donde se pide humildemente perdón al Señor por las faltas cometidas, se escucharon gritos desgarradores de dolor.
Uno de los obispos que oficiaba tuvo que bajar del altar para poner orden en las últimas filas de bancos. La calma se restableció cuando el Cardenal comenzó la oración coleta. En ese momento, todos los oficiantes parecían tocados por la gracia divina. En especial el Cardenal, que, en lugar de leer algún pasaje de los Evangelios, sorprendió a todos diciendo: “Queremos dirigirles nuestras palabras con el deseo de que puedan servirle de apoyo en estos momentos difíciles. Queremos apoyarlos en esta prueba, manteniendo la esperanza fundada en el único y verdadero Dios que, en Jesucristo, nos ha manifestado su cercanía y amor”.
Hizo una pausa, miró a los fieles, y continuó: “Queremos también reconocer nuestra culpa”. Un murmullo de asombro se escuchó en la iglesia. “Sí, nuestra culpa. No sólo el pueblo de Cuba es culpable por haberse apartado de Dios; también nosotros somos culpables por no haber hecho más por ustedes. Somos culpables por haber ignorado las apariciones de la Virgen en Santa Rita y por haber desoído tanto sus ruegos como sus advertencias. Somos culpables por no haber creído en Mercedes Monar, ni siquiera cuando vimos los estigmas de sus manos”.
Los sacerdotes oficiantes no levantaban la vista; algunos parecían orar; otros sollozaban abiertamente. El Cardenal siguió diciendo: “Debimos acercarnos más a la Virgen, sabiendo que acercándonos a ella nos acercábamos también a Cristo. Debimos haber profesado una mayor devoción mariana. No defendimos con suficiente fuerza al hombre, su dignidad y sus derechos humanos; no defendimos con suficiente fuerza el derecho de los fieles a profesar su fe; vimos la desintegración de la familia cubana y no hicimos lo suficiente”.
En ese momento, por los vitrales laterales de la Catedral, entraba una luz uniforme que se acomodaba, con armonía y sosiego, en los grandes manchones de penumbra que había entre los pilares. Una sensación de paz llegaba a todos los ámbitos de la iglesia. Los fieles comenzaron a llorar. Entonces, el Cardenal dijo: “Cuando termine la misa iremos todos a pedirle perdón a la Virgen del Malecón”.
Y continuó con la coleta: “Oh Santísima Virgen, después de esta prueba que nos has puesto, consuela a este pueblo que, aunque se había alejado de ti, siempre te amó y te veneró. Consuela a la confundida y desalentada familia cubana. Consuela a los que sufren, a los que llevan en cuerpo y alma las heridas causadas por situaciones extremas. Oh, Madre y consoladora, consuélanos a todos nosotros, y haznos a todos entender que el secreto de la felicidad consiste en la bondad, y en seguir fielmente a tu hijo, Jesús”. El Cardenal hizo la señal de la cruz, y dijo: “Ahora vayamos todos a pedirle perdón a la madre de Dios”.
Casi al oscurecer, cuando las golondrinas de la Plaza de Armas regresaban a sus nidos y el sol desaparecía detrás de los torreones de La Chorrera, una gigantesca procesión partió desde la Catedral hasta la entrada de la bahía. Delante, la imagen de la Virgen era cargada en andas. Detrás iba el pueblo. Eran decenas de miles. Las estrechas calles de la Habana Vieja no eran suficientemente anchas como para que la procesión avanzase con fluidez. En cada callejón que atravesaba se le sumaban los que no habían podido llegar hasta la entrada del templo para incorporarse a ella. Todos los fieles llevaban velas encendidas que alumbraban el camino. Confundidos en la multitud, estaban Joicel y Laira. Caminaban tomados de la mano, procurando no separarse en aquel torrente humano que se desbordaba por las bocacalles. Entonces, cuando la procesión llegó a la explanada de La Punta, la vieron. Todos la vieron. En la oscuridad de la noche, sobre las negras aguas, refulgía la Virgen. No eran nubes que, como en otras apariciones, semejaban sus formas. Era ella, la Madre de Dios, visible en todo su esplendor celeste. La gente se arrodillaba como podía. Laira, que había permanecido de pie, lo que hizo fue persignarse. Esta vez Joicel no tuvo que decirle cómo hacerlo.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
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