Sociedad

La Iglesia Católica y la política en Cuba, 1952–2012

Por Carlos Manuel Estefanía.

 

 Un país al borde del estallido

A mediados del siglo XX, Cuba hervía. Las tensiones sociales y políticas se acumulaban como nubes de tormenta. En marzo de 1952, el general Fulgencio Batista asestó un golpe de Estado que dejó en shock al país. Derrocó al presidente Carlos Prío Socarrás, suspendió la Constitución y canceló las elecciones. La noticia sacudió también a los templos: varios líderes religiosos no dudaron en calificar el acto de inconstitucional.

Pese a su talante autoritario, Batista no fue un simple dictador militar. En su segundo período de gobierno, impulsó una agenda de reformas que pretendía modernizar la economía y responder a las demandas de obreros y clases medias. Algunos sectores lo respaldaban: no solo la élite económica, sino también gremios que valoraban la estabilidad en tiempos convulsos. Hay que reconocer que, a diferencia de lo que ocurrirá con el castrismo, bajo el batistato se mantuvo la separación de poderes entre el parlamento, el ejecutivo y el poder judicial, existió un alto grado de libertad de expresión y ni una sola conquista social fue abolida. Pero la represión brutal de la subversión, la corrupción y la imagen de que el régimen era una marioneta más de Estados Unidos empañaron cualquier intento de legitimidad.

El país vivía entre el miedo y la esperanza. La represión de los primeros intentos de resistencia armada tras el golpe del 10 de marzo de 1952 dejó cicatrices profundas: balaceras a plena luz del día, cuerpos en las aceras, rumores de torturas en los calabozos. Era imposible mirar hacia otro lado, y la Iglesia Católica —aunque con presencia limitada en ciertas regiones como el oriente del país— no podía permanecer en silencio ante tanta violencia.

La Iglesia Católica cubana venía debilitándose desde las guerras de independencia, organizadas por sus enemigos jurados, los masones. De ellos saldrán los generales y doctores que mangonearán la república en sus primeras décadas. La Iglesia Católica en Cuba había hecho malabares para borrar su más o menos justificada asociación con el poder español, algo que se convirtió en un estigma desde la ocupación norteamericana de la isla. Desde entonces había ido perdiendo espacios de influencia. Esta pérdida se debió, además de sus pecados españolistas, a la competencia con religiones protestantes y otros credos que fueron fomentados desde los primeros años de la ocupación, y por el proceso de secularización que se fue consolidando desde entonces. Dentro de este proceso, la Constitución de 1940, impulsada por Batista, jugó un papel importante al reforzar la separación entre Iglesia y Estado y garantizar la libertad religiosa en el país.

La Iglesia intentaba encontrar su lugar en una sociedad en transformación. Para mantener cierta influencia, promovió espacios laicos como la Acción Católica, tratando de acercarse a las bases populares. Esa debilidad institucional explica, en parte, por qué su postura frente a Batista (y más adelante, frente a Fidel Castro) fue ambigua y, muchas veces, internamente dividida.

Fue en este contexto, entre la represión y la efervescencia social, que surgió el Movimiento 26 de Julio, con una apariencia más de movimiento fascista que de comunista, algo que se acentuaba con las críticas que recibía de parte del prosoviético Partido Socialista Popular. Nacido tras el asalto al Cuartel Moncada en 1953, el grupo liderado por Fidel Castro planteaba una agenda de reformas sociales profundas: reforma agraria, nacionalización de servicios, industrialización, elecciones libres y una apuesta decidida por la educación. Su discurso sobre justicia social resonó con principios de la doctrina social católica, lo que despertó, al menos en un inicio, simpatía en ciertos sectores de la Iglesia.

Ética sin confrontación directa

Desde un principio, la jerarquía de la Iglesia Católica marcó distancia con el régimen de Batista. Condenó el golpe de Estado por ser una violación del orden constitucional y cuestionó el creciente clima de violencia. Las calles de La Habana y otras ciudades comenzaron a llenarse de imágenes impactantes: cuerpos acribillados, jóvenes perseguidos, hogares allanados. Para muchos religiosos, aquello simbolizaba el derrumbe moral del país.

Sin embargo, la Iglesia optó por un camino cuidadoso. En lugar de lanzarse a la arena política, concentró sus esfuerzos en la labor pastoral: evangelización, ayuda a los sectores más necesitados, apoyo a presos políticos y familiares de víctimas. Una postura crítica, sí, pero sin desafiar frontalmente al poder. Prudencia estratégica en un momento en que cualquier palabra podía costar la vida.

Uno de los gestos más importantes fue el del cardenal Manuel Arteaga y Betancourt, quien en 1956 propuso un plan de paz que fue ignorado tanto por Batista como por los rebeldes. En 1958, el episcopado llamó públicamente a detener la violencia y buscar una salida política al conflicto. Fueron intentos fallidos, pero reflejan el deseo de evitar una guerra fratricida.

Con el correr del tiempo, el tono se fue endureciendo. Aunque pedían mesura a los insurgentes, también denunciaban cada vez con mayor claridad el autoritarismo de Batista. Era evidente que el régimen perdía apoyo, mientras que la revolución ganaba fuerza y simpatía. La jerarquía eclesiástica, atenta al pulso social, comenzó a moverse.

Voces que rompieron el molde: Fe, justicia y revolución

Mientras los obispos caminaban con cautela, muchos sacerdotes, monjas y laicos decidieron actuar. Uno de los momentos más recordados fue la intervención del arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes, tras el asalto al Moncada. Pidió clemencia pública para Fidel Castro y los demás insurgentes. Su gesto fue leído por muchos como una señal de respaldo —o al menos, comprensión— hacia la causa revolucionaria.

No fue un caso aislado. Muchos católicos, especialmente jóvenes, participaron en huelgas, marchas, colectas y actividades clandestinas en apoyo al Movimiento 26 de Julio. Algunos sacerdotes incluso oficiaron como capellanes en la Sierra Maestra. Su compromiso no obedecía a una orden institucional, sino a una convicción personal: la revolución era, para ellos, una esperanza real de justicia.

Cuando Fidel Castro entró victorioso en La Habana en enero de 1959, no olvidó esa colaboración. En sus primeras declaraciones elogió públicamente a la Iglesia Católica, agradeciendo “su decidida contribución a la causa de la libertad”. Por un breve instante, parecía haber sintonía.

IDe la euforia a la alarma

El entusiasmo inicial que muchos católicos sintieron por la revolución empezó a tornarse en preocupación. En los primeros meses de 1959, el nuevo gobierno implementó cambios profundos: nacionalización de tierras, estatización de empresas extranjeras, campañas masivas de alfabetización, creación de tribunales revolucionarios. Aunque muchas de estas medidas coincidían con valores sociales del cristianismo, el estilo autoritario y vertical de Fidel comenzaba a generar recelo.

La Iglesia Católica —como otras instituciones— se vio desbordada por la velocidad de los cambios. Algunas reformas despertaron simpatías entre sectores progresistas del clero, sobre todo la Reforma Agraria. Sin embargo, la eliminación de la educación religiosa en las escuelas públicas, la creciente injerencia del Estado en los templos, y la retórica cada vez más agresiva hacia cualquier forma de oposición generaron alarma.

Un parteaguas importante fue la paulatina marginación de los católicos de los espacios de poder. Mientras que al inicio del gobierno había ministros que se decían católicos practicantes (como Manuel Urrutia o Justo Carrillo), en menos de un año todos ellos fueron desplazados o forzados al exilio. En su lugar, se colocaron cuadros ideológicamente afines a la nueva línea marxista del régimen.

El clero se fractura: Entre la colaboración y la resistencia

Frente a este panorama, la Iglesia se dividió. Un sector —compuesto por sacerdotes jóvenes, laicos militantes y teólogos del ala progresista— intentó tender puentes con el nuevo gobierno. Inspirados en la doctrina social de la Iglesia y en figuras como el padre Lebret o el cardenal Cardijn, defendían una revolución humanista, donde los valores del Evangelio se conjugaran con la justicia social.

Otros, en cambio, comenzaron a ver en Fidel Castro un peligro para la fe. La vigilancia a parroquias, la propaganda atea, la militarización de la educación, la creación de los Comités de Defensa de la Revolución, y el creciente alineamiento con la Unión Soviética encendieron las alarmas. La jerarquía episcopal empezó a tomar una postura más crítica. En 1960, los obispos condenaron la represión contra manifestantes pacíficos y denunciaron los atropellos a la libertad religiosa.

El punto de no retorno llegó en 1961, cuando el gobierno decidió intervenir directamente en los colegios católicos, cerrar seminarios y expulsar a más de 130 sacerdotes extranjeros. Fue un golpe demoledor. En respuesta, la Conferencia Episcopal publicó una carta pastoral en la que acusaba al régimen de instaurar una dictadura totalitaria y de intentar erradicar la religión del alma del pueblo cubano.

Sobrevivir en la oscuridad: Iglesias vacías, templos vigilados

Tras la expulsión de curas, la clausura de escuelas religiosas y la consolidación del modelo socialista, la Iglesia Católica fue empujada a los márgenes. A diferencia de lo ocurrido en Polonia o Hungría, donde la Iglesia mantuvo cierto poder, en Cuba fue reducida a una mínima expresión pública. Los templos seguían abiertos, pero vacíos. La asistencia a misa disminuyó drásticamente: ir a la iglesia podía costarte el trabajo, la beca universitaria o el respeto de tus vecinos.

El Estado utilizó todos los medios a su alcance para desacreditar al clero: campañas de prensa, acusaciones de conspiración, infiltración de agentes en las diócesis. En la televisión estatal, no era raro escuchar burlas sobre los “curitas retrógrados” o ver caricaturas que mostraban a obispos como aliados del imperialismo. El mensaje era claro: el catolicismo era un residuo del pasado, incompatible con el “hombre nuevo” que la revolución pretendía forjar.

A pesar de este panorama desolador, muchos sacerdotes y religiosas se mantuvieron firmes en su vocación. Algunos oficiaban misa en casas particulares, otros se dedicaban al trabajo comunitario en silencio. La pastoral juvenil prácticamente desapareció, pero surgieron pequeños grupos de oración clandestina. Eran los años del catolicismo de resistencia.

El lento reacomodo: Entre la fidelidad y el realismo

En estos años oscuros, la Iglesia Católica cubana adoptó una estrategia de resistencia discreta. Se mantuvo fiel a su doctrina, pero evitó confrontaciones abiertas. El objetivo era sobrevivir, preservar la fe en medio de un entorno hostil, acompañar a los fieles que aún se acercaban a los sacramentos.

Algunos obispos intentaron tender puentes con las autoridades, pero fueron ignorados. La desconfianza era mutua. El régimen veía a la Iglesia como un bastión reaccionario; la Iglesia veía al régimen como una maquinaria represiva. El diálogo era casi imposible.

Sin embargo, a finales de la década comenzaron a surgir tímidos signos de cambio. El Concilio Vaticano II (1962–1965), con su llamado a una Iglesia más abierta, pobre y comprometida con los pobres, inspiró a nuevos sectores del clero a pensar en una pastoral más encarnada. También en Roma, el papa Pablo VI impulsaba un giro en la relación con los países del Tercer Mundo, lo que obligó al Vaticano a mirar con más atención lo que ocurría en Cuba.

La apertura de un diálogo tenso

La década de los 70 fue un período de relativa estabilidad para el régimen de Fidel Castro, pero también de creciente crisis económica. A finales de 1970, la Revolución Cubana estaba enfrentando dificultades económicas graves, producto de las fallidas metas de producción, el embargo estadounidense y los problemas en la agricultura y la industria.

Para afrontar la crisis, el gobierno de Fidel Castro adoptó una política de reformas más pragmáticas, que incluyeron la apertura de algunos sectores de la economía. Esta flexibilización, aunque parcial, dio lugar a un incipiente acercamiento entre el gobierno y algunos sectores de la sociedad, incluidos algunos representantes de la Iglesia. La entrada de capital extranjero y la diversificación de la economía, aunque limitadas, significaron que las tensiones con la Iglesia comenzaran a suavizarse en algunos aspectos.

El Vaticano, por su parte, se mantenía firme en su postura de condenar el sistema cubano, pero el cambio de la política exterior y la aparición de nuevas figuras dentro del clero cubano, dispuestas a negociar con el régimen, abrió un espacio para el diálogo. Aunque las relaciones seguían siendo tensas, la postura oficial de la Iglesia pasó de la resistencia absoluta a un enfoque más realista, centrado en la supervivencia y la fidelidad a sus principios.

Los años 80: Un equilibrio precario

Durante los años 80, las reformas económicas de Fidel Castro continuaron. Aunque el régimen de la Revolución no abandonó su modelo socialista, comenzaron a abrirse pequeños espacios para los sectores no directamente alineados con el Partido Comunista, como algunas instituciones religiosas. Sin embargo, la Iglesia Católica cubana seguía siendo vista como una institución «ajena» al proyecto socialista, y las restricciones no desaparecieron.

En este contexto, los sacerdotes cubanos tuvieron que encontrar un equilibrio entre su fidelidad a la doctrina católica y la necesidad de mantenerse en contacto con las autoridades. Muchos se dedicaron a realizar trabajo social en las comunidades más necesitadas, mientras que otros continuaron en su misión pastoral en la clandestinidad.

El fin de la era soviética: Un nuevo contexto internacional

A principios de la década de los 90, el colapso de la Unión Soviética marcó un cambio trascendental para Cuba. El fin del apoyo económico y militar soviético dejó al país frente a una crisis sin precedentes, conocida como el Período Especial. El desabastecimiento de alimentos, medicamentos y combustibles fue dramático, lo que intensificó las tensiones internas en Cuba.

En este contexto, la Iglesia comenzó a jugar un papel más importante. La crisis económica abrió nuevas brechas para la negociación con la jerarquía católica, que, aunque seguía siendo un obstáculo ideológico para el régimen, también representaba una fuerza moral que podía contribuir al proceso de estabilización del país.

Juan Pablo II y la visita papal

La visita de Juan Pablo II a Cuba en 1998 representó un punto de inflexión en las relaciones entre la Iglesia Católica y el régimen cubano. Este acontecimiento histórico fue recibido con gran entusiasmo por muchos cubanos, que vieron en él una señal de esperanza. Durante su visita, el Papa no solo ofreció un mensaje de reconciliación, sino que también planteó, de manera diplomática, temas delicados como la libertad religiosa, el respeto a los derechos humanos y el fortalecimiento de las instituciones civiles.

El Papa también habló de la necesidad de encontrar caminos para la paz y el entendimiento, lo que permitió a muchos católicos cubanos sentir que su fe y su lucha por la justicia social podían ir de la mano, sin tener que subordinarse al régimen socialista. De esta manera, Juan Pablo II se convirtió en un catalizador de un proceso de deshielo en las relaciones Iglesia-Estado.

La Iglesia y la disidencia católica: una relación compleja

Oswaldo Payá, líder del Movimiento Cristiano Liberación (MCL) y figura clave de la disidencia cubana, encontró en los primeros años de su lucha un aliado en la Iglesia Católica, que le brindó apoyo en su proyecto de reforma democrática. El MCL, con su Proyecto Varela, abogó por una apertura política en Cuba, y, en sus primeros años, contó con el respaldo de algunos sectores eclesiásticos. La revista Vitral, órgano de la Arquidiócesis de Pinar del Río, se convirtió en un espacio de difusión de las ideas de Payá, reflejando el apoyo de la Iglesia en la defensa de los derechos humanos y la justicia social. Durante este período, la Iglesia parecía ser un punto de encuentro para aquellos que cuestionaban al régimen y buscaban alternativas democráticas.

No obstante, esta relación de apoyo mutuo no perduró. A medida que el régimen cubano se acercó más a la jerarquía eclesiástica, especialmente bajo el liderazgo del cardenal Jaime Ortega, las diferencias entre la Iglesia y los disidentes como Payá comenzaron a acentuarse. Este acercamiento al gobierno, interpretado por algunos como un intento de suavizar las tensiones políticas, condujo a la ruptura con el MCL, que vio en la Iglesia un aliado cada vez más distante.

Uno de los puntos de quiebre más significativos fue la revista Espacio Laical, vinculada al Consejo de Laicos de la Arquidiócesis de La Habana. En sus editoriales, esta publicación comenzó a atacar a la oposición interna, incluidos duros señalamientos contra el MCL. Los opositores fueron descalificados con acusaciones que coincidían con la narrativa oficial del régimen, tildándolos de desestabilizadores o traidores. Payá denunció públicamente a los editores de Espacio Laical como «delatores» y afirmó que algunos sectores de la Iglesia estaban colaborando con el gobierno de Raúl Castro para sofocar cualquier forma de disidencia. Este conflicto profundizó la separación entre el MCL y la Iglesia, dejando a Payá y su movimiento en una posición cada vez más aislada.

La controversia con Espacio Laical también afectó la percepción pública de Payá dentro de la oposición cubana. Mientras que muchos lo veían como un incansable defensor de los derechos humanos y líder en la lucha por la democracia, otros en la disidencia consideraron que sus críticas a la Iglesia y a otros disidentes dividían aún más el ya frágil frente opositor. Esto dificultó la creación de alianzas amplias dentro de la oposición, un objetivo que Payá había perseguido mediante iniciativas como el Concilio Cubano y el manifiesto Todos Unidos.

La relación entre la Iglesia y el MCL llegó a su punto más tenso tras la muerte de Oswaldo Payá en 2012. El accidente automovilístico en el que perdió la vida, en circunstancias misteriosas y con fuertes sospechas de ser un atentado orquestado por la Seguridad del Estado cubano, dejó sin respuestas claras sobre la implicación del régimen. A pesar de las denuncias de la familia de Payá y de organizaciones internacionales que exigían una investigación imparcial, la Iglesia Católica cubana guardó silencio. El cardenal Jaime Ortega ofició una misa en su funeral, elogiando la «vocación política» de Payá y su fidelidad cristiana, pero sin abordar las circunstancias de su muerte ni las críticas que Payá había dirigido previamente a la jerarquía eclesiástica.

Este silencio de la Iglesia refleja la complejidad de su relación con la disidencia en Cuba. A pesar de los gestos de apoyo hacia la figura de Payá, la jerarquía eclesiástica siguió apostando por una relación pragmática con el gobierno, buscando mantener su estabilidad y preservar un diálogo con el régimen. Como resultado, el legado de Payá quedó marcado no solo por su lucha por la libertad y los derechos humanos, sino también por las tensiones que su figura generó tanto dentro de la Iglesia como en el seno de la oposición cubana.

Resumiendo: La relación entre la Iglesia Católica y la política cubana desde 1952 hasta 2012

La relación entre la Iglesia Católica y la política cubana desde 1952 hasta 2012 ha estado marcada por ciclos de acercamiento y alejamiento, con un proceso constante de tensión con el régimen, seguido de una gradual integración de la jerarquía eclesiástica a las dinámicas políticas del gobierno cubano. Tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y la posterior declaración de Cuba como un estado marxista-leninista, la relación entre la Iglesia y el nuevo gobierno fue conflictiva. Las políticas comunistas restringían la libertad religiosa y la Iglesia fue vista como un obstáculo para la consolidación del régimen. A lo largo de los años 80, sin embargo, la postura de la Iglesia comenzó a suavizarse, y en los 90, especialmente tras la visita de Juan Pablo II a Cuba en 1998, la Iglesia reanudó su visibilidad y comenzó a adoptar una postura más conciliadora, evitando la confrontación directa.

En la primera década del siglo XXI, la relación entre la Iglesia y el gobierno cubano continuó evolucionando hacia un diálogo más cercano, con la Iglesia jugando un papel mediador en la liberación de prisioneros políticos y en otros esfuerzos de distensión. Sin embargo, este acercamiento con el régimen implicó un distanciamiento de la Iglesia con los movimientos democráticos y la disidencia interna. El Movimiento Cristiano Liberación (MCL), liderado por Oswaldo Payá, fue uno de los movimientos que más sintió este desamparo. La ambigua postura de la Iglesia ante la Iniciativa Varela, un proyecto de referéndum promovido por Payá para buscar reformas democráticas en Cuba, profundizó la desilusión dentro de la oposición, que esperaba un respaldo más firme de la Iglesia en su lucha por la democratización de la isla.

La muerte de Oswaldo Payá en 2012, en circunstancias rodeadas de misterio, aumentó aún más las críticas hacia la Iglesia Católica, que optó por no condenar la falta de investigación sobre su muerte ni pronunciarse sobre la implicación del régimen. Este silencio reflejó la postura pragmática de la Iglesia, que continuó priorizando sus relaciones con el régimen cubano por encima de la confrontación con los sectores democráticos. De este modo, la Iglesia fue vista por muchos como un actor pasivo frente a la represión política en Cuba, y su falta de apoyo a figuras clave de la oposición como Payá dejó una huella de desilusión y desconfianza en amplios sectores de la sociedad cubana.

Carlos M. Estefanía es disidente cubano radicado en Suecia.

”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”

Redacción de Cuba Nuestra
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