Por Zoé Valdés.
En la primavera del año 1984 recibí por correo este regalo de la poeta y ensayista cubana Fina García Marruz, quien perteneció al Grupo Orígenes, fue gran amiga de José Lezama Lima y de Eliseo Diego, su hermana Bella estaba casada con él. Fina fue una suerte de diosa que con su poesía inspiraba a todos los poetas de Orígenes. Fina y Cintio Vitier además fueron mis padres poéticos, dicho por ellos, nunca los olvidaré. Nos conocimos cuando yo tenía menos de veinte años, diecisiete o dieciocho. Ya yo había leído Visitaciones, una antología inmensa de su obra, una poesía sublime. Fueron muy amables conmigo, me recibían en su casa, o en el Centro de Estudios Martianos; acompañada por ambos visité la casa de Lezama, ya había muerto Lezama. Había conocido antes a María Luisa, a través de Nélida, quien fuera su sirvienta. Contaba dieciocho años y María Luisa me recibió en la casa, me enseñó fotos, me regaló Oppiano Licario y Fragmentos a su imán, ya yo había leído Paradiso y la Poesía completa, me obsequió también el disco de Casa de las Américas. No paró de ser generosa y tuvo a bien contar muchas cosas que guardo muy dentro; al año María Luisa murió.
Nuevamente visitamos la casa, nos la abrió Eusebio Leal, quien en la época buscaba una solución para que la casa se conservara tal como estaba y no se la apropiara Fernández Mell, el alcalde de La Habana de la época; una de las soluciones era poner a vivir allí a una pareja de escritores con problemas de vivienda, había pensado en nosotros. Mi marido no aceptó, era demasiado vivir con el peso de toda esa obra y del pasado lezamiano. Acaricié los libros apilonados de Lezama, leí algunas de sus cartas, estuve en el cuartico intacto de su infancia, al rato recé delante de la mascarilla de su rostro y de sus manos, en una urna de cristal. En otra pared una reproducción de la mascarilla de Pascal; libros, libros, el retrato de Arche, la tanagra, el cenicero de cristal de Murano, el sillón y la tabla, encima de la que escribía, a mano. Mi marido encontró incluso una carta suya de las tantas que le envió a Lezama mientras él se encontraba en una zafra. Por suerte fueron Emilio de Armas y su esposa quienes vivieron la casa, y la llevaban bien, hasta que se le ocurrió al Ministerio de Cultura apoderarse de ella, y la convirtieron en una biblioteca llana, con libros de economía y de marxismo que nada tenían que ver con el mundo lezamiano. Fui a la inauguración del Museo Casa de Lezama, me senté al lado de Cleva Solís, de Fina y de Cintio. Cleva no paraba de protestar bajito, no estaba de acuerdo con aquello; ninguno de nosotros estuvo de acuerdo con aquel desastre.
Vinieron años de intensa amistad y de poesía…
«Au final», la política nos separó, o sea, nos separó mi exilio impuesto por el castrismo, y su visión abnegada de esa tiranía que en nada les benefició, más bien lo contrario; pero, sé quiénes fueron y lo que ellos significan. Pese a todo los aprecio. La poesía, la buena poesía, no la circunstancial, nos une infinitamente.
El 7 de marzo del 2008, en París, durante la Primavera de los Poetas, en la calle, cada paseante o caminante le entregaba -como es habitual- un poema escrito a mano a la persona de su elección, es una costumbre que dura desde hace años. Empecé a participar en este encuentro desde los primeros, en los años 80, cuando se llamaba Poètes sans frontières, compartí lecturas con Alba de Céspedes, Dámaso Alonso, y Severo Sarduy. Aquella tarde entregué un poema en las calles parisinas, de cuando yo era una veinteañera; no era mío, es de Fina García Marruz, me lo dedicó bondadosamente:
Casa de Lezama
(Para Zoe.)
Amigo, he recibido hoy todas sus cartas.
No ya como respuesta de un poema ofrecido
como cuando buscaba entre mi noche
las palabras de la confirmación. Recojo su «Recuérdemé»,
«ya que usted, esencialmente, nos obliga a responder»,
palabras que le convienen a usted más que a mí misma.
Su «usted» como la cara del trompetero negro al mediodía,
fina merienda, Cuba. Familiar, solemne.
Maestro, cómo es posible. Dispénseme. Estuvo, ya no está.
Todo rocío se evapora, es decir, vuelve. Su altivez siento.
«Dispénseme esa simetría de mis caprichos».
En mi barrio alguien pregona «Florero, flores!» mientras le escribo.
Mientras usted me escribía, «En la casa de al lado, pobres,
caen abiertas las latas de salmón rosado de Alaska».
Y ese alguien que se acerca, «pobre», a la lata, «la voltea,
observa como los gatos, viaja» se vuelve el mensajero
de estos días remotos que se acercan,
descifrando la hora en que no sabemos qué esperamos
alguna cosa enorme que no acaba de llegar,
una constelación, un viaje. Ah, su casa,
Lezama, que fue la casa de la poesía,
hoy vive ya sólo en nuestra imaginación,
le aseguro que bien guardada, bien cuidada.
Todos los cerrajeros resultarían toscos
para velar por la barca de los sabios chinos,
su sillón mariscal, el retrato de su padre.
(…) La Habana, 1980.
En paz descanse, Fina García Marruz, la ‘Señora Piel’ del poema de un Lezama enamorado.
Dios mío cuánta belleza! Gracias Zoé