Por Manuel C. Díaz.
Cuando el capitán Maldonado llegó, todavía Agustín estaba colocando la mercancía recibida ese día en los anaqueles del almacén. Llegó puntual, como todos los viernes. Entró sin saludar, se paró frente al estante donde estaban los chorizos y tomando uno en sus manos, preguntó: “¿Qué es esto, Agustín?”.
La primera reacción de Agustín fue contestarle: “Un mojón; ¿no ve que es un chorizo?”. Pero se contuvo. En primer lugar, porque no era una buena idea que un recluso le contestase así al jefe de un campamento penal cubano. Y, en segundo lugar, porque sabía que la pregunta era retórica, una manera de comenzar su rito semanal de avituallamiento.
Además, quizás fuese cierto que no recordara cómo lucía un chorizo. Después de todo, hacía más de veinte años que habían desaparecido de la canasta nacional. Agustín recordaba que la primera vez que los repartieron por la libreta de abastecimientos, por su configuración, textura y color, a muchos cubanos jóvenes les pareció que, efectivamente, eran mojones. De cualquier manera, lo que hizo fue contestarle con la mayor naturalidad posible:
-Es un chorizo, capitán.
Entonces colocó la última lata de puré de tomate en el anaquel destinado a las especies, y se acercó al estante donde estaba el capitán que, sin soltar el chorizo, volvió a preguntar:
– ¿Son españoles?
Agustín no sabía de dónde eran los chorizos, pero como conocía la rutina, le siguió la corriente:
-Sí, son de Galicia.
Los productos podían variar, pero el diálogo siempre era el mismo. El capitán Maldonado preguntaba y Agustín contestaba. Era como un libreto radial. Lo habían representado tantas veces que ya no tenían necesidad de ensayarlo. Al final, Agustín terminaba llenando el maletín del capitán con lo que hubiera disponible ese día. Es decir, con lo que pudiera sustraer del almacén sin levantar sospechas, y sin que los reclusos ni los soldados de la guarnición se quedasen sin comer.
Algunas veces era una botella de aceite de oliva, seis mazorcas de maíz, ocho latas de carne rusa y una ristra de ajos. Otras, dos calabazas y un par de libras de frijoles negros. Todas las semanas era lo mismo: “¿Y este saco de arroz, Agustín?”. “Es el que llegó ayer, capitán”. Entonces Maldonado, con un estudiado gesto teatral, cogía un puñado de arroz y lo dejaba deslizarse entre sus dedos mientras decía: “Este es de grano largo”. Agustín, para joderlo, asentía diciendo: “Sí, como el antiguo Tío Ben”.
El capitán Maldonado era un guajiro pinareño, alto, flaco y con el pelo ensortijado. Por sus rasgos, parecía un patricio romano. Frente marmórea y nariz aguileña. Lo único que denunciaba su condición de guajiro cubano eran las arrugas que, como navajazos, cruzaban su cara y el hecho de que, después de tanto tiempo de haber salido de San Cristóbal, su pueblo natal, todavía caminase alzando las piernas, como si estuviese atravesando un sembradío de boniatos.
Desde hacía cinco años era jefe del campamento La Rinconera, perteneciente a la Dirección General de Establecimientos Penitenciarios del Ministerio del Interior cubano, donde una brigada de presos políticos construía cebaderos de puercos.
El campamento estaba en las afueras del pueblo de San Antonio de los Baños, cerca de la ciudad de La Habana, y su brigada constructora era una de las muchas que habían sido creadas como una continuación del llamado Plan de Reeducación Penal, un engendro soviético importado de las estepas siberianas y adaptado al trópico por primera vez en el Presidio Modelo de Isla de Pinos.
Aunque eso, en realidad, ya había quedado atrás. Las canteras de piedra de la Isla, donde tantos prisioneros cubanos habían muerto, eran cosas del pasado. Los que todavía sufrían eran los que habían rechazado el Plan y estaban encerrados, sin ropa, en las galeras de la Cárcel de Boniato.
Pero Agustín era de los que habían aceptado el Plan y ahora era el recluso responsable del almacén de comestibles de La Rinconera. Y el capitán Maldonado, que tanto daño había hecho en la Isla como cabo de una de las brigadas de trabajo forzado, era ahora el jefe del campamento.
Agustín nunca pudo adaptarse a la extraña relación que el Plan de Reeducación había creado entre los victimarios y las víctimas. No en la época en que muchos presos lo aceptaron, sino ahora, cuando trabajaban construyendo granjas avícolas y escuelas secundarias junto con los mismos soldados que los torturaron.
Las cosas habían cambiado; era cierto. Pero cada vez que Agustín recordaba las palizas que Maldonado le propinaba a los presos, le temblaban las manos de rabia. Trataba de no pensar en ello, pero no podía evitar hacerlo. Una tarde, mientras le preparaba a Maldonado su cuota semanal, éste le había preguntado:
– ¿Agustín, tú estuviste en la Isla?
Para guardianes y presos, la Isla significaba el Presidio. Entre ellos no hacía falta aclarar que se trataba del Presidio Modelo de Isla de Pinos. Antes de contestar, Agustín colocó una última lata de mermelada de guayaba en el maletín del capitán.
-Sí, estuve hasta que lo cerraron -dijo.
-Qué raro; yo no me acuerdo de ti.
-Es que yo nunca estuve en su brigada.
-Pero tú si te acuerdas de mí, ¿verdad?
-Sí, claro; cómo no voy a acordarme de usted.
Cómo no iba a acordarse de él, si desde uno de los socavones de la cantera donde trabajaba, pudo ver cuando le enterró la bayoneta a Baldomero Peláez en el muslo izquierdo, sólo porque al pobre viejo se le había volcado una carretilla llena de piedras. Cómo no iba acordarse de él, si desde donde estaba pudo ver cuando, aun después de haberlo herido, continuó golpeándolo. Cómo no iba a acordarse si vio cuando lo tiró, ya desangrado y sin vida, en uno de los camiones de transporte del presidio.
Aquella vez, Agustín había interpretado la pregunta como una amenaza: “Pero tú si te acuerdas de mí, ¿verdad? Era como si le estuviera diciendo: “No te olvides de lo que soy capaz”. Sus palabras le parecieron un recordatorio de vencedor: “Los vencimos, pendejos. Aquí todavía mandamos nosotros”. Su respuesta: “Sí, claro, cómo no voy a acordarme de usted”, le había parecido inadecuada.
Aquel día el capitán siguió dando vueltas por el almacén, pero no volvió a hablar y Agustín, que había pensado darle también un par de libras de café, cerró el maletín con un rápido tirón de la cremallera y dijo: “Abra el maletero del carro”.
Agustín no sabía por qué se había acordado ahora de aquella conversación. Colocó cuatro de los cinco chorizos que quedaban en el estante junto con dos libras de arroz en el maletín de Maldonado y lo cerró, como aquella tarde, con un rápido tirón de la cremallera. Y, como aquella tarde, dijo:
-Abra el maletero del carro.
Cuando el Lada de Maldonado se alejaba del almacén rumbo a la salida del campamento, Agustín sintió que un odio profundo y recóndito se le asentaba en el alma. Era un odio viejo que no tardó en reconocer. Era el mismo que lo había hecho alzarse en armas contra la dictadura castrista en las montañas de la Sierra del Escambray. Lo dejó reposar un momento en su conciencia y antes de que el sol se perdiese detrás de los cebaderos, supo que ese recobrado sentimiento ya no lo abandonaría jamás.
Al volverse para entrar al almacén, sin saber por qué, miró hacia los estantes. En uno de ellos, solitario en el último entrepaño, había quedado un chorizo. Agustín lo tomó en sus manos y lo observó con detenimiento. Pero antes de volverlo a colocar en su lugar, también sin saber por qué, miró hacia donde estaban los productos de limpieza. Y allí, junto al fregadero, vio una lata con el pictograma universal para reconocer venenos: un cráneo y dos tibias cruzadas.
De repente, comprendió la monstruosidad de lo que estaba pensando y colocó el chorizo otra vez en el entrepaño. Dio unos pasos hacia atrás, todavía con los ojos fijos en la deslumbrante posibilidad que descansaba en el estante, y se horrorizó del rumbo que tomaban sus pensamientos. Pero fue un horror momentáneo. Las palabras de Maldonado lo sacaron a flote: “¿Pero tú si te acuerdas de mí, ¿verdad?”.
Esa noche, Agustín tuvo un sueño pedregoso y repleto de dolorosas escenas. En una de ellas se vio empujado por el capitán Maldonado hacia la zanja de excrementos del penal. En otra se vio tratando de salir de la zanja, pero cuando estaba a punto de lograrlo, Maldonado lo golpeaba con una bayoneta y él se hundía otra vez en la mierda.
Despertó sobresaltado en plena madrugada, pero no se levantó. Permaneció acostado en su cama recordando el sueño con fílmica meticulosidad. Y, mientras lo hacía, no pudo evitar temblar de rabia. De repente, pensó en sus compañeros asesinados en la Isla y comenzó a recitar sus nombres, extrañamente, en un estricto orden alfabético: José Alfonso Salarana, Eddy Álvarez Molina, Diosdado Aquit, Facundo Betancourt, Abel Calante Corona, Danny Crespo, Ernesto Díaz Madruga, Antonio Manteira Cofiño, Francisco Noval, Rosendo Rosell, Higinio Ruiz, René Santana y Julio Tang.
Y ya no pudo volver a dormir. Se asomó a una de las ventanas de la barraca y miró hacia el cielo que, estrellado como nunca, parecía ser infinito. Entonces, se vistió y salió de la barraca. Atravesó la desierta explanada donde se hacían los recuentos y caminó hasta el almacén. Abrió la puerta con su llave y fue directamente hacia donde estaba el último chorizo que quedaba. Lo tomó en sus manos, caminó hacia donde estaban los productos de limpieza y volvió a ver la lata con el cráneo y las dos tibias cruzadas. Allí lo había sorprendido la mañana.
Una semana después, el campamento amaneció con la noticia de que el capitán Maldonado había muerto. Nadie se atrevió a preguntar nada. El recuento matutino se llevó a cabo como siempre, los reclusos salieron hacia los cebaderos a trabajar y Agustín se fue al almacén a preparar las órdenes de ese día. Como ya no quedaban chorizos, fue lo primero que pidió. Después pidió una lata de veneno para ratas, asegurándose de que fuera de las que tenían dibujadas el pictograma universal de advertencia: un cráneo con las dos tibias cruzadas.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Excelente cuento
La Justicia puede llegar tarde, pero siempre llega, gracias por esta narracion pero se de muchos que murieeron asi, lo pero es que muchos cubanos de esa epoca y de ahora no saben que en Cuba hubo CAMPOS DE PONCENTRACION DE PRISIONEROS POLITICAS de los que nunca la ONU ni ningunos de esos tan ” humanos ” los ha reconocidos