Por Miguel Henrique Otero/El Debate.
Como millones de personas en el mundo, he visto en noticieros y en decenas de breves vídeos que circulan por las redes sociales, las desoladoras tomas hechas por periodistas o por simples ciudadanos en Cuba, del territorio fundido en la oscuridad, tras el apagón total que se produjo el domingo 20 de octubre.
Me apresuro a recordar al lector que, en realidad, se trata de un colapso anunciado: desde comienzos del 2024, entre 40 y 50 % de la población, aproximadamente, padece cortes eléctricos inesperados o programas de racionamiento, de forma recurrente. A lo largo de este año, una y otra vez, ciudades enteras han quedado sin servicio eléctrico, a veces, por más de 24 horas. El día que escribo este artículo, la mañana del viernes 25 de octubre, todavía la dictadura no ha logrado restablecer plenamente el servicio, y hay zonas de la isla que tienen más de una semana sin servicio eléctrico.
En las tomas hechas en hogares o en las calles, no solo está el aspecto noticioso de la cuestión: el colapso sin atenuantes del servicio, el súbito oscurecimiento de la cotidianidad, la suspensión general de las actividades, incluyendo en ella, cuestiones vitales como las emergencias hospitalarias, la operación de las instituciones públicas o la cancelación de las actividades educativas. También están, sorteando el miedo a la estructura represiva del régimen, las denuncias: la comida que se pudre en las neveras apagadas o la imposibilidad de conseguir algún alimento que comprar o de comunicarse con la familia y los amigos. Personas con mucho coraje se plantan ante las cámaras de sus móviles y hablan de hartazgo, expresan su desesperación sin eufemismos. Se arriesgan a padecer más adelante, las consecuencias de protestar y repetir a viva voz, lo que el régimen, otra vez, quiere silenciar. Levantar la voz en Cubaequivale, nada menos que a desafiar a la dictadura castrista…
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