Por José Abreu Felippe.
El tiempo parece ser como uno de esos espejos de feria que devuelven la imagen alargándola o encogiéndola, estrechándola o ensanchándola, según el ángulo, la posición del observador. Así, cuando niños, el tiempo es un gigante incomprensible, completamente ajeno a nuestro mundo. Transcurre lento, de modo que el cumpleaños o la Navidad son fechas que se alejan en proporción inversa a nuestras expectativas o a nuestras ansias. Luego de “la aborrecida escuela” –al decir de Machado–, donde el paso del tiempo está marcado, más que por los calendarios de exámenes, por la confrontación entre la individualidad en ciernes y la colectividad –la masa, que intenta absorber, integrar, anular–, el mundo se abre al joven y el tiempo se torna exiguo.
Para el hombre que un día descubre que vivir es ir perdiendo cosas, que es asistir sin poder hacer nada al desmantelamiento del sitio donde una vez nos tendíamos a reposar sin tomar precauciones, protegidos del azar y del tiempo, comienza la tragedia. Si el hombre es un escritor, un poeta –“esa maldición, esa dicha”, según Reinaldo Arenas– y ya sabe que la vida –el tiempo– “círculo es, que en cada punto es final/ y en cada punto inicio”, la tragedia se hace constante e infinita; y a la vez, desafío. El resto del camino es una carrera, reconstruyendo un imposible, donde todo se acelera para cerrar el círculo. Mientras, se acumulan muertes e injusticias, cárceles y amores, empapados todos, porque “ha llovido sobre el rostro/ mucha noche ha llovido”.
Así, cuando las piernas no son ya lo que eran, la vista se nubla, los colores pierden su brillantez, el cansancio pesa sobre los hombros y por momentos, sólo por momentos, los inclina sobre la tierra y se sienten deseos de abandonarlo todo, entonces es el momento de soltar amarras, tirar lastre –el tiempo aunque ahora lento se hace mañoso y traicionero– y dejar que el poema reflexione, que se torne amigo, íntimo y coloquial. Eso es lo que ha hecho Ángel Cuadra (La Habana, 1931) en De los resúmenes y el tiempo (Universal, 2004), su mejor libro publicado hasta la fecha –y esto constituye una afirmación bien arriesgada teniendo en cuenta la magnitud y el alcance de su obra.
El mismo poeta se encarga de dejarlo claro desde el principio: “Hace años, conversando con el novelista y cuentista cubano Enrique Serpa, recuerdo que me hizo este comentario: «El poeta es un individuo que entrega su intimidad». Es verdad, entrega su intimidad como el gesto de desnudar su vida; y ciertos poemas, que son como conversaciones hacia adentro, ordenados en el tiempo, se presentan a manera de conclusiones o resúmenes en el camino andado. Son el cuento de nuestra vida que se hace a uno mismo, y se convierte en asunto de todos”. Claridad de una vida que no es ajuste de cuentas ni pase de revista, sino el intento de atrapar el ardor fugitivo –“solamente lo fugitivo permanece y dura”, apunta el poeta con Quevedo– que se detuvo “en el cauce del tiempo”, en alguna estación de nuestra vida, y dejó huellas, apuntando “a la chispa inicial que de la sombra deslizó la aurora”. Quietud y paisaje, un sosiego que se siente en algunas de las constantes que encontramos en la obra: el humo, el agua (“todo ha quedado fijo aquí en el agua”), el aire, las estrellas, los cielos, el amanecer, los abismos (“cuando miro los lagos, te recuerdo”) y el mar como una presencia que todo lo llena de sonidos, de ritmos, unas veces clásicos y otras de ayer mismo (o de mañana); pero siempre plácidos. Naturaleza y mar. Pero no el mar abierto e insondable, sino las “playas transitorias”, el “litoral”, la línea donde el agua se funde con la tierra, donde encuentra asidero, cierto atisbo de seguridad, aunque “ya nada existe,/ y todo suena a que hubo siempre nada”. Para concluir con el amor flotando sobre las aguas.
Un amor que está presente en los cantos intemporales; en los quince largos años que Cuadra sufrió en prisión por mantener la libertad y la independencia de sus ideas frente a la dictadura castrista –un horror que arrastran los cubanos por casi medio siglo–; en los viajes grabados en la memoria; en la pasión de Romeo y Julieta o entre Orfeo y Eurídice; y en la mayor parte del libro. “Yo sólo soy total cuando te quiero” confiesa el poeta; y, en otra parte: “Es que extraño tu amor, no a ti te extraño/ sino a la hora fugaz que iba contigo”.
De los resúmenes y el tiempo es, en esencia, un libro de amor. Un hermoso libro de amor, sencillo y profundo, como suelen ser las cosas verdaderamente importantes. Un libro que prueba que a veces el tiempo nada puede contra los espejos distorsionados que arrancan con la infancia. Acaso reflejar la poesía.
Ángel Cuadra se graduó de Derecho en la Universidad de La Habana y ejerció como abogado hasta 1967, cuando fue sancionado a quince años de prisión. En 1980 el PEN Club de Suecia lo nombró “miembro de honor” y en 1981 Amnistía Internacional lo seleccionó como “prisionero de conciencia”. Exiliado en 1985, obtiene una maestría en Estudios Hispánicos en la Universidad Internacional de la Florida, donde fue profesor adjunto en el Departamento de Lenguas Modernas. En la actualidad es profesor del Seminario del Teatro Prometo, columnista de Diario las Américas y, entre otras muchas responsabilidades, presidente del Pen Club de Escritores Cubanos en el Exilio con sede en esta ciudad de Miami. Son numerosos los reconocimientos internacionales que ha recibido Cuadra, entre ellos, el Premio Amantes de Teruel (1988), siendo el primer hispanoamericano en obtenerlo, y el Premio Martín García Ramos (2003), en Almería, España. Entre su extensa obra publicada, destacan entre otros, Esa tristeza que nos inunda (1985), Las señales y los sueños (1988), Réquiem violento por Jan Palach (1989), La voz inevitable (1994) y Diez sonetos ocultos (2000).
(2004)
José Abreu Felippe es poeta y escritor.
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