Cultura/Educación, EDITO

Cuba y Haití: subdesarrollo y superstición revolucionaria

Por Armando de Armas.

El desastre de Haití me ha hecho reflexionar sobre el desastre de Cuba. En el caso haitiano obvio que me refiero al reciente terremoto con su secuela de destrucción, muertos y mutilados, pero también al otro desastre, no menos implacable, pero extendido en el tiempo desde agosto de 1791, en que esclavos reunidos en un lugar conocido como Bois-Caïman en el norte de Saint-Domingue, bajo la dirección de un sacerdote vodú, llamado Boukman, juraron durante una ceremonia religiosa vivir libres o morir, ceremonia en la que cuentan que una anciana decrépita decapitó de un solo tajo de machete a un cerdo negro, montada, poseída por el dios africano Oggun, dando inicio así a una larga historia de decapitaciones, para finalmente bajo el mando de Jean-Jacques Dessalines proclamar la independencia en enero de 1804 y restablecer el nombre indígena de Haití, que significa tierra montañosa. Un desastre que iniciado en 1791 no cesa hasta el presente y que sin dudas vino a multiplicar los efectos infernales del terremoto de enero de este año 2010, un terremoto sobre otro terremoto, el de un estado fallido en un país con 80 por ciento de analfabetismo, con una mortalidad infantil de 120 por cada mil nacidos vivos y un 60 por ciento de desempleo, dotado con una capital, Port-au-Prince, donde acaeció el sismo, que no es más que una enorme y abigarrada favela de paja, barro y materiales sin cuento: un desastre barrido por otro desastre.

El terremoto iniciado en Haití en 1791 no sería más que una replica de otro terremoto histórico, el de la Revolución Francesa de 1789, que permitió la promulgación del Decreto de 15 de mayo de 1791, mediante el cual la Convención francesa abolía la esclavitud y reconocía a la raza libre de color los mismos derechos políticos que a los colonos blancos, noticia que correría como pólvora, nunca mejor empleada la expresión, por la porción francesa de la isla de Santo Domingo, precipitando la insurrección de los esclavos y, como resultado, la ruina de la riqueza azucarera del país. La creación de la nueva nación se centró en un elemento explícitamente racial, al punto que el remedo de constitución haitiana no solo abolió la esclavitud para siempre sino que declaró que desde ese momento todos los ciudadanos de Haití serían llamados negros, sin importar el color de la piel, así hombres blancos extranjeros no podían venir y adquirir propiedades en la isla, aunque los pequeños grupos de polacos y alemanes que se habían quedado en la isla eran declarados negros y ciudadanos haitianos con todos los derechos; negros por decreto.

Algunos de los jefes de la revolución intentaron forzar a los nuevos súbditos, dizque ciudadanos, para que volvieran a las plantaciones de azúcar (pretensión de todo revolucionario que se respete en cuanto toma el poder en cualquier parte), pero los ex esclavos como era de esperar se negaron a retornar a las plantaciones, y entonces las tierras fueron parceladas y los haitianos vinieron a convertirse en pequeños agricultores de subsistencia, en un territorio arrasado por 13 años de guerra, sin nada de tecnología y con una alta densidad poblacional resultado del afán del régimen colonial francés de incrementar la producción de azúcar importando grandes cifras de esclavos de África. De esa manera revolucionaria la colonia de Haití pasaba de ser la más grande productora de azúcar y café en el mundo y, en consecuencia, uno de los países más ricos del mundo, a ser desde entonces el país más pobre del mundo.

Pero, desgracia de unos, dicha de otros. Como resultado del desastre haitiano, la colonia española de Cuba ocupó su lugar en el mercado mundial, convirtiéndose la isla desde los albores del siglo XIX en un país de agricultura próspera y progresista, que hizo florecer el cultivo del café y el cacao incentivados por los refugiados franceses que escapados de la degollina haitiana arribaron a la isla, y el del tabaco luego de la abolición del estanco, pero sobre todo el cultivo de la caña, ostentando por mucho tiempo el título de la azucarera del mundo. Hasta tal punto se relacionan el devenir cubano con el desastre haitiano que hace al patricio e historiador isleño, Raimundo Menocal y Cueto, exclamar que el 15 de mayo de 1791 marca la fecha del verdadero amanecer de la historia de Cuba.

Pero otros desastres regionales vendrían a aumentar la riqueza de Cuba, me refiero a la expansión de las revoluciones independentistas por toda la América del Sur con su inevitable secuela de muertos, miseria, destrucción, desorden, desequilibrios estructurales e institucionales, de manera que los hacedores de riqueza continentales, españoles o criollos, se decidieron a buscar refugio en la apacible isla con su caudal de experiencia empresarial a cuestas y, sobre todo, con sus capitales listos para invertir en propiedades cubanas, de manera que el oro sudamericano fue un considerable caudal que estimuló las finanzas de la isla, aún en sus albores y por lo mismo ávidas de incremento con inyecciones de capital externo, durante los primeros veinticinco años del siglo XIX.

Luego, a partir de ese momento la isla deja de ser un espacio de estructura agrícola arcaica para convertirse en el país de mayor producción de azúcar en el mundo, y lo que llama la atención de esta transmutación extraordinaria es el carácter evolutivo de la misma, lenta pero segura, alejada de todo espasmo revolucionario, lo que venía a coincidir con el modo en que se desarrolla la revolución industrial inglesa, con las ideas que estuvieron detrás de dicha revolución, de manera que a finales del XVIII y comienzos del XIX en Cuba se tendía, por sus clases conscientes, a reproducir los mismos resultados en el orden político, técnico y científico de lo acaecido en Inglaterra en ese mismo periodo. Luego, si la elite pensante de la isla se hubiese dejado arrastrar por los movimientos revolucionarios de los caudillos continentales, el desarrollo de Cuba no sólo se hubiese estancado, sino que retrocedido muy probablemente a los estadios haitianos, o al menos a los estadios de las regiones más atrasadas del imperio colonial español en América. Luego la degollina haitiana y sudamericana, no sólo serviría al progreso de la isla desde el punto de las ventajas económicas que le proporcionó, sino también, y tan importante como lo anterior, desde el punto de vista del ejemplo de lo que no se debe hacer si lo que se quiere es libertad, desarrollo y bienestar. Digamos que las clases dirigentes de la sociedad cubana de ese tiempo tuvieron la sabiduría de curarse en salud y prevenir el contagio de la fiebre revoliquera de sus vecinos; sabiduría que desgraciadamente no tuvieron las clases dirigentes que en el tiempo le sucedieron en la isla.

Este es el momento, y hasta mediados del XIX, en que el pensamiento cubano brilla con la creación de instituciones como la Sociedad Económica de Amigos del País, en 1793, y prohombres como Francisco de Arango y Parreño, José de la luz y Caballero, el Prebístero José Agustín Caballero, José Antonio Saco y el Padre Félix Varela. El momento en que paralelo a un inusitado desarrollo económico, en que los bancos, la industria azucarera y los ferrocarriles estaban en manos no de españoles, sino de cubanos, simultáneamente se da un movimiento intelectual de poetas, escritores y pensadores sin parangón en la América Hispana. Un desarrollo propulsado por una cosmovisión pragmática e industriosa que, sin embargo, apostaba al unísono por el mejoramiento material e intelectual de la sociedad, mediante el aliento del esfuerzo individual y el derecho a la propiedad. Un tiempo en que los grandes empresarios y financistas de la isla interrelacionaban con lo más granado del arte y el intelecto e igualmente invertían en el desarrollo de la cultura cubana, tras haber recogido lo suyo de las inversiones comerciales. Es decir que los hombres detrás de la evolución de la sociedad isleña fueron los dueños de las grandes haciendas que, tras la revolución haitiana, despertaron su espíritu empresarial y se lanzaron al fomento de capitales de dimensiones impensables antes de esa hora, propiciando la creación de grandes compañías de servicio y la industria azucarera que supieron dotar con lo más moderno del desarrollo técnico de ese tiempo. La lucha de los cubanos conscientes de la dicha edad dorada apostaba por la libertad individual, por la libertad de inversión y comercio, y por la protección de las personas y la propiedad, frente a la restricción del comercio internacional y la expoliación de las clases productivas mediante onerosos impuestos por parte del gobierno colonial español.

Ahora, a partir de la segunda mitad del XIX la conciencia cubana se adentra en el vendaval del idealismo revolucionario, reivindicativo e independentista por el que ya habían transitado sus vecinos con las mencionadas fatales consecuencias, de las cuales la isla había sabido sacar buen provecho, y tras 30 años de guerras por la independencia y una intervención militar norteamericana, la isla emergía independiente pero diezmada en su población y arrasada en su riqueza; con sus elites decapitadas además, literal o monetariamente. La verdad es que en diez años, gracias en buena medida a unas sólidas bases sentadas por la intervención norteamericana de 1898 y al incómodo pero necesario tutelaje de la Enmienda Platt, la isla exhibía el milagro de una recuperación económica y en todos los órdenes de la vida moderna, al punto que una fotografía de 1910 en el parque José Martí de la sureña ciudad de Cienfuegos muestra que todos los autos aparcados en el sitio son, precisamente, modelos de ese año, 1910. Pero la fiebre revolucionaria había sido inoculada en el inconsciente colectivo de la incipiente nación isleña y había la peregrina sensación de que el sueño martiano no se había cumplido y quedaba pendiente una revolución que el hombre del verbo encendido había dejado inconclusa por su prematura muerte en Dos Ríos.

A pesar de ello, a trancas y barrancas, la República funcionó con un Ejército profesional respetuoso del poder civil, algo asombroso si lo comparamos con lo ocurrido en el vecindaje latinoamericano, y con un acelerado crecimiento económico acompañado de un hervidero en el mundo de las ideas y la cultura. Pero llegada la Revolución del 33 contra Gerardo Machado y la subsecuente abolición de la Enmienda Platt, pasando de la República de Generales y Doctores a la de Sargentos y Estudiantes, reinó en la isla el caos revolucionario como fuente de derecho decretado en la punta de las metralletas, hasta la Constitución de 1940 y el enrrumbamiento por cauces democráticos y civilistas, sin mucho apego al respeto de los derechos individuales pues la carta de ese año era sumamente socializante. No obstante, la sensación de la revolución pendiente, la de José Martí, era una especie de latiguillo en las mentes y hormonas isleñas, marcando la pauta con la sucesión de los dos gobiernos auténticos de Grau y Prío (auténticos revolucionarios, se entiende), gobiernos democráticos pero demagógicos y permisivos con la violencia gansteril (en el fondo también revolucionaria), y la emergencia de líderes enloquecidos como Eduardo Chibás, una especie de antecedente de Fidel Castro que en medio de un programa de radio se mete un tiro de pistola a sedal en el abdomen y se mata por equivocación, y por soberbia, hasta que viene el espasmo revolucionario del 10 de marzo, encabezado por el socialdemócrata radical Fulgencio Batista, quien había salido a la palestra pública con la revolución del 4 de septiembre de 1933 y regido los destinos patrios, desde la presidencia o los cuarteles, hasta 1940, dejando, la verdad sea dicha, un país pacificado y en orden que permitió la carta constitucional de ese año. Pero la consecución del supuesto sueño martiano, el de la revolución pendiente, vendría con la derrota de Batista el primero de enero de 1959, a manos del más revolucionario de todos los cubanos, Fidel Castro Ruz, justo en el momento cumbre del desarrollo económico en la isla, que se situaba entre los tres primeros lugares en cualquiera de los rubros en América Latina, y muy por encima de España e Italia y muchos otros países europeos.

Bueno, el resto es historia, el buen revolucionario de Fidel convirtió el país en un páramo ensangrentado, preñado de prisiones, paredones, militarización, éxodos masivos, terrorismo de Estado, fanática ideologización, delación e intervenciones armadas en países del tercer mundo, hasta convertir la isla en el desastre haitiano que padecemos hoy. Cuba pasó, ¡gracias Fidel, encarnación viva del ideal revolucionario isleño!, de sustituir a Saint-Domingue como la azucarera del mundo en los finales del XVIII e inicios del XIX a racionar el consumo de azúcar entre la hambreada población a seis libras por mes, primero, y finalmente a desmontar la industria azucarera. Un senador de la República, creo, había sentenciado: Sin azúcar no hay país. Bueno, pues ha terminado teniendo razón el supuesto senador en el tremendismo de una frase que en su época se repetía casi como un chiste; ¡cuidado con los chistes porque pueden cumplirse! Cuba pasó, ¡gracias Fidel, encarnación viva del ideal revolucionario isleño!, de ser la antítesis de Haití en el vecindario latinoamericano a convertirse en lo más parecido a Haití en ese vecindario.

Uno esperaría que la revolución haitiana de 1791 fuese vista tal vez, a lo sumo, como un fenómeno romántico, curioso y hasta valiente, y al mismo tiempo como ejemplo de lo que no deben hacer las naciones para alcanzar la libertad y la prosperidad. Uno esperaría lo mismo de la revolución cubana. Pero no, uno suele ser iluso y ambas degollinas caribeñas son veneradas aún por más gente de la que debiera. Veneradas, lo más preocupante, no entre las clases desposeídas, como gustan nombrarles, sino en los centros académicos e intelectuales del mundo. A pesar de que la degollina cubana no es un fenómeno de hace más de dos siglos, como la haitiana, sino que es una degollina que funciona, ¡y de qué manera!, en estos mismos instantes.

Veamos como describe la degollina haitiana la escritora chilena, avecindada en Estado Unidos, Isabel Allende, en un fragmento de su última novela, La isla bajo el mar, publicado por El Nuevo Herald de Miami: En Le Cap, la chusma blanca, enardecida por lo ocurrido en Port-au-Prince, atacó a la gente de color en las calles, entraron a rompe y raja en sus casas, ultrajaron a las mujeres, degollaron a los niños y ahorcaron a los hombres en sus propios balcones… Una degollina acometida por parte de la chusma blanca, esa que huyera despavorida hacia Nueva Orleáns y Cuba, nunca por parte de los revolucionarios negros. Que Isabel Allende, quien tuvo la grandísima suerte de que Salvador Allende no pudiera implantar en Chile el modelo socialista a lo cubano, sienta cierta nostalgia revolucionaria es de alguna manera comprensible.

Sin embargo, va resultando menos comprensible que la periodista y escritora cubana Mirta Ojito vea con buenos ojos el espasmo revolucionario de Port-au-Prince. Pero no, uno suele ser iluso, y resulta que en un artículo publicado en el mencionado periódico, en relación con el terremoto haitiano escribe… Otros van a tener que ponerse al frente. Y podría muy bien ser el pueblo haitiano. Ya lo han hecho antes –independizándose de sus colonizadores antes que cualquier otro país en el Caribe- y pueden hacerlo otra vez. Pero con mucha ayuda. Que la señora Ojito no pueda entender, relacionar que las siniestras secuelas del reciente terremoto se hayan multiplicado precisamente como consecuencia de la herencia de subdesarrollo dejada por el terremoto histórico de 1791 pudiera tener algo de explicación en el hecho de que, venida adolescente a través del Éxodo del Mariel, estuvo como todos los isleños que hemos nacido alrededor de 1959, sometida a unas machaconas clases de Historia en que los cuatro grandes hitos de la humanidad parecían ser nada menos que la revolución haitiana, la revolución mexicana, la revolución bolchevique rusa y la revolución cubana. ¡Vaya, la revolución como religión!; ¡religión de Estado!

Pero, lo que sí resulta absolutamente incomprensible es que cubanos formados en la República y exiliados en los primeros años del advenimiento del desastre castrista, y por demás firmes militantes de la causa anticastrista, y hasta líderes destacados de la dicha causa, canten loas al encomiable ejemplo que dieron al mundo, especialmente a Latinoamérica, los haitianos al emanciparse del colonialismo francés para, acto seguido, cantar loas a la riqueza y grandeza de la Cuba anterior a 1959, sin percatarse que mucha de esa riqueza y grandeza podría deberse, entre otros factores, al desastre iniciado en Saint-Domingue en agosto de 1791. Nada, que las sociedades de Cuba y Haití están entrelazadas en la Historia, más allá de lo que estemos dispuestos a admitir, por esos inextricables tentáculos del subdesarrollo y la superstición revolucionaria.

Armando de Armas. Escritor cubano exiliado, autor en los géneros de periodismo investigativo, ensayo, narraciones y novelas. Entre sus libros destacan La tabla, una abarcadora novela sobre la sociedad isleña, y Los naipes en el espejo, un ensayo sobre la historia de los partidos políticos estadounidenses que augura además el triunfo electoral de Donald Trump en 2016 y un profundo cambio de época en el mundo occidental. Editor Educación/Cultura ZoePost.

 

 

 

4 Comments

  1. Muy buena clase de historia para los que tengan la memoria corta, Cuando los haitianos huian como moscas de Haiti , hablo del periodo en que Cuba florecia , mi abuela materna decia siempre “mejor un haitiano de amigo que de enemigo”, “cuando ud le pase cerca salude siempre y siga de largo” por algo seria, Hoy los famosos “guarapitos ” son descendientes directo de los hatianos lo demas es historia, la blanca que se junta con un haitiano la llaman “blanca sucia” y el blanco que se junta con una haitiana” bien mija asi adelantas la raza” , esto no es racismo es historia real y escuchada en mi niñez, aun cuando hoy las cosas no son tan asi, vemos la pequeña Haiti en Miami con gentes trabajadoras y decentes , pero siempre con muchos resentimientos y en Cuba un caso aparte, la mayoria prefieren estar en monte adentro y los que bajan a los pueblos ya saben no se topen con un impertinente “guarapito” Estos aun en la miseria que se encuentra Cuba ni hablar de que se regresen para Haiti.La vida del cubano se ha hecho complicada por lo que respecta las ilustres escritoras mejor ni digo lo que pienso seria bueno que la Allende se regresase enseguida a Chile asi vive el comunismo en todo su esplendor y deje su magnifica villa en LA y la Ojito que se vaya a Cuba asi completa el ciclo de adoctrinamiento vaya y se deja ayudar por la Chancleta Power asi va preparada

  2. Pingback: Cuba y Haití: subdesarrollo y superstición revolucionaria – – Zoé Valdés

  3. Alejandro González Acosta

    Excelente repaso histórico. Hay algo diabólicamente atractivo en este asunto de las revoluciones, desde la primera revuelta bíblica, la del Bello Ángel Lucifer, movido por la envidia, el odio y el resentimiento…

  4. Andres R Rodriguez

    Saludos Armando. Capital y pesonas de hispanoamerica, migraron a P Rico y Cuba, luego de 1810 huyendo del desastre revolucionario, pero no fueron tan significativos como las inversiones de capital norteamericano, incluso antes de 1895, luego muy considerable. En 1902 Cuba estaba en la ruina. En 1910, era parte de un veloz preceso industrializador, EEUU requeria del azucar. E invertia. Feliz 2022.

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