Cultura/Educación

Covadonga, la Santa Cueva y los Picos de Europa -Un viaje inolvidable-

Por Manuel C. Díaz.

Cuando mi esposa Antonieta y yo planeábamos nuestros viajes, siempre lo hacíamos con mucho cuidado y gran atención a los detalles. Y el de Asturias, no fue la excepción. Así, cuando llegó el momento de escoger las ciudades, comenzamos con Cangas de Onís, por aquello de que fue la primera capital del Reino de Asturias. A Gijón la seleccionamos porque desde allí, en el vapor Reina María Cristina, partió mi abuelo Manolo hacia Cuba en 1912.

También incluimos Oviedo, Cudillero y el Parque de los Picos de Europa. Pero cuando revisábamos los mapas del área para ver cómo podíamos llegar de un lugar a otro en auto, Antonieta se dio cuenta que una de las carreteras, la CO-4, pasaba por donde se encontraba la Basílica de Santa María la Real de Covadonga, así como también la Santa Cueva. Fue ella quien, por su profunda religiosidad, sugirió que las incluyéramos en el itinerario. Y así lo hicimos. A continuación, la crónica, no de todo el viaje, sino solamente de la visita a la Basílica, a la Santa Cueva y a los Picos de Europa.

Antonieta frente a la Santa Cueva de Covadonga donde apareció la Virgen y donde está enterrado el Rey Pelayo

Lo primero que hicimos al llegar a la Villa de Covadonga, fue ir directo a la Santa Cueva, una pequeña gruta en la ladera de la montaña donde está enterrado el Rey Pelayo, líder de un grupo de nobles visigodos que detuvo el avance de los moros al derrotarlos en el año 722, en lo que se conoce como el inicio de la Reconquista.

Piedra funeria en la que se senala el lugar donde está enterrado el Rey Pelayo

Al final de la cueva, a la que se llega a través de un estrecho pasadizo, se levanta una capilla (incrustada en la roca) y un altar con la imagen de la Virgen (la Santina le llaman), frente a la cual hay varias hileras de sillas para que los fieles puedan rezar durante la misa. A un costado de la cueva, en la parte que está abierta al exterior, hay una escalera por la que se pude bajar, sin necesidad de volver atrás para salir, y que conduce a la llamada Fuente del Matrimonio (se dice que las jóvenes casamenteras que beben de sus surtidores pronto encuentran el camino al altar), donde caen las aguas de una cascada que corre desde lo alto de las rocas.

Frente a la montaña donde está la cueva, en una amplia explanada, se levanta la Basílica, una impresionante edificación de estilo neorrománico, inaugurada el 7 de septiembre de 1901 y consagrada posteriormente por el Papa León XIII.

La Basílica de Santa María la Real de Covadonga, una imponente edificación de estilo neorrománico, inaugurada el 7 de septiembre de 1901

Frente a su fachada, que por la esbeltez de las agujas que rematan sus torres es lo que más llama la atención, se abre una plaza donde se alza una estatua del Rey Pelayo sosteniendo la Cruz de la Victoria. Más que un santuario, Covadonga es una especie de divina trinidad: la Santina en su humilde cueva, la imponente Basílica resplandeciente en su arquitectónica majestuosidad y la belleza salvaje de las montañas asturianas rodeándolo todo.

No lejos de Covadonga está el Parque de los Picos de Europa, al que se puede llegar utilizando cualquiera de las salidas que se encuentran en la carretera. Como ya nosotros estábamos dentro del Parque, todo lo que tuvimos que hacer fue tomar una de ellas y subir bordeando todo el Monte Auseva hasta llegar al parqueo de Burreras, donde dejamos el auto.

Desde allí subimos por un sendero que nos llevó al Mirador del Príncipe (las vistas eran espectaculares), para después seguir ascendiendo hasta el Mirador de Entrelagos, desde donde pueden verse los lagos Enol y Ercina, uno junto al otro, como divisores naturales de la Garganta de Cares y la montaña Peña Santa.

Vista del lago Enol desde el Mirador de Enrtrelagos en los Picos de Europa

Allí estuvimos más de media hora, no solo admirando el hermoso escenario que se abría ante nuestros ojos, sino también descansando del esfuerzo de la subida. Después de todo, estábamos a más de mil metros de altura y una buena parte de ellos los habíamos ascendido a pie.

Cuando ya nos disponíamos a regresar al parqueo donde hablamos dejado el auto, la tarde se oscureció de repente. A lo lejos, las nubes corrían veloces entre los picos y presagiaban lluvia. Y como no queríamos que nos sorprendiera la noche allá arriba (la carretera, aun de día, es peligrosa), desandamos el camino a marcha forzada.

Llegamos a Cangas de Onís, de donde habíamos salido en la mañana, ya casi oscureciendo. La lluvia había cesado y el sol, que había vuelto a brillar, comenzaba a ocultarse. Todavía era posible divisar en la distancia, entre los tenues rayos de luz que aún lo iluminaban, el inconfundible perfil de los Picos de Europa. Los mismos picos a los que le prometí a Antonieta que regresaríamos. Y a los cuales, ella, ya nunca podrá volver.

El autor y su esposa celebrando el final del viaje

Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.

Fotos Archivo personal del autor.

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