Por Manuel C. Díaz.
A menos de una hora de Milán se encuentra el lago Como. Sin embargo, a pesar de su cercanía, la mayoría de las excursiones no lo incluyen en sus itinerarios. Los operadores de tours prefieren centrarse en la trinidad turística de Italia: Roma, Florencia y Venecia. Es comprensible. Son ciudades más importantes desde un punto de vista histórico, cultural y político. Pero para quienes ya hayan visitado esos lugares, es una buena opción subir un poco hacia el norte y, partiendo de Milán, visitarlo. Que fue lo que mi esposa y yo decidimos hacer justo aquel verano, hace ya algunos años, cuando atravesábamos un momento difícil en nuestras vidas.
En realidad, la idea fue de ella. Pocos lo saben, pero era mi esposa la que siempre terminaba escogiendo nuestros destinos de viaje. Y es que a mi esposa Antonieta le encantaba viajar. Desde que comenzamos a hacerlo siempre los planeábamos juntos. Y este no fue la excepción. Fue ella la que pensó que sería mejor visitar primero Milán y dos o tres días más tarde, Como. Y tuvo razón. Después del stress del tráfico alrededor de la Plaza del Domo, las aglomeraciones en la Galería Vittorio Emanuele II y las largas colas para ver La última cena, el famoso fresco de Da Vinci, expuesto en el antiguo refectorio del convento de Santa María de la Gracia, nos vino bien el bucólico paréntesis de Tremezzo y Bellagio, dos de los pequeños pueblos costeros que, como perlas acuáticas, adornan las orillas del lago Como.
Y eso hicimos, tres días después, nos levantamos temprano y partimos en tren. Fue un viaje de apenas 45 minutos. Desde que nos bajamos en la estación nos dimos cuenta de que estábamos en la antesala del reposo y la contemplación. A diferencia de la de Milán, grande y ruidosa, con más de catorce plataformas de embarque y miles de personas corriendo con maletas por los pasillos, la estación de Como era pequeña y silenciosa. Nuestro hotel el Metropole Suisse, estaba tan cerca de la estación que podríamos haber ido caminado. Fue ella también quien lo escogió. “Es pequeño”, me dijo. Pero cuando leyó que había sido administrado por la misma familia durante cuatro generaciones ya no tuvo dudas. Fue una decisión acertada. Sus 71 habitaciones, completamente remodeladas, eran acogedoras. Y lo más importante: estaba ubicado frente al lago.
Aquella tarde la dedicamos a recorrer la ciudad. En realidad, Como es relativamente pequeña. Y tiene pocos lugares de interés turístico. Lo primero que hicimos fue visitar su Catedral, una de las más grandes del norte de Italia. A su lado estaba el Ayuntamiento, una elegante edificación del siglo XIII cuya fachada está adornada con mármoles rosados, blancos y grises. Después, antes de regresar al hotel, escogimos un restaurante de los muchos que están alrededor de la Plaza Cavour, en el que cenaríamos esa noche.
A la mañana siguiente tomamos el barco en el que recorreríamos el lago. Decidimos comprar un boleto que nos permitiría ir bajándonos en los lugares que quisiéramos durante todo el día. Desde que salimos nos dimos cuenta de que sería un paseo inolvidable. Y es que las vistas del lago son de una increíble belleza. Sus verdes montañas y rocosas laderas han sido fuente de inspiración para muchos artistas. Desde Plinio, el joven, en tiempos romanos, hasta los casi contemporáneos Stendhal y Flaubert. Sus ensenadas cobijan pequeños pueblos que trepan por las colinas hasta llegar a sus cimas. Elegantes hoteles y aristocráticas villas se alzan en sus orillas. En la cubierta, feliz como nunca, mi esposa lo observaba todo.
La primera parada la hicimos en Tremezzo, donde está la villa Carlota, una elegante mansión de verano del siglo XVIII famosa por sus jardines en los que, según dicen, crecen las más hermosas camelias y azaleas de Europa. En su interior es posible ver la colección de tapices y pinturas que su dueña, una princesa prusiana llamada Carlota, adquirió en sus viajes por el mundo. En lo alto de la villa, subiendo por una estrecha escalera de caracol, llegamos a un mirador desde el cual pudimos ver el lago en todo su esplendor.
La segunda parada, donde almorzamos, fue en Bellagio, un encantador pueblecito que se alza en la misma punta donde el lago se divide en dos. En Bellagio visitamos otra villa, la Sebelloni, que al igual que la de Carlota, es famosa por sus jardines. Bellagio nos pareció tan bonito, tenía tantas tiendecitas y restaurantes, que decidimos quedarnos en el centro del pueblo y recorrerlo en su totalidad. Y eso hicimos. Cuando mi esposa se sintió cansada de tanto caminar por sus empinadas calles de adoquines, tomamos el barco de regreso a Como.
Esa noche, agotados por todo lo que caminamos durante el día, decidimos no salir del hotel y cenar en su restaurante, llamado Il Embarcadero, que tiene una acogedora terraza frente al lago. Sabia decisión. La cena de despedida fue única. Era el banquete lombardo que necesitábamos. Al otro día, renovados, tomamos el tren de vuelta a Milán y seguimos nuestro viaje por Italia.
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.