Por Manuel C. Díaz.
Zenaida, desesperada por la negativa de las autoridades de inmigración a recibirla, frustrada por la inutilidad de sus esfuerzos y acosada por el coronel Mendieta, no dudó un segundo cuando su amigo Yoisel le propuso escapar del país. Él y un grupo de jóvenes del barrio estaban en la etapa de construcción de una balsa y no le alcanzaban los dólares para comprar en la bolsa negra todos los materiales que necesitaban Ya habían conseguido maderos, bidones de aceite vacíos, neumáticos de tractor y acetileno para el equipo de soldadura, pero buscaban desesperadamente sogas, lonas, tornillos de banco y provisiones para el viaje.
Zenaida proporcionó el dinero que faltaba y Yoisel y sus amigos se encargaron de lo demás. Cuando todo estuvo listo, le avisaron: “Contigo seremos seis; no cabe nadie más”. Eran cuatro hombres y dos mujeres: Yoisel y su esposa Yamile, Carmelo Blanco y su hijo Vladimir, Pepe Piar y ella.
El plan inicial era salir de algún punto en la costa sur y dirigirse a Gran Caimán, pero Zenaida les pidió que navegasen hacia el oeste para tratar de llegar a México: “Qué sorpresa se va a llevar Carlos cuando lo llame desde Cancún”, les dijo.
La última vez que había hablado con él estuvo a punto de contarle que saldría clandestinamente en una balsa, pero al pensar que podrían estar grabando la conversación, no lo hizo. Casi al colgar el teléfono le dijo: “Carlos, mi amor, espérame siempre. Pronto estaré a tu lado”.
Ya casi a punto de partir, Zenaida compró en la tienda del Hotel Riviera ocho latas de sardinas, doce botellas de agua y tres paquetes de galletas de soda. Con sus últimos veinte dólares le compró a su padrino Sandalio una brújula vieja sin estuche y un dibujo de la Rosa Náutica con los rumbos del horizonte nítidamente señalados en un papel cuadriculado.
Después que su padrino escondió el dinero en una cazuela de barro que estaba debajo del altar de San Lázaro la acompañó hasta la puerta y le dijo:
-Recuerda que la brújula debe estar asegurada a la proa.
-Yoisel sabe de esas cosas, padrino.
-No te olvides de llevar tu resguardo.
-No se me puede olvidar; lo llevo cosido a mi ajustador.
Se despidieron en el portal con un abrazo breve y cuando Zenaida ya casi llegaba a la esquina de la calle, su padrino le gritó:
-Cuídate y que Dios te acompañe.
Salieron de Surgidero de Batabanó, un pequeño pueblo de pescadores de la costa sur de La Habana, en una balsa de tres metros de ancho por cuatro de largo. Anochecía cuando se lanzaron al mar y pensaban llegar a Islas Mujeres en tres días. Sin embargo, esa primera noche se metieron de lleno en una tormenta con olas de seis pies de alto que arrastraron la balsa hacia el centro del Mar Caribe.
Cuando amaneció, comprobaron con angustia que la brújula de la proa había desaparecido junto con las galletas de soda y las latas de sardinas y que ya no tendrían que decidir entre Gran Caimán o Islas Mujeres porque estaban definitivamente perdidos. Esa noche intentaron encontrar la Osa Menor para orientarse y tomar rumbo oeste, pero en la vastedad de aquel firmamento repleto de estrellas no pudieron identificar la Estrella Polar y terminaron confundidos entre las dos constelaciones.
Al tercer día llegaron a un cayo y lograron asegurar la balsa en una pequeña rada para hacerle reparaciones pues se le habían aflojado los tornillos y se le había desgarrado la lona. Cuando terminaron, decidieron echarse a la mar otra vez con la esperanza de que algún barco los rescatara.
Al quinto día ya habían consumido toda el agua que llevaban: al principio fue la saliva espesa, la resequedad en la garganta y el dolor en las costillas. Cuando se comieron las últimas algas que habían traído del cayo, comenzaron a mascar trocitos de madera de la embarcación y retazos de la vela.
Una noche vieron asustados un resplandor en el horizonte y pensaron que eran las primeras alucinaciones, pero cuando escucharon la música comprobaron con alegría que se trataba de un crucero. Parecía un rascacielos lumínico desplazándose lentamente sobre las oscuras aguas del océano.
El barco les pasó tan cerca que las olas de su estela casi vuelcan la balsa. Entonces pudieron ver las iluminadas cubiertas y los perfiles de los pasajeros en las claraboyas de sus camarotes. Pero nadie escuchó sus gritos. Cuando el seco fragor de los motores se fue apagando, el mar recobró su silencio original y la noche volvió a ser densa y oscura como si el mundo se hubiera muerto de repente.
Amanecieron abrazados unos con otros en un rincón de la balsa, desfallecidos por el hambre y la sed, pero deslumbrados por la limpidez de la mañana, del cielo y las aguas. Hacia el mediodía eran tantos los peces que nadaban en la superficie alrededor de la balsa que les pareció que podían capturarlos con solo estirar las manos. Yoisel trató de ensartar uno de ellos con la punta del machete que habían traído, pero en lugar de quedar engarzado en el acero huyó ensangrentado hacia las aguas profundas.
Entonces aparecieron los tiburones: primero fueron las amenazadoras aletas en la distancia y después fue un asedio sostenido hasta el oscurecer. Rodeaban la balsa y la golpeaban con sus cuerpos en un intento cuidadoso por voltearla. Todos estaban aterrados; menos Zenaida que permaneció inconsciente en la proa hasta que despertó en la madrugada sin sentido del tiempo, sin saber siquiera en qué lugar del mundo se encontraba y con los primeros extravíos esquivándole la memoria: “Carlos me está esperando”, repetía. Hasta que en un arrebato súbito se apoderó del machete y trató de cortarse las venas de los brazos mientras se daba cabezazos contra el tabique de madera de la proa.
Sus amigos lograron quitarle el machete de las manos, pero no pudieron impedir que se abriera la frente con uno de los golpes. La herida se extendía hasta el entrecejo, pero no sangraba. Los hombres se turnaban para evitar que se degollara, le secaban la herida de la frente que había empezado a supurar y se conmovían con sus desvaríos tiernos que se iban haciendo más débiles a medida que se acercaba la muerte.
Una noche creyó ver las luces de Cancún y se tiró al agua antes de que pudiesen detenerla. Yoisel y Pepe Piar se lanzaron al agua y la subieron a bordo, pero en el improvisado rescate perdieron los remos. Entonces quedaron a la deriva, comprobaron el desastroso estado físico en que se hallaban y se durmieron pensando que no sobrevivirían.
Cuando amaneció, Zenaida no estaba en la balsa. Su ajustador flotaba en el fondo de la embarcación junto a su resguardo yoruba. Alguien preguntó: “¿Y Zenaida?”. Pero nadie se molestó en buscarla porque todos agonizaban al unísono. Entonces se tomaron de las manos, cerraron los ojos y se dispusieron a esperar la muerte: “Me gustaría saber rezar”, dijo Yoisel. Ninguno vio llegar el barco que los rescató.
La última vez que el licenciado Carlos Aceves vio a Zenaida Batista fue en un sueño del que nunca despertó. Era una noche habanera de verano y Zenaida resplandecía en el escenario de Tropicana. Todos los bombillos de su falda metálica estaban encendidos y su cesta de frutas era una explosión de lumínicos colores. Pero justo cuando él se acercaba para abrazarla, la estructura del proscenio adquiría las concretas formas de una balsa y las cortinas bajaban hasta convertirse en un velamen satinado de dos vueltas. Quiso despertar y salirse de aquel sueño; pero no pudo porque de repente las aguas llegaron y todo el salón fue el profundo mar en el que Zenaida se hundiría. Lo último que Carlos vio mientras nadaba hacia ella, fue el resplandor de los mameyes bajo el agua.
-Fin-
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Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Walfrido Hau Ferrer es un pintor cubano.
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