Por Manuel C. Díaz.
La primera vez que el licenciado mexicano Carlos Aceves vio a Zenaida Batista fue en el escenario del cabaret Tropicana. El espectáculo había comenzado con retraso porque una de las pasarelas de madera que descendía de los árboles se había desprendido de sus goznes, había caído con estrépito sobre un piano de cola y había lanzado contra los atriles al timbalero de la orquesta.
En medio de aquella confusión salieron las bailarinas enfundadas en unas faldas metálicas con bombillas azules y unas cestas de frutas lumínicas adornando sus cabezas.
Entonces, justo cuando el maestro de ceremonias trataba de que la función comenzara diciendo, como si no hubiese ocurrido nada: “Buenas noches y bienvenidos al cabaret Tropicana, un paraíso bajo las estrellas” y la solista comenzaba a cantar: “Ay, mama Inés, ay mama Inés…”, uno de los cables eléctricos que estaba conectado a las faldas hizo un corte circuito y todo el cabaret, menos la cesta de frutas lumínicas de Zenaida Batista, quedó a oscuras.
Fue una visión grandiosa: bajo las luces de los mameyes encendidos en su cabeza, resplandecía la mujer más bella del universo. Desde una conveniente penumbra el licenciado Carlos Aceves pudo verla en todo su esplendor: era una mulata cubana de nalgas grandes y senos pequeños, ojos de almendras adormecidas y el mismo color turbinado de la melaza tibia de los ingenios. Aturdido, le pareció que estaba en presencia de algo sobrenatural: “Dios mío -dijo- es una reina africana”.
El estupor que le produjo aquella belleza sin límites lo hizo olvidarse de los contratos comerciales que pronto debería firmar. Se volvió hacia su anfitrión cubano y en el silencio que el apagón había generado, le dijo:
-Tienes que presentarme a esa mujer.
-¿A cuál de ellas – preguntó el funcionario?
-A la única que ha quedado encendida
Aquella misma noche, cuando después del espectáculo la llevaron a su mesa para que lo conociera, él le pidió que lo acompañara a Varadero. Ella accedió y al día siguiente el licenciado la recogió en una bocacalle sin nombre del barrio de Los Sitios.
Llegaron a Varadero un poco después del mediodía cuando ya el sol estaba en el cenit de la península. El cielo era como le habían asegurado: el más azul del mundo.
Desde la ventana de su habitación podían ver toda la playa: la Punta de Hicacos refulgía en el oriente mientras en la curva donde los cocoteros cerraban la ensenada, una encrucijada de sombras amables parecía asentarse para siempre. La blancura de la arena y la trasparencia de sus aguas no parecían ser reales.
Carlos Aceves se volvió hacia Zenaida y le dijo: “No me mintieron los amigos; es la playa más hermosa que he visto”. Ella aprovechó la magia del instante, le pasó el brazo por la cintura y se recostó a su hombro. Entonces él se arriesgó a besarla en el cuello, ella se retorció con un gemido de gata en celo y casi en un susurro le dijo: “Corre las cortinas que estás a punto de conocer el paraíso”.
Fue una tarde maravillosa pero interminable. Zenaida Batista hacía el amor de un modo estruendoso, prolongado y sostenido. Carlos Aceves nunca supo cómo pudo sobrevivir aquella maratónica cabalgata de amor, ni cómo pudo maniobrar sobre aquel increíble cuerpo de princesa taína sin sucumbir a la dicha de saberse dueño de ella.
Estuvieron tres días en Varadero y no pisaron sus arenas ni se sumergieron en sus aguas. Zenaida prefirió permanecer desnuda en la cama, comiendo ensaladas de langosta y recuperándose de los colosales orgasmos que la lentitud otoñal del licenciado le provocaban. Mientras tanto, él la contemplaba hechizado en toda su esplendidez: sus interminables muslos de dórica solidez, sus senos breves y firmes de indígena y sus descomunales nalgas de mulata cubana.
La última noche, mientras la miraba dormir, Carlos Aceves supo que ya no podría vivir sin ella, que la buscaría sin tregua por los rumbos inciertos de aquel enajenado mundo y que recorrería sin concierto las calles de La Habana hasta encontrarla en alguno de sus rincones. Y supo también que, si la perdía, una ansiedad insoportable lo mataría.
Al otro día, cuando Zenaida despertó, Carlos la tomó de los hombros y loco de amor, le dijo: “No quiero perderte; pídeme lo que quieras”. Ella lo miró a los ojos sin malicia y con una sinceridad increíble solo atinó a decir: “Una libra de café para mi mamá y una visa mejicana para mí”.
(Continuará…)
Manuel C. Díaz es escritor cubano, crítico literario y de arte, cronista de viajes.
Noel Morera es pintor cubano.
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¡Don Manuel!
Qué lujo leerle. Gracias.
EXCELENTE CUENTO DE MANUEL QUE LEI CON PLACER. EL ES UNO DE LOS MEJORES NARRADORES DEL EXILIO MIAMENSE.
Magnífico.
Muchas gracias.