Por Máximo Calabresi/Time.
Cae la tarde del 4 de julio en el Palazzo Chigi de Roma, sede del gobierno italiano, y la primera ministra Giorgia Meloni recorre los pasillos de mármol. Ha pasado la última hora respondiendo preguntas sobre su historia personal, su ascenso al poder y su trayectoria con una franqueza cautivadora. Pero ahora, al final de la entrevista, tiene una pregunta. «Es usted una persona honesta», comienza con el inglés nítido que, según dice, aprendió de las canciones de Michael Jackson. «¿Hay algo del fascismo que mi experiencia le recuerde, de lo que hago en el gobierno?»
El fascismo es un tema del que Meloni no puede escapar. Cuando llegó al poder en octubre de 2022, liderando un movimiento fundado por los últimos seguidores devotos de Benito Mussolini, sus críticos en Italia y en toda Europa afirmaron que sus llamados al orgullo nacional y a la defensa de la «civilización occidental» presagiaban un giro a la extrema derecha para la octava economía más grande del mundo. El presidente Joe Biden citó su elección como un ejemplo de la amenaza que el autoritarismo representa para la democracia global.
Pero Meloni ha desconcertado a sus críticos. En el ámbito nacional, ha virado hacia el centro en algunas de sus promesas de campaña más impactantes, como la imposición de un bloqueo naval para detener la inmigración ilegal embarcada. En el escenario internacional, se ha comportado menos como una revolucionaria de derecha que como una conservadora pragmática. Meloni ha apoyado a la Unión Europea, la OTAN y Ucrania, ha trabajado para aislar a China y se ha esforzado hábilmente por reconciliar las tensas relaciones entre Estados Unidos y Europa durante el inicio del segundo mandato del presidente Donald Trump. En el camino, ha conquistado a líderes de todo el espectro ideológico, desde Biden hasta la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el vicepresidente J. D. Vance…
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