Por Zoé Valdés.
No recuerdo en los años que viví en Cuba haber celebrado jamás con felicidad el Día de la Independencia de la isla. Los comunistas decidieron imponer nuevas fechas y sólo se festejaron después las efemérides concernientes a sus heroicidades individuales y grupales; aunque más individuales, personificadas solamente en Fidel Castro. De modo que esa República que ellos llaman “mediatizada” nunca fue parte de la educación nacional para los que nacimos a partir de 1959.
Es la razón por la que me resulta sorprendente ver a tantos cubanos de mi edad y más jóvenes inclusive conmemorar lo que significó una nueva era republicana en la historia de la que había sido por su fulgor la Perla de las Antillas. El cubano adoctrinado por el régimen posee una facilidad admirable para reciclarse en todo: si ayer gritaba “¡Abajo la República!”, o se preguntaba –no sin cierto mohín de asco– qué república era aquella, hoy alaba los parabienes de esa República, tan denostada y manipulada por los fidelistas.
En mi casa mi abuela recordaba el 20 de mayo como una fecha clave para situar dos etapas: la pobre y la de enriquecimiento. Punto y basta.
Y, aunque mi familia jamás se enriqueció, pudo ser testigo de cómo la isla se desinfectaba de enfermedades, se construían carreteras, crecía a niveles económicos insospechables lo mismo en diversas zonas rurales como en la capital, donde el crecimiento alcanzó momentos espectaculares; además, se marcó un interés por la cultura y por sus protagonistas en un contexto de libertades absolutas, sin que pasaran a ser mimados de nada, más bien timoneles de su arte y de sus rumbos estilísticos.
El 20 de mayo también dejó una estela de ceremonias verbales que ni el castrismo pudo borrar, con su afán de suprimir, anular, tachar, todo aquello que le reprocharon al capitalismo, al que rebautizaron como imperialismo.
Eso trajo como consecuencia que en algunos momentos, cuando alguien se hallaba amenazado o a punto de ser amonestado, se le decía: “Te va a caer un 20 de mayo”; o en el caso contrario podía significar que la persona que intentaba fastidiar a alguien o algo iba a ser puesta en su sitio como situaron a Cuba en aquella luminosa fecha donde los cubanos emprendieron un camino hacia una auténtica independencia: “Otro 20 de mayo”.
Es cierto que en la actualidad son numerosos los que se preguntan si entonces aquella independencia republicana constituyó el comienzo de una hermosa y favorecedora época para la isla otrora nombrada la Llave del Golfo, o si en verdad el nacimiento de ese independentismo abrió la brecha para el enmarañamiento nacional que surgió más tarde y que dio al traste con la República e instauró la Revolución de los bolechurres.
En mi caso personal, celebro el 20 de mayo debido a sus connotaciones plenas de libertad, sobre todo económicas; fecha tras la cual el cubano pudo tomar las riendas de sus sueños y se convirtió en emprendedor y empresario verdaderamente decidido e independiente.
Celebro también una fecha que suponía el esplendor, y de la que ahora la tiranía trata de apropiarse disimuladamente en medio de su evidente desespero, al querer hacer de las ruinas de los años 50 un patrimonio propio con el mero objetivo de, una vez más, embolsarse las enormes riquezas que todavía la belleza creada por otros producen sus –para algunos, “maravillosos”– escombros.