Por Manuel C. Díaz.
El Vilhjam, el barco de Viking River Cruises en el que recorríamos el río Danubio, atracó en Viena al amanecer. Desde nuestro camarote pudimos ver en la distancia cómo los primeros rayos del sol iluminaban lentamente los edificios de la Ringstrasse, la avenida más importante de la ciudad.
No fue hasta que subimos a la cubierta que nos dimos cuenta de que el embarcadero al que habíamos llegado estaba lejos del casco antiguo y que no podríamos ir caminando como habíamos pensado. Así que lo que hicimos fue aprovechar la excursión que Viking Cruises ofrecía y que consistía en una visita guiada al Palacio Imperial de Hofburg y la Catedral de San Esteban, entre otros puntos de interés turístico.
La primera parada de la excursión fue en la Plaza de María Teresa, situada en el mismo corazón de la ciudad y una de las más visitadas por los turistas. Fue construida en 1819, entre el Museo de Historia Natural y el Museo de Historia del Arte, para homenajear a la emperatriz María Teresa, la mujer más poderosa de los Habsburgos, cuya estatua se levanta en el centro de la plaza.
Su reinado de cuarenta años comenzó con la muerte de su padre Carlos VI y continuó aun después de su boda con Francisco Esteban de Lorena, el futuro Francisco I, con el que tuvo 16 hijos, entre ellos la que sería reina de Francia, María Antonieta.
Desde la Plaza de María Teresa, con solo cruzar una calle, se llega al Palacio Imperial de Hofburg, que fue durante casi seiscientos años la residencia oficial de la dinastía Habsburgo.
Frente a su fachada principal, el guía de nuestra excursión nos explicó que el palacio consta de 2600 habitaciones, de las cuales solo unas pocas están abiertas al público, entre ellas las de la Cámara del Tesoro, donde se exhiben las joyas de la corona, el sable de Carlomagno y la Santa Lanza, de la que se piensa fue una de las que atravesaron el cuerpo de Cristo en la cruz.
Señalando hacia el ala izquierda del Palacio, el guía nos dijo que era allí donde se encontraban los llamados Apartamentos Imperiales, que también pueden visitarse y que todos asocian con el reinado de Francisco José I y de su bella esposa, Isabel de Baviera, mas conocida como Sissi.
Es aquí en el Palacio, en lo que fue la capilla privada de la familia real, donde se celebran las actuaciones del famoso “Coro de los Niños Cantores de Viena”, cuyas entradas son tan difíciles de conseguir que hay que comprarlas con varias semanas de anticipación. Lo mismo ocurre con los boletos para entrar a la Escuela de Equitación Española, una de las academias ecuestres más antiguas del mundo, situada en el interior del palacio y donde se presenta el conocido espectáculo de los caballos Lipizanos.
Salimos del área del Palacio hacia la Catedral de San Esteban, y lo hicimos tomando la peatonal calle Graben, una de las principales de Viena, repleta de tiendas exclusivas y de antiguos edificios típicamente vieneses.
Es en esta calle donde se encuentra la llamada Columna de la Peste, mandada a construir por Leopoldo I en 1690 para dar gracias por el fin de una epidemia que dejó más de cien mil muertos. La columna, de color dorado, es de estilo barroco y en su base pueden verse numerosas figuras que, según nos explicó el guía, representan el triunfo de la fe sobre la enfermedad. En lo alto de la columna el emperador Leopoldo reza a Dios por el fin de la epidemia.
Al llegar al final de la calle Graben se abre la Plaza de San Esteban (en alemán Stepehansplatz), la más importante de Viena y en la que se encuentra la Catedral de San Esteban, construida en el siglo XII y sede del Arzobispado.
En su exterior se pueden observar las dos torres campanarios -la Sur y la Norte- y los portales de entrada al templo: el de los Cantores, el del Obispo, el del Gigante y el de las Torres, al frente del cual estábamos parados nosotros y desde donde nuestro guía nos explicaba su historia: fue mandada a construir por Rodolfo IV de Austria en 1147 y se levantó sobre las ruinas de dos iglesias anteriores. Severamente dañada durante un fuego en 1258, fue totalmente reparada algún tiempo después. Pero solo para ser bombardeada en 1945 por los soviéticos que trataban de ocupar la ciudad, y casi destruida por los alemanes cuando se retiraban de ella. Vuelta a reconstruir una vez más en 1948, es el símbolo religioso más importante de Viena y una de las iglesias góticas más grandes de Europa.
Al salir de la Catedral el guía nos informó que la excursión había terminado y que los que quisieran regresar al barco podrían hacerlo en el ómnibus que esperaba a solo unas cuadras de distancia. Nosotros decidimos quedarnos para seguir caminando por los alrededores pues eran casi las cuatro de la tarde y queríamos participar del extendido ritual vienés del café con pastel.
En la calle Graben habíamos visto algunos cafés, pero todos nos parecieron demasiado turísticos y sin el aura tradicional de los llamados kaffeehaus, con sus lujosos interiores, puertas de cristal y bronce y mostradores de madera oscura, como el que en un viaje anterior habíamos visitado.
Aunque no recordábamos exactamente dónde estaba, salimos en su busca. Nos adentramos por una de las calles laterales de la Catedral hasta que vimos uno que creímos era el mismo de aquella vez. Quizás no lo era; pero se parecía mucho. Sus muebles eran de piel y las tapas de las mesas eran de mármol. La sensación de déjà vu fue instantánea. Para no romper el encanto, volvimos a ordenar lo mismo que en aquella ocasión: el sencillo Brauner (café con leche) y una simple torta de chocolate.
Al salir ya eran casi las cinco de la tarde y caminamos de vuelta hasta el área del Palacio que todavía, a esa hora, estaba llena de turistas. Algunos se tomaban fotos frente a los monumentos; otros paseaban en los coches tirados por caballos -los llamados fiakers– que se alinean justo a la entrada de la Plaza de los Héroes.
Cruzamos la calle y en el parque de María Teresa tomamos un taxi que nos llevó de vuelta al barco. No queríamos llegar tarde porque esa noche asistiríamos, por invitación de Viking Cruises, a un concierto de música clásica.
Después de los cócteles y la cena, nos reunimos en el lobby del barco para salir hacia el Palacio de Hofburg, en cuyos salones se celebraría la velada musical. Se trataba de un concierto de la Wiener Hofburg Orchester, fundada en 1971 y compuesta por 36 músicos y seis cantantes solistas (sopranos, barítonos y tenores) bajo la batuta del director Gert Hofbauer, y cuyo programa consistía en una selección de operetas y valses de Johann Strauss, Franz Lehár y Emmerich Kalman, así como arias y duetos de Mozart.
Cuando el concierto terminó y regresábamos al barco, el conductor del ómnibus nos dio un paseo por la ciudad. Todos los grandes edificios estaban iluminados: la Opera, el Parlamento y el Ayuntamiento. Fue una magnifica despedida. Primero, la música. Y después, las luces. Al llegar al embarcadero, ya el barco se preparaba para zarpar. Subimos a la cubierta superior y desde allí, bajo un cielo estrellado, le dijimos adiós a Viena, una ciudad imperial.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
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Que artículo tan refrescante
Gracias