
Por Manuel C. Díaz.
(Cuento)
A Juan Vicente Socarrás no le gustaban los obituarios. Sabía que se publicaban en los principales periódicos del mundo bajo severos recuadros de luto, pero nunca los había leído. Ese aspecto noticioso de la muerte no le interesaba. Los consideraba una especie de crónica social póstuma de mal gusto.
Sin embargo, cuando se casó con Teresa Tablada, como una temprana galantería de recién casado porque a ella le gustaban, comenzó a leerlos. Fue una adicción instantánea. Una rutina que compartieron durante cincuenta años de matrimonio y que llegó a convertirse en un ritual matutino de proporciones enfermizas.
A Senén, su hermano mayor, que muchas veces al reprocharle la costumbre solía calificarla de necrofilia literaria, lo tranquilizaba diciéndole: “Es sólo un hábito adquirido de Teresa”.
Ese hábito había comenzado en La Habana, justo al otro día de su boda. Se habían casado en la Iglesia del Carmen y la primera noche la pasaron en una suite del Hotel Nacional. Todo estuvo bien, pero antes de que amaneciera, ella lo había despertado: “Juan Vicente, baja al lobby y compra el periódico”. Aturdido, él sólo atinó a preguntar: “¿Qué periódico?”. Teresa pasó por alto la inutilidad de la pregunta y le dijo: ¿Cuál va a ser? El Diario de la Marina. El único que trae los obituarios extendidos”.
Juan Vicente se levantó, y mientras se vestía a tientas en la oscuridad, preguntó: “¿Qué tienen de especial los extendidos?”. Teresa encendió la lámpara de la mesa de noche antes de contestar: “Los extendidos son como novelas”.
Fue la primera vez que Juan Vicente leyó un obituario. No uno, sino varios. En realidad, lo que hizo fue escuchar a Teresa leerlos en voz alta. La experiencia lo impresionó. Pero no le parecieron novelas. Eran más bien pequeñas biografías. Vidas enteras condensadas por el rigor del espacio periodístico a cuatro párrafos repletos de momentos esenciales.
Cuando regresaron a La Habana desde Varadero, donde habían pasado su luna de miel, se suscribieron al Diario de la Marina. Aquello fue el inicio de una larga cadena de suscripciones internacionales. Tan larga como su aventura de exiliados cubanos. En España fue El País; en Nueva York, La Prensa. Y en Puerto Rico, donde murió Teresa, El Nuevo Día. Fue en ese diario donde apareció su obituario extendido. El único que no leyeron juntos.
Ahora él estaba solo, vivía en Miami y seguía con el hábito adquirido de leer obituarios. La única diferencia era que ahora también los leía en inglés. Para eso se había suscrito a The Miami Herald que incluía, si se solicitaba, El Nuevo Herald en español. Así, con una sola suscripción, su información sobre las muertes era bilingüe. Sin embargo, a pesar de ese puente mortuorio entre el mundo anglosajón y el hispano, la rutina que precedía su lectura seguía siendo la misma. Como cuando Teresa vivía.
Lo primero era esperar el periódico. Despertaba en la madrugada y permanecía acechante en la cama hasta que sentía acercarse el automóvil del repartidor. Entonces aguzaba el oído y escuchaba, en el silencio suburbano del vecindario, el sonido del periódico dando vueltas como un bumerán en el aire. Si sentía un ruido de arbóreas quebraduras, había aterrizado entre las adelfas del cantero izquierdo. Si el ruido era seco y fibroso, sabía que había golpeado el tronco de la palma cana que se alzaba a la derecha de la ventana y que podría encontrarlo justo debajo del carporch.
Un golpe pétreo significaba que había caído en su lugar preferido: los pavers del driveway. El lugar del arribo era lo de menos. Lo importante era la puntualidad. Porque cuando por cualquier razón la entrega se demoraba, la angustia de la espera era insoportable. Comenzaba entonces una serie de frenéticas llamadas telefónicas que el contestador automático del rotativo era incapaz de asimilar: “Si su llamada es con relación a la entrega del periódico de hoy por favor marque…”.
Ni la neutralidad vocal del mensaje lograba calmar su ansiedad. Juan Vicente no esperaba; marcaba cualquier número y la grabación se interrumpía. Exasperado, colgaba el auricular con furia y volvía a intentarlo sin éxito. Cuando al fin lograba hablar con la operadora, lo hacía a gritos y terminaba peleando con la supervisora de turno. Ya las empleadas lo conocían. “Atiéndelo tú; es el viejo que lee obituarios”, se decían unas a otras. Afortunadamente, el periódico casi siempre llegaba a tiempo.
Después del arribo comenzaba un ritual complementario: la preparación de su café matutino. Nunca leía el periódico antes de hacerlo. Era una manía.
El proceso era sencillo, pero él lo complicaba por la importancia que le otorgaba a la exactitud de las cantidades a utilizar. Sin embargo, a pesar de todas las provisiones, había ocasiones en que se equivocaba. Casi siempre con el agua, que era lo más difícil de medir. Cuando esto ocurría, volvía a empezar. Estaba solo y tenía en sus manos todo el tiempo del mundo.
Quizás fue su soledad la que lo hizo buscar compañía. No la de una mujer, porque ya estaba a salvo de esas urgencias, sino la de alguien con quien compartir un café. Sus hijos estaban lejos, desperdigados por la Unión, persiguiendo el sueño americano. Sin ellos y sin Teresa, la nueva casa no era un hogar. Era una casa sin alma por la que deambulaba hablando solo en las mañanas y a merced de los recuerdos en la noche.
Un día, leyendo el obituario de un médico cubano, se le ocurrió la idea de asistir a su velorio. Quizás podría hacer nuevas amistades. Después de todo, era como si lo hubiese conocido. Se llamaba Manuel Mendizábal y en su obituario extendido estaba impresa su vida entera: desde el nacimiento hasta la muerte. Aparecía el nombre de la viuda, el de sus hijos, la universidad donde se graduó, los hospitales donde ejerció, los premios que obtuvo, las organizaciones a las que perteneció. Todo. Hasta las causas de la muerte, porque ya no se utilizaban eufemismos para referirse a ellas. Mendizábal había muerto de un cáncer en el estómago.
Esa noche, cuando Juan Vicente llegó a la funeraria, no encontró espacio para estacionar su automóvil. Como esperaba, la funeraria estaba llena. Se abrió paso entre los grupos que conversaban en los pasillos y se dirigió a la capilla donde estaba expuesto el cadáver. Desde la puerta comprobó con alivio que el ataúd estaba abierto. Uno de los motivos por los cuales estaba allí, además de la compañía que podrían proporcionarle los asistentes, era ver el cuerpo del doctor Mendizábal para cotejar con la realidad el retrato mental que se había trazado. Para él, todos los médicos cubanos de más de sesenta años eran ancianos canosos con batas blancas, un estetoscopio al cuello y una expresión de amable complacencia en el rostro.
Juan Vicente se acercó al ataúd y contempló el cadáver. No se había equivocado. Mendizábal era canoso y de piel rosada. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y un crucifijo de nácar entre los dedos. Si no fuera por el impecable traje de gabardina inglesa y la corbata de seda, parecería un obispo canonizado. Su expresión, a pesar de los rellenos y el maquillaje, era de una vívida naturalidad. Le pareció que lo conocía de siempre y sintió tristeza por su muerte. Pero se alegró de haber ido. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Ya sus noches no serían maratónicas sesiones de televisión. Este era su primer velorio ajeno, pero ya vendrían otros. Entonces se persignó, bajó la cabeza y oró como no lo había hecho en muchos años. Lo próximo que supo fue que estaba hablando de Mendizábal como si lo conociera de toda la vida. Esa noche, Juan Vicente se acostó pensando en el próximo velorio y en un método para escoger el de las personas más prominentes a partir de sus obituarios extendidos. El sueño lo sorprendió considerando asistir también a los entierros.
Fue antes de que apareciera el segundo velorio cuando comenzaron los problemas. Una mañana, al salir de un supermercado, no pudo encontrar su auto en el estacionamiento. Alguien lo vio dando vueltas desorientado, con las llaves del carro en la mano, y llamó a la policía. Por su licencia de conducir averiguaron su dirección y lo llevaron a la casa. A través de un vecino localizaron a uno de sus hijos, le informaron sobre lo ocurrido y sólo se marcharon cuando Juan Vicente les aseguró que se sentía mejor. Nada fue igual a partir de ese momento.
Su hijo había prometido ir a la semana siguiente para llevarlo al médico. Pero él no esperó. Al otro día comenzó de nuevo a buscar su próximo velorio.
Lo encontró en el de Raúl Aguilar, un prominente empresario cubano que había hecho una fortuna en la radiodifusión. Un velorio que prometía ser el más concurrido de todos, pero al que nunca asistió porque se extravió en camino a la funeraria. Esta vez sus hijos tuvieron que ir a buscarlo al hospital.
Las pruebas médicas fueron concluyentes: Alzheimer. Fue entonces cuando sus hijos consideraron la posibilidad de llevarlo a un living facility para pacientes con esa enfermedad. “Allí estarás mejor, papá”, dijo el mayor. “Es que ya no puedes vivir solo”, dijo el menor.
Juan Vicente les respondió con firmeza: “Esta es mi casa. Para morir no necesito ningún living facility.
Aquí me quedo”. Ese día, después que sus hijos se marcharon, sabiendo que le quedaba poco tiempo antes de que perdiera la memoria, decidió escribir su obituario: “No puedo entretenerme leyendo el de otros”, pensó. “Debo ocuparme del mío”. Sería más extenso que los extendidos. No una pequeña biografía sino un mamotreto de casi cuarenta páginas que fue creciendo con la misma intermitencia de sus períodos de lucidez. A veces, cuando se le extraviaban los pensamientos, estaba días sin escribir. Pero cuando su mente regresaba desde los meandros de su enfermedad, recuperaba su capacidad narrativa y escribía sin parar.
Cuando al fin terminó, lo encuadernó en un fólder con presillas, como si fuera un manuscrito literario, y lo tituló: Un obituario para Juan Vicente. Después lo puso en un sobre amarillo grande, lo envió a El Nuevo Herald y se dispuso a esperar que apareciese en uno de los sobrios recuadros de luto en la sección de defunciones.
Una madrugada, más temprano que de costumbre, sintió acercarse como siempre el automóvil del repartidor. Sintió el sonido del periódico dando vueltas como un bumerán en el aire y un golpe pétreo sobre los pavers del driveway. Pero antes de que ni siquiera pudiese alegrarse por el lugar del arribo, sintió también la voz de Teresa: “Juan Vicente, baja y recoge el periódico que hoy salió publicado tu obituario”
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
–FIN–
Pingback: Un obituario para Juan Vicente – – Zoé Valdés
Muy buena narracion, me recuerda aldo de Italo Calvino en una concersacion con una paraona donde la distancia de tantos años luz no fue impedimento alguno.