Por Ulises F. Prieto.
Esta semana el texto requiere un prólogo. Leí el libro “Los naipes en el espejo” de Armando de Armas, quien es, después de Gastón Baquero, el único escritor conservador que tenemos los cubanos. Un conservador no es un mojigato, ni un hombre anclado en el pasado. Una vez escuché al pensador carlista, Miguel Ayuso, decir algo así como que un conservador sólo puede aspirar a defender el reflejo del reflejo de algún otro reflejo. Decía que ahora defendemos el Estado Nación porque está en peligro por una globalización anticristiana. Pero es que ya el Estado Nación fue el producto de otra globalización anterior que salió de la Paz de Westphalia. La tradición es tan necesaria que por muchas revoluciones que la asalten periódicamente, las personas crean espontáneamente su nuevo orden y regresan a ella. Recordé aquella conversación entre Borges y su amigo Bioy Casares sobre alguien que consideró a la fornicación y los espejos iguales de abominables, porque ambos multiplicaban a los hombres. Los espejos son artilugios amados por los conservadores precisamente por esa razón, y además porque los espejos nos devuelven a la verdad de nosotros mismos. La imagen de los espejos y sus reflejos repetidos me volvió esta semana, cuando Facebook eliminó de modo permanente todas las cuentas de la escritora Zoé Valdés. En esta época de distanciamiento, donde buscamos los espejos y las pantallas para encontrar a los semejantes, apagar las conexiones y censurar los contactos de un escritor es una crueldad. Hubo una época en que visitábamos las barberías y las peluquerías y veíamos gente. Tantas como quisiéramos, porque ahí estaban sus reflejos que eran reflejos de reflejos. Las peluquerías son unos de los primeros negocios que ha padecido el distanciamiento. Si esto sigue así, la imagen de una peluquería se convertirá en el símbolo del conservadurismo. Tal vez las mujeres visitan tanto las peluquerías, no por frívolas o narcisistas, sino por conservadoras. Las mujeres, las madres, siempre son conservadoras. No pueden ser de otro modo. Son el centro de gravedad de la familia. El espejo donde nos miramos. Y ahora el texto, amigo lector:
Se sabía escritora; pero no escribía. En la peluquería, sentada antes de que le arreglaran el pelo, miró al espejo que tenía en frente. Había otro a la espalda. Primero vio el reflejo inmediato, luego el reflejo del reflejo y así se perdió en ese infinito de ella misma. Se acordó de aquel personaje sobre el que tanto había pensado. Aún no había empezado su historia. Le preocupaba. La pereza de ella no dejaba que él existiera… tal vez ya existía. ¿Es necesario que haya un texto para que un personaje tenga vida? Lo había imaginado tantas veces. Claro, con diferentes rostros y figuras, y diferentes caracteres, distintos nombres, distintas historias, o posibles historias, pero era siempre él. Su personaje. Por supuesto que ya existía, ya lo quería. Una buena historia sería que ella, la autora, le confesara a él que ya lo amaba como si fuese real. Debía hablarle de modo indirecto. Es así como los autores hablan con sus personajes. Ella se imaginaba que se sentaba otra vez a escribir. La pantalla era persistentemente blanca. Parecía su propio vacío. Sabía que se acababa allí, pero se mostraba infinita, como aquellos espejos. Quería contagiar de su soledad a su personaje, pero se le atropellaban los comienzos. Podría empezar dejando que él soñara con su propia autora y sintiera la urgencia de dedicarle algún texto. Su personaje también se sabría escritor, porque como ella, ya habría imaginado numerosas historias. La autora buscó inspiración en uno de sus reflejos. Nunca podría saltar hacia aquella pecera y preguntarle cómo imaginaba la otra a su personaje, pero seguro era igual al suyo, tal vez era el mismo hombre. Allí estaba él, pensando que ella pensaría en él, o quizás todas aquellas infinitas mujeres de los espejos lo imaginarían a él a la vez. Tenía enfrente una pantalla blanca, donde a veces se dibujaban algunas oraciones reticentes, que luego se borraban de inmediato. Sus intentos se interrumpían cuando ella perdía la concentración. Hubo veces hasta que desapareció, pero siempre volvía. El autor imaginaba ahora a su autora en la peluquería. Ella por un momento tuvo que apartarlo, porque debía explicar cómo quería su peinado. Luego volvieron ambos a concentrarse en sus respectivos textos, hasta que ella escuchó que iban a abrir una discoteca en la esquina. Todos los reflejos se sorprendieron a la vez. El personaje debería apurarse en escribir, porque ella, todas ellas, ya estaban pensando en encontrar a un hombre real. Él lo intentó otra vez, por fin completa la primera oración. Luego, la segunda, la tercera. El primer párrafo, el segundo. Ya casi está en el final. Veía cómo su autora se iba alegrando con su nuevo peinado. Todos los reflejos se miraban complacidos unos a otros. No podía pensar en otra cosa. Tampoco en su personaje. Ya habrá tiempo para escribir algo sobre él. Después de pagar (si se pudiera sumar todos los reflejos el dinero sería infinito), las infinitas escritoras desaparecieron a la vez.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.
Un placer siempre leerle. Excelente.
Siempre halagadora, Heidys. Muchas gracias. Un abrazo.
Formidable
Me encanta que te haya gustado. Muchas gracias.
¡Genial! Me encantó. Gracias
Muchas gracias. A mí me encanta que te haya gustado.