Por Carlos Manuel Estefanía.
Vivo, como saben mis lectores, en un municipio hecho de contrastes. Botkyrka, al sur de Estocolmo, es un mosaico de culturas donde la calma nórdica se mezcla con el murmullo multilingüe de sus calles. Desde aquí, semana tras semana, intento comprender este país que me acogió: tan distinto del mío, tan humano en sus aciertos y contradicciones.
Hace unos días, caminando por Tullinge, me encontré con una noticia que resume lo mejor y lo más desconcertante de la justicia sueca. Un joven de veintidós años, que pasó más de un año en prisión acusado de complicidad en un triple asesinato, fue finalmente declarado inocente. El Estado le indemnizará con 454,831 coronas por el tiempo perdido, por la angustia, por el estigma. En Cuba, donde la justicia suele ser una prolongación del poder, cuesta imaginar algo así: que el propio Estado reconozca su error y repare al inocente. Pero aquí tampoco todos aplauden. Algunos piensan que la absolución judicial no borra los vínculos del muchacho con el mundo del crimen. Esa tensión entre el principio y la sospecha, entre la ley y la emoción colectiva, es parte del precio de vivir en una democracia liberal.
Mientras tanto, en Tumba —el corazón urbano de Botkyrka— comienza a levantarse una nueva ilusión. Tuna torg, un rincón gris y olvidado, renacerá con viviendas, tiendas y un supermercado. Escucho a los vecinos hablar del proyecto con esa mezcla tan sueca de esperanza y prudencia: “Hace falta, pero que no cambie demasiado”, dicen. En el fondo, todos saben que los barrios también tienen alma, y que reconstruirlos es mucho más que apilar ladrillos.
En el municipio vecino, Salem, se ha inaugurado una casa para mayores. No es una residencia cualquiera, sino un espacio pensado para que los ancianos vivan, rían, se muevan. “Queremos prevenir antes de que duela”, dijo una funcionaria municipal. Pensé entonces en nuestros viejos en Cuba, tan a menudo resignados a esperar que la vida se apague. Aquí, en cambio, el Estado asume que la vejez también puede ser un acto de rebeldía contra el olvido.
En las escuelas de Botkyrka se refuerza la seguridad: puertas con lectores de tarjetas, menos ventanas hacia los pasillos, más control. Algunos padres lo celebran; otros sienten que las aulas comienzan a parecer fortalezas. Yo mismo no sé qué pensar. La libertad y la protección siempre discuten entre sí. Pero al menos aquí esa discusión es pública, abierta, y cada decisión se toma con la participación de todos.
Hasta la iglesia de Botkyrka se ve sacudida por el debate político. Los socialdemócratas rompieron su alianza con un grupo religioso y formaron una nueva mayoría junto a otros partidos. Me sorprendió saberlo: en Cuba, donde la política se mezcla con la fe solo para manipularla, sería impensable que una iglesia se convirtiera en un campo de diálogo plural. Aquí ocurre, y a nadie le parece blasfemia. Como dato curioso, en Suecia la Iglesia celebra elecciones cada cuatro años. Sí, elecciones. Los miembros —todos los inscritos, incluso desde los 16 años— votan por representantes que deciden sobre asuntos religiosos, sociales y culturales. Es una forma de democracia interna que sobrevive incluso después de la separación formal entre Iglesia y Estado. Que la fe se someta al escrutinio público, que se debata y se vote en su seno, es otra muestra de cómo este país entiende la participación: como algo que no excluye ni siquiera lo espiritual.
Y luego están las pequeñas historias que devuelven la fe en la humanidad. Anneli Eriksson, una mujer ciega de Tullinge, enseña a sus vecinos cómo comportarse con su perrita guía, Mango. “Solo hay que avisar que vienes con tu perro y pasar del otro lado”, dice con serenidad. Mango le da libertad, y ella, a cambio, nos enseña educación cívica. Cuánto nos falta a los cubanos —tan impulsivos, tan de tocar y preguntar después— para entender que el respeto también se aprende.
Más allá de la frontera municipal
Esta semana en Suecia ha estado marcada por hechos que van desde iniciativas gubernamentales hasta episodios de violencia y debates sociales.
Mientras el mundo se rinde ante ese suicidio asistido que es la eutanasia, Suecia —tan moderna para otras cosas— se resiste y apuesta por la verdadera muerte digna. Prueba de ello es Estocolmo, cuyos hospitales paliativos han recibido 32 millones de coronas para mejorar la atención a los enfermos terminales. En Suecia, la muerte se acompaña, se conversa, se dignifica. No es un tabú, sino un proceso más de la vida. Pienso en los hospitales cubanos, donde la muerte es silencio, trámite y dolor sin consuelo, y entiendo que el respeto a la vida comienza por saber despedirla.
También hay renacimientos. El mar Báltico, que muchos creían condenado, vuelve a llenarse de strömming, ese arenque plateado símbolo de la cocina sueca. Los pescadores lo celebran como una victoria de la paciencia y del cuidado ambiental. “La vida regresa si uno la deja respirar”, me dijo un anciano en el muelle. Cuánta verdad en esa frase: también las sociedades necesitan tiempo y espacio para recuperar su oxígeno.
Pero no todo brilla. El sistema de ambulancias en Estocolmo está saturado. A veces las llamadas al 112 se demoran, y la diferencia entre la vida y la muerte se mide en minutos que no llegan. Suecia, tan organizada, también se cansa, también se equivoca. Eso sí: aquí los problemas se dicen en voz alta, se discuten en los periódicos, se exigen soluciones. En mi país, en cambio, el silencio sigue siendo parte del sistema.
Hace unos días, en el aeropuerto de Arlanda, se inauguró un enorme retrato de Armand Duplantis, el atleta que desafía la gravedad. Lo observé un rato y pensé que Suecia, con todas sus fallas, es también eso: un país que celebra el esfuerzo individual, que cree en la superación, que aplaude a quien salta más alto sin pedirle carnet del partido.
El Gobierno sueco destinó 2,5 millones de coronas para fortalecer la vida judía y revitalizar el idioma yidis. Parte de esos fondos celebrará los 250 años de presencia judía en el país. La ministra Parisa Liljestrand lo expresó con una frase que me conmovió: “La cultura judía es parte inseparable de nuestro patrimonio nacional”. En una nación que fue neutral durante las grandes guerras, este gesto es más que simbólico: es un acto de memoria y humildad histórica.
Suecia también ha reforzado su cooperación militar con Ucrania, buscando producir armamento conjuntamente. En un país donde el pacifismo fue casi una religión civil, ver este cambio de postura revela un cambio preocupante.
En Södertälje, bello municipio donde inicié mi carrera pedagogica en Suecia hace años, un joven de 18 años murió en un tiroteo que volvió a encender las alarmas sobre la violencia juvenil. La policía desplegó fuerzas especiales y detuvo a varios sospechosos. Lo triste es que este tipo de sucesos ya no sorprende tanto. En Suecia se habla con naturalidad de “zonas vulnerables”, y eso duele. Nadie imaginaba que la paz social de este país pudiera fracturarse así.
Un informe reciente del Consejo de Prevención del Delito reveló algo aún más inquietante: cerca de diez mil mujeres y niñas están vinculadas a redes criminales, muchas de ellas tanto víctimas como victimarias. La periodista Linda Hjertén lo resumió con crudeza: “El 70% de esas mujeres han sufrido violencia antes de ejercerla”. Suecia, que durante décadas se enorgulleció de su modelo de igualdad, enfrenta ahora el espejo de una nueva exclusión.
También ha causado debate el caso de Jonathan Ravelin, un hombre declarado muerto por error por la oficina de impuestos debido a una firma falsificada. Cuando intentó corregir el fallo, los tribunales le dieron la espalda. Paradójico: en un país donde todo se registra, lo burocrático puede volverse inhumano. La eficiencia también tiene su sombra.
Y como si la sociedad necesitara otra dosis de reflexión, el gobierno decidió no prohibir la mendicidad, esa que practican las gitanas rumanas haciendo uso de las facilidades que les da el pertenecer a un pais de la Unión Europea para entrar al país. Ellas le hacen la competencia a drogadictos y enfermos mentales dedicados a un negocio que no se justifica dado el potente servicio de asistencia social público con el que cuenta Suecia, completado con el que ofrecen sus iglesias. El fenómeno, aseguran, ha disminuido, y ahora se prefiere abordarlo con soluciones locales. Me parece un gesto de sensatez: en una democracia madura, la respuesta a los problemas no siempre es la prohibición, sino el debate.
Suecia navega entre sus logros y sus dilemas. Aquí los errores no suelen esconderse: se discuten, se analizan —no diré que todos, pero sí muchos y bien relevantes—. Las heridas no se tapan, se muestran. Eso hace de la opinión pública una fuerza real, una que no existe en la tierra donde nací. A veces pienso que esa es la diferencia esencial con Cuba, donde apenas se debaten —más allá de las quejas por el mal servicio de un bodeguero— el mal nuestro de cada día.
Carlos M. Estefanía es opositor cubano radicado en Suecia.















