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Por Manuel C. Díaz.
-Emelina habla con su hijo muerto en Angola-
Gustavo no había regresado todavía a la casa y Emelina no sabía qué hacer con su tiempo. Estaba acostada en la cama, absorta, mirando al techo y dejando que los recuerdos se asentasen en su mente.
De repente, sintió una corriente de aire frío y pensó que había dejado la puerta del balcón abierta. Fue hasta la sala y comprobó que estaba cerrada. Al volver a su habitación fue que sintió la voz de Manuel.
-He regresado, mamá
Emelina quedó paralizada, sin atreverse a mirar hacia atrás. Las palabras de Manuel habían sonado profundas, como si hubiesen sido pronunciadas desde el fondo de una caverna. Emelina se volvió, esperando encontrar a Manuel en el pasillo de la saleta que era de donde había provenido su voz, pero solo alcanzó a ver un último y breve temblor en las llamas de los velones amarillo antes de que ambas, al unísono, se apagasen como si hubiesen sido sopladas.
Asustada, corrió hacia a la mesita donde estaban los velones, se arrodilló temblando ante su Elégua y volvió a oír la cálida voz de su hijo.
-No tengas miedo, mamá
Emelina miró hacia el pasillo en ambas direcciones -hacia las habitaciones y hacia la puerta de entrada- esperando ver a su hijo, pero solo percibió el resplandor del atardecer que, desde el balcón, llegaba envolviéndolo todo en una débil luz anaranjada.
Entonces intentó encender otra vez los velones, pero las manos le temblaban y no logró rayar el fósforo.
-He venido desde muy lejos -volvió a decir Manuel.
Emelina dejó caer la caja de fósforos al suelo, se volteó hacia donde provenía la voz y armándose de valor, le habló a su hijo.
– ¿Dónde estás, Manuel?
-Estoy aquí a tu lado.
– ¿Por qué no puedo verte?
-Todavía es muy pronto.
Emelina comenzó a llorar, primero con sollozos cortos y después con lamentos que le cortaban la respiración, repitiendo: “! ¡Ay, mi hijo! Ay, mi hijo”, hasta que volvió a escuchar su voz.
-Me tengo que ir
Emelina sintió la misma corriente de aire frío y supo que Manuel se marchaba. Se levantó de un salto y gritó:
– ¡No, no, espera!
Corrió hasta la puerta de la habitación y se asomó: “Manuel”, llamó. Se volteó y corrió hasta la sala: “Manuel”, gritó.
Fue cuando entró a la cocina que lo volvió a escuchar.
-Vieja, de verdad, me tengo que ir
Queriendo prolongar la presencia de su hijo, a Emelina solo se le ocurrió preguntar:
¿Cuándo regresas?
-Pronto- contestó Manuel
La corriente de aire frío cesó y, por un momento, Emelina no supo qué hacer para retenerlo. Sin embargo, a pesar del desencanto que le provocaba su partida, todavía tuvo ánimo para coger la lata del café, enjuagar el colador de tela y pedirle que se quedara:
-Espera, te hago un poco de café.
Y eso fue todo. Manuel se marchó y Emelina se quedó parada en el centro de la cocina con la lata de café entre las manos, devastada, sin explicarse bien lo que había ocurrido y pensando que todo podía haber sido otra de sus alucinaciones. Primero habían sido los pájaros negros del puerto revoloteando frente a su balcón y el tañido de las campanas de la catedral. Después fueron las voces. En las últimas semanas había estado escuchando las de sus familiares muertos.
Sin embargo, a pesar de la frecuencia con que las escuchaba, nunca había podido hablar con ellos. Las de sus abuelos y primos, que fueron las primeras que escuchó, habían sido muy débiles. Después, cuando fueron las de su padres y hermanos, creyó que podría comunicarse con ellos, pero, aunque aumentaron en intensidad, tampoco pudo hacerlo.
Y ahora había escuchado la de Manuel. Y no solo la había escuchado, sino que pudo hablarle. Entonces concluyó que no eran alucinaciones. Los pájaros negros, las campanas y las débiles voces de sus familiares, podrían haber sido obra de su imaginación, desvaríos suyos. Pero esto no. Manuel había estado allí. “Mi hijo ha regresado”, dijo. “Todo volverá a ser como antes”.
Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.
José Bedia es pintor, artista cubano exiliado en Miami.