Relato Político

Subasta de sueños (Fragmento final) -Emelina intenta matar a Fidel Castro-

Cristo. Obra de Jilma Madera. Encargada por el presidente Fulgencio Batista y Zaldívar, iba a inaugurarse el 1ro de enero de 1959. Foto Ernesto Santana Zaldívar (Cubanet)

Por Manuel C. Díaz.

Emelina miró hacia Gustavo que dormía a su lado y le pareció que lo veía por primera vez. Vio su cuerpo esquelético, el pellejo tierno de lo que fueron sus bíceps y se preguntó a dónde había ido a parar aquel guajiro invencible que abría trochas en el monte con la sola fuerza de sus brazos. Pero no pudo responderse y se levantó pensando que esos espacios que le faltaban a su memoria eran los primeros signos de senilidad. “No tengo tiempo que perder”, se dijo. “Me va a sorprender la muerte antes de que pueda matarlo”.

Entonces fue hasta su Elégua y se arrodilló a rezarle. No le pidió consuelo como otras veces, sino que se limitó a cantarle, muy quedo, viejos rezos lucumíes. Antes de levantarse, le dijo: “Presiento que hoy es mi día”. Se persignó y agregó: “Así que ayúdame a cumplir mi misión”.

Después tomó el rifle del estante y se dirigió al balcón. Allí la había sorprendido la mañana.

El sol amaneció detrás del Cristo de La Habana y en la luz dorada del amanecer, Emelina vio venir los Mercedes Benz. Avanzaban con lentitud desde la embajada americana, en formación, como si planeasen sobre el asfalto. Emelina no se sorprendió al verlos tan temprano. Al contrario, parecía esperarlos. “Yo sabía que hoy era el día”, se dijo. Comprendió que la profecía estaba a punto de cumplirse y se dispuso a enfrentar su destino. En un instante, convencida de que salvaría a Cuba, la angustia de sus últimos años desapareció y una paz diáfana se le asentó en el alma.

Emelina dejó que el primero de los Mercedes llegara frente al edificio y se parara en firme, como siempre hacía, a esperar por el resto de la caravana. Entonces se levantó y apuntó con serenidad hacia la embajada. Todo sería fácil, pensó. ¡Lo había ensayado tantas veces! Los dioses se encargarían de decirle en cuál de los carros viajaba su presa y la harían disparar con precisión, primero hacia la ventanilla trasera, y después hacia la delantera, porque nunca se sabía en qué posición viajaba.

Emelina dejó pasar el segundo carro, pero cuando vio al tercero y al cuarto adelantándose para formar un rombo, supo que debía disparar al segundo, que era el más negro de todos. Movió el rifle de izquierda a derecha y pronto lo tuvo en el punto de mira.

En la habitación, Gustavo se tiró de la cama al sentir un disparo. Su antiguo instinto de guerrillero lo hacía moverse con rapidez. Antes de llegar a la sala sintió otros dos. Entonces vio a Emelina en el balcón con el rifle en alto y en un segundo de lucidez supo lo que había ocurrido.

Cuando Emelina disparó por primera vez, el más negro de los Mercedes recibió un impacto directo en la ventanilla trasera. Sin embargo, no aceleró para escapar, sino que giró hacia la derecha para dejar pasar al que venía cerrando el rombo por el lado del muro del Malecón, protegiéndolo, y juntos aceleraron hacia la curva del Parque Maceo.

De repente, Emelina comprendió que su presa se escapaba en el tercer carro y le disparó dos veces antes de que pasara. Esta vez, las balas debieron hundirse en el mar porque no hubo impacto ni en el carro ni en el muro. La única evidencia de que huía de su ataque fueron las chispas del encontronazo de la carrocería contra el borde la acera, las maniobras de evasión que emprendió el chofer para escapar del área y el eco de los disparos que se extendieron, repetidos, contra los farallones del Hotel Nacional.

De los Mercedes que quedaron se bajaron tres de los escoltas con metralletas en las manos, blandiéndolas en todas las direcciones. Aturdidos, sin saber de donde habían provenido los disparos, se parapetaron detrás de los carros.

Entonces, del que había estado parqueado frente al edificio, se bajó un mulato alto en guayabera con un rifle de mira telescópica. Se quitó con calma sus espejuelos oscuros y miró hacia el balcón. Emelina lo vio levantar el rifle y apuntar hacia ella, pero se quedó allí, petrificada, viendo como el Mercedes en el que viajaba Fidel se perdía en la curva del Parque Maceo. El mulato encentró a Emelina en la mirilla y sonrió.

Gustavo llegó corriendo al balcón, le arrebató el rifle de las manos a Emelina para protegerla y se volvió en posición de combate hacia el Malecón. Vio a los Mercedes con las puertas abiertas, a los escoltas agazapados detrás de los guardafangos, y vio al mulato en el medio de la calle apuntándole. Gustavo lo vio sonreír, supo que iba a dispararle, pero no tuvo tiempo de nada. Lo último que vio antes de sentir el golpe en el pecho, fue el destello anaranjado del disparo y la trayectoria incandescente de la bala. Sintió cómo se le quebraba el esternón y cómo la sangre le anegaba el tórax antes de salirle a borbotones por el agujero grande que le dejó el proyectil al entrar. Soltó el rifle, se le fue nublando la vista poco a poco y dijo: “Vieja, se está haciendo de noche”. Entonces resbaló a los pies de Emelina.

El mulato bajó el rifle con un gesto de ridícula competencia, comprobó que Gustavo había caído y se volteó hacia los escoltas. “Suban a liquidarlos”, les gritó mientras señalaba hacia el balcón. Los tres escoltas se abrieron en abanico y corrieron zigzagueando hasta la entrada del edificio.

En la distancia, el Mercedes que había escapado se perdía dando tumbos, por el pánico de su conductor, entre la estatua ecuestre de Antonio Maceo y la incongruente mole arquitectónica del Hospital Hermanos Almeijeiras.

El mulato volvió a levantar el rifle, pero ya no había nadie a quien pudiera encentrar en su mirilla.

Emelina trató de sujetar a Gustavo, que se derrumbaba sin vida, y lo agarró por la camisa del piyama, pero no logró detener su desplome. El peso de su caída le rajó las mangas a la pieza y solo pudo retener un pedazo de tela ensangrentada entre las manos. Se dejó caer para auxiliarlo sin saber que, en ese mismo momento, el mulato trataba de encentrarla en su mirilla para liquidarla. Eso la salvó del disparo fulminante. Se arrodilló junto a su marido y trató de cerrarle la herida del pecho con su mano derecha. Fue entonces que se dio cuenta que la sangre que le empapaba su bata de casa no era la de Gustavo sino la suya. Sintió un calor fuerte en el pecho y con su mano izquierda se palpó los senos y las axilas. Buscó a tientas el orificio por el que suponía estaría manando la sangre, pero como no experimentaba dolor, no subió la mano hasta la clavícula que era por donde se le estaba yendo la vida.

En ese momento escuchó el lejano tañer de las campanas de la Catedral, alzó la vista y vio a los pájaros negros revoloteando otra vez frente al edifico. Sin saber por qué se volvió para mirar hacia el interior del apartamento y vio su Elégua destrozado en la saleta. El mismo disparo los había alcanzado a los tres.

Recostada a la balaustrada del balcón, Emelina vio a los escoltas correr, con las metralletas al aire, hacia la entrada del edificio. Calculó el tiempo que demorarían en llegar a su puerta y trató, todavía con su mano puesta en la herida de Gustavo, de revivirlo. “Viejo”, le dijo. “Contéstame, por Dios”. Pero Gustavo ya no podía escucharla. Emelina lo vio desvanecerse, percibió claramente su paso hacia el más allá y supo que todo había terminado.

Cuando sintió a los escoltas derribando la puerta, alzó el rifle. El primero de ellos que entró recibió un balazo en la frente y cayó de espaldas sobre las losas del piso. Los otros se desplazaron hacia la saleta y abrieron fuego al unísono. Emelina sintió cómo las balas, desgarrándoles ambos senos, le atravesaron los pulmones. Sintió que le faltaba el aire y boqueó hacia arriba y hacia abajo en su busca. Un escalofrío sobrenatural la estremeció y escucho el frenético aleteo de los pájaros negros que volaban en desbandada hacia el puerto. Le pareció que anochecía y sintió, en medio de las sombras, que los soldados la arrojaban al vacío. Entonces, mientras caía, en un último destello de lucidez, se dio cuenta de que la profecía no se cumpliría. Y, antes de que su cuerpo cayera sobre las marchitas adelfas del pequeño jardín del edificio, pensó entristecida: “Pobre Cuba”.

Manuel C. Díaz es escritor y crítico literario.

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3 Comments

  1. Pingback: Subasta de sueños (Fragmento final) -Emelina intenta matar a Fidel Castro- – Zoé Valdés

  2. Waldo Gonzalez Lopez

    ZOE, TE FELICITO POR PUBLICAR ESE EXCELENTE CUENTO DE NUESTRO COMUN COLEGAMIGO MANOLO, DEL QUE HE LEIDO VARIOS DE SUS VALIOSOS LIBROS DE RELATOS Y ADEMAS, HE ESCRITO SOBRE ALGUNOS DE ELLOS. CREO QUE ES MUY IMPORTANTE PUBLICAR SUS CUENTOS SY NOVELAS, PORQUE MANOLO VALE MUCHO, EN MI CRITERIO, ES UNO DE LOS MEJORES NARRADORES DE ESTA ORILLA.

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