Por Gloria Chávez Vásquez.
Piensas en la vejez, pero cuando llegas allá, no es lo que pensaste que sería.
Jerry Lewis
La calle Main, en el pueblo de Catskill allá arriba del estado de Nueva York, es uno de esos lugares donde se tiene la impresión de haberse remontado al pasado. Aún puede uno ver los viejos edificios por los que han pasado varias generaciones de norteamericanos e inmigrantes sin mayor pretensión que la de mantenerse al día. En pie todavía, luchando contra la inexorable fuerza de gravedad, se mantiene heroico el templo masón, sobre una colina, en medio de la calle Franklin, tan histórica como el nombre que la inspiró. Hay hasta una sala de cine, donde según cuentan, iniciaron vida artística muchos actores y en la que se concentran aún —como en los buenos tiempos— los habitantes de aquel lugar. La única señal de modernismo —si es que en efecto hay alguna— es la tienda de tatuajes, uno de esos gritos de la moda que de vez en cuando y para no morirse de tedio o de tristeza lanza la gente excéntrica.
La librería Grandview, el lugar en el que me detengo, atraída por el letrero “books & magazines“, es una de esas casonas de comienzos de siglo veinte que aunque permanece abierta al público está en soberano mal estado. Los libreros han cedido al peso de los libros y estos al orden natural de las cosas. Hay alguna clasificación, un poco pretenciosa, pues junto a los libros de filosofía se encuentran las biografías de Jane Mansfield o de Elizabeth Taylor.
El piso, desde la entrada hasta lo que parece una bodega, está parcheado con pedazos de alfombras de diversos colores. Tiene uno la impresión, cuando pisa, que con el solo peso extra de uno de aquellos antiguos tomos, la superficie va a ceder, se va a hundir, se va a abrir un boquete en cualquier momento, se lo va a tragar a uno todo entero. Se caerá entonces en un vacío infinitamente negro y poderoso donde se tocará el origen de las palabras; se aterrizará de sopetón en la cuna del conocimiento. Se llegará a palpar las raíces del árbol de la Sabiduría. De aquel árbol científico que causó la ira de un dios y la expulsión de un paraíso.
El tiempo parece haberse detenido, más bien retrocedido. Y a partir de allí, el pasado se cocina al fuego lento del verano y despide un ácrido olor a papel viejo, una vez húmedo y ahora extremadamente seco. Tan seco que las hojas amarillentas parecen otoñales. Y entonces se ensimisma uno en el presente de publicaciones ya desaparecidas. Look, el artículo de Jerry Lewis en el que admite haber tenido siempre miedo. En donde concluye uno, después de leerlo, que en verdad hay que morirse. Por entregas la vida y obra de Pío XII, el Papa neutro, justificando eternamente su posición, religiosamente indiferente ante la guerra. Y el anuncio con secuencias de Malboro: cómo es el hombre Malboro, cómo vive el hombre Malboro, cómo respira el hombre Malboro. En ese entonces el hombre M era más viejo y simulaba no morirse de cáncer. La vida en América, en aquella época, era lacada y brillosa como el glasé de las fotografías.
Revisando la colección de los discos de larga duración, me encuentro por enésima vez con Glen Campbell. Boy oh boy, Glen, si hubiera querido, en un solo día podría haber obtenido —y por menos de 5 dólares— toda la colección de tus discos que tanto anhelé cuando fuiste el amo de la música. Ahora, después de los años, no me importas lo suficiente como para comprarte en compacto. Lo dicho. El tiempo se detuvo en los sesentas. Aquí My Fair Lady, allí Harry Belafonte, más allá, Candice Bergen … y aun todavía más allá, títulos irreconocibles, cantantes nunca escuchados, libros nunca leídos, revistas jamás comentadas, nunca siquiera considerados.
Los dos hombres juegan embebidos en su partida de ajedrez. El dueño, anciano, peliblanco, libertario a juzgar por los títulos que inundan su vieja librería. El otro, más joven, su pelo rubio-arena comienza a encanecer. A ninguno le importa si compro o no. Por un momento soy dueña total y absoluta de todo aquel monumento al conocimiento inútil. A la porquería glorificada. A la mentira con cara de verdad y viceversa. A los múltiples etcéteras pronunciados una y mil veces en los escenarios de Broadway por Yul Brynner en El Rey y yo.
En mis manos por fin, Lolita, el libro que por casualidad ha caído en mis manos antes de llegar a la conclusión de que los únicos libros que hay en esta librería sólo interesan o interesaron alguna vez a su dueño. Están tan viejos, que el papel se desmorona en partículas de polvo tan pronto osa uno abrir sus páginas. No ha transcurrido el medio siglo desde que toda esta mezcolanza fuera la fórmula del presente… un relativo éxito. Un afirmar de la existencia. Falta menos de un par de años para iniciar otro milenio. Para acabar un siglo.
Les dejo saber a los ajedrecistas, con cierta pena de interrumpir su alegría de vivir, que quiero pagar el libro y la revista que compré. El viejo se decide demasiado tarde, pues su contrincante ya ha lanzado el grito vencedor:”Jaque mate… ahhhhh”. Al perdedor parece importarle dos pepinos y se concentra en cambio en la persona que solicita su atención.
—Es usted el único cliente que he tenido en mucho tiempo —dice exaltado— no sabe uno si porque perdió un juego o porque ganó un cliente. Tengo un regalo para usted—, anuncia él y observo con curiosidad como requisa y rebusca, en una de las mil cajas regadas por aquel espacio rodeado de libros por todas partes. El anciano saca por fin, de entre varias revistas y discos, un paquete encelofado que contiene unas figuritas circulares negras y espesas. Son galletas Oreo. Con una sonrisa envaselinada me ofrece uno de los paquetitos.
Le agradezco en el alma, le pago la compra, y con suspicacia guardo el regalo. Más tarde podré olerlo, y si me atrevo, probarlo, y en uno de esos experimentos suicidas hasta comerlo. Quién sabe.
Salgo del Grandview Books Store. Me doy cuenta de que precisamente enfrente hay otra librería. Otra tan vieja como esta. Un poco más organizada. Pero está cerrada. Miro en la vitrina antes de abandonar por completo el lugar. Me atrevo a comparar. Main Street está desierto. Los últimos rayos del sol chocan contra los cristales sucios. Veo por primera vez el tímido letrero que anuncia:
Se vende esta librería. Pregunte adentro
En medio de tan lujurioso silencio me percato del tic tac de mi reloj. El tiempo ha vuelto a su normalidad.
De la colección Depredadores de almas, New York, (2003)
Gloría Chávez Vásquez es escritora y periodista.
Encantador. Gracias.
Interesante, gracias
Me ha encantado este relato. Me transporto a otra época. Ya quedan pocos pueblos así.