Por Ulises F. Prieto.
Siempre bajaba desde Cleveland Heights hasta University Circle atravesando Little Italy por Mayfield Road. Esta vez se estaba derritiendo la nieve, y quizás era buena idea acortar camino por Lake View Cemetery. Si uno muere en invierno puede que algunos años no te visiten por causa de la nieve. Una pareja de estudiantes había pensado lo mismo que yo, y bajaba entre las estatuas de ángeles y las tumbas, conversando. Tuve la tentación de saludarlos, pero preferí acercarme para escuchar su conversación.
– Tienes la misma sombra de hace 10 años.
Miré mi sombra y me asusté. Estaba entre la de ellos dos. Podrían percatarse de que estaba muy cerca. Tampoco mi sombra había cambiado mucho desde mi juventud. Creo que nada. Igual que la de aquel muchacho, mi sombra se encorvaba y dejaba los pelos desordenados. Aún mi sombra no tiene canas.
– Es que las sombras no cambian. -Respondió el joven y luego agregó en tono de reproche: – Es de las pocas cosas que permanecen.
– Pero…
– La sombra es la verdadera esencia de uno. Nosotros somos sus proyecciones – se miraron por un segundo -. Ellas son las que nos identifican, y nos fabricamos estos rostros cambiantes, como herramientas para funcionar en sociedad.
No sabía que mis estudiantes tuvieran conversaciones tan curiosas. Pero claro, nunca había sido tan indiscreto como para escucharlas. Los dejé alejarse. Probablemente en ese momento él le habría contestado:
– Tu sombra siempre ha llevado esa maleta al lado.
– ¿Esa sombra de maleta? Sólo la recuerdo una vez que estuvo bien ligera.
– No recuerdo haber estado contigo ese día.
– No estaba, pero me contaste que te robaron las computadora.
Seguramente él la acompañaría hasta la puerta de la casa, y volvería conversando con su propia sombra hasta su habitación. La sombra se llamaría tal vez Dark Friend. Ignoro si la imagina masculina o femenina. El joven piensa en inglés, así que las sombras también pueden ser hombres o mujeres. Cuando él apagó la luz para dormir, ella (la sombra) perdió toda forma y se expandió como un gas por la habitación, o como un abrazo envolvente. Quizás sólo lo acurrucó como a un bebé. Él comenzó a imaginar que el mismo era el personaje de algún cuento, que sólo vivía de vez en cuando, durante los pocos minutos en que algún lector leía su historia.
Hace unos cuantos veranos una pandillita de niños entraron por la ventana de mi cuarto y se robaron las computadoras. La historia de mis estudiantes estaba dentro. Probablemente hayan vendido la computadora a alguna mafia, que formateó el disco duro. Si mis estudiantes lograron sobrevivir al formateo, ahora permanecen atentos en las sombras de alguna parte de la memoria, junto a algún puerto con salida a Internet. Me encantaría que volvieran, pero mucho me temo que la historia terminó allí, en el cementerio.
Ulises F. Prieto es Profesor de Matemáticas y escritor.