Por Oliet Rodríguez.
Si afirmo con la mayor tranquilidad del mundo que me quiero suicidar pocos me creerían y es lógico porque cualquier ser humano puede pensar que quitarse la vida es muy fácil y se puede hacer sin necesidad de pregonarlo, pero seguro los que piensan así no viven como yo. Ayer por la noche decidí que la manera más limpia y fácil de matarse es dejar el gas abierto porque poco a poco inhalas la muerte y casi ni te enteras cuando pasas al otro lado. Tranquilamente taponé todas las rendijas de las ventanas de mi cuartucho y abrí bien las llaves de la cocina antes de acostarme a dormir contento de poder despertar al otro día en el cielo, … o en el infierno. De todas maneras, si me tocaba el barrio de Satanás, también la mejora resultaría sin dudas evidente.
En la mañana sentí el aroma apestoso de la fosa desbordada en la calle e imaginé que algo había sucedido porque ni el infierno puede oler tan mal, aproveché entonces para encender un fósforo por si acaso la peste a mierda me hubiera hecho inmune a morir envenenado por gas y poder reventar mi cuarto como un siquitraque. Después de intentarlo con la mitad de las cerillas de una caja vieja, saltó una llama cobarde que utilicé para encender y fumarme un cabo de cigarro de una semana de tirado. Recordé en ese momento con desagrado que el gas hacía más de una semana que no lo ponían.
Me levanté entonces de muy mal humor y con muchas más ganas de morirme que antes comencé a buscar una soga entre mis cosas. ¿De dónde carajo sacaba yo una soga si en todos los años de mi puñetera vida de mierda nunca vi que vendieran una cabrona soga en ningún puto lugar? La soga que recordaba pertenecía a mi abuelo y se la habían robado el día que se olvidó en el balcón. Al final decidí pedírsela a mi vecino Pancho, un viejito amable que tiene de todo porque no bota nada de una casa que parece un almacén de cosas inservibles. El pobre, todavía tiene sentido del humor pues dice que de todo lo que guarda lo más viejo e inservible es él mismo. Yo siempre me río y él, con su cara más seria, me responde que es verdad y que si por la mañana bota algo, en la tarde le hará falta.
Con la barriga unida a la espalda me vestí con la ropa que menos huecos tenía y antes de salir por la soga confundí el hambre con las ganas de cagar. Fue reconfortante sentir la ilusión de tener algo en mi sistema digestivo y añoré los tiempos en los que me quejaba, pero por lo menos me sentaba en la taza cada día en la mañana. La lógica me regresó a la realidad y recordé que como hacía dos días que no comía nada, lo que tenía eran ganas de cagar psicológicas alimentadas por la costumbre que es a veces más fuerte que la realidad. Para no ser tan duro con mi psiquis soñadora me entretuve un rato pujando por gusto y al final me alegré del esperado fracaso porque no había ni agua ni un cubo que limpiara la prueba de que es posible el cagar sin comer.
Yo creo que Pancho adivinó el fin que tendría su soga porque después de dármela y decirme “mira a ver si con esto puedes resolver” me abrazó con familiaridad y me regaló unos golpecitos en la mejilla con su mano arrugada. Probablemente sentía algo de envidia por mi decisión de poder deshacerme de mi propia vida inservible, placer que su carácter precavido le negaba. Contento de acercarme a la meta llegué al cuarto y añadí en mi carta de suicidio que por favor le devolvieran la soga a Pancho. Aproveché para volver a leer el papelito arrugado que sería mi última voluntad y sentí vergüenza de mí. Que perra mierda de carta de despedida había escrito. Sentí tremendas ganas de corregirla, pero tuve miedo de que se me quitasen las fuerzas para el suicidio y, daba igual, hasta podría decirse que existía concordancia entre una carta mierdera y una vida mierdera. Sí, eran congruentes y decidí entonces concentrarme en mi objetivo primordial.
Quizás me hubiese gustado morir por la patria, aunque el significado de la palabra patria se volvía cada día más difuso en mi mente, ¿cómo era posible llamar patria a ese lugar donde vivía? ¿Entonces, si me quito la vida renuncio a la patria? La patria por naturaleza debería ser algo glorioso y valioso que nos hace sentir orgullosos de ella y yo la verdad que no encontraba en mi vida miserable nada digno de sentirme orgulloso. Además, si morir por la patria es vivir, cosa que dudaba porque morirse es morirse, y lo que quiero es no existir más, entonces al carajo la patria, que se la metan por el culo o que se la coman con papas que no quiero vivir más. El pensamiento de patria con papas, me provocó un retorcijón de hambre brutal.
Tal vez lo que más me hubiese gustado era darle un sentido a mi muerte, pero ya era tarde para eso y estaba bueno de resistir. Tanta muela existencial no resolvía nada, era el momento de actuar. El marco de la puerta de la sala era el más alto y fuerte, tenía un clavo del gordo de un dedo encajado en la madera desde hacía tanto tiempo que parecía haber estado siempre allí. El acero ya se fundía en la madera o la madera ya había conquistado al metal. Me subí en la silla y amarré la punta de la soga de Pancho al clavo. El lazo escuálido quedó a la altura de mi cabeza. Me apreté bien el nudo y sin pensarlo mucho para no encontrar motivos para el aborto de la misión eché la silla hacia atrás con la punta de mis dedos gordos que sobresalían del hueco doble de la media y el zapato. Salté al vacío de medio metro para terminar de partirme el cuello e impedir la lenta muerte por asfixia de una soga mal apretada. Pero la soga de Pancho tal vez resultó ser la soga vieja de mi abuelo que después de robada se la vendieron a mi vecino. La cuerda se partió al medio del tirón y terminé desparramado en el suelo con el clavo burlón e intacto en lo alto del marco.
Decidí no dejarme vencer tan fácil y maldije la desgracia de pasar trabajo hasta para morirme. En la calle pensé tirarme delante del primer camión que encontrara porque mi cuarto está en un primer piso y si me tiraba por la escalera o desde el techo me iba a ganar un hospital y tampoco soporto estar lleno de aparatos o mangueras encajadas en mi anatomía. Embutirme a píldoras no era una opción pues si lograba resolver más de dos tiritas de alguna pastilla lo que me iba a dar era alegría y se me quitarían las ganas de morirme solo para sentir el alivio de un dolor. Había desechado también hacía tiempo cortarme las venas porque seguramente la muerte me llevaría pedazo a pedazo de la gangrena provocada por el cuchillo oxidado y sin filo que tenía. Tampoco quería pedir prestado un cuchillo porque estaba seguro que no lo devolverían a su dueño. Una soga no era tanto problema, pero un cuchillo suicida era confiscado y yo quería joderme solo sin molestar a nadie.
En mi locura también había olvidado que con este virus la ciudad está paralizada y no hay ni buses ni camiones ni carros. Tres horas estuve sentado en la acera de una avenida vacía y solo pasó un bicitaxi, pero con eso no me alcanzaba para empezar. Cambié de idea y decidí subirme a un edificio alto y lanzarme de cabeza al vacío, pero en el cabrón lugar donde yo vivo no hay casas altas, ni de al menos tres pisos que garanticen un final exitoso.
Todavía sentado en la acera tres policías se me acercaron a paso rápido. No les hice caso ni cuando se pusieron a llenar el talonario de la multa por no llevar puesto el bozal, que es como yo le digo al nasobuco y me dio igual que me pusieran dos mil, tres mil o cinco mil pesos de multa porque no la iba a pagar. La señal me llegó entonces desde el rayo de sol que apareció entre las nubes y alumbró la pistola del policía que se inclinaba a darme el papel de la multa. Descubrí en ese instante la oportunidad ofrecida y sin pensarlo me lancé a quitarle su arma reglamentaria. La logré sacar muy rápido de la cartuchera, pero después de lograr quitarle el seguro me cayó arriba un veinte de mayo. Los puñetazos aparecieron en colores, las patadas me doblaron en dos, los bastonazos me pintaron todo el cuerpo de azul y los dientes con sangre saltaban alegres por los aires.
En toda esa vorágine de golpes sobresalía la expresión en los ojos del policía más pequeño de los tres. Sus ojos azules pálidos resaltaban en el fondo sucio inyectado en sangre. Me sorprendió no encontrar la lógica rabia en ellos, sino el placer de disfrutar una golpiza brutal contra un ser indefenso. Me chocó más aún encontrar el vínculo de aquella mirada abusadora con el sexo y si abrí y cerré mis ojos varias veces no fue para aliviar la impresión de ver acercarse a mi rostro rodillas o codos violentos, sino para cerciorarme de que aquel ser no estaba a punto de tener un orgasmo. No pude encontrar indicios de lo contrario.
Dentro de la patrulla que me llevaba a la estación con mi cuello aplastado por una tenaza de manos y a punto de la asfixia, observé a través del espejo retrovisor los ojos del policía. Con los golpes aleatorios que me regalan en mi estómago crecía el brillo del placer y en los surcos sanguinolentos latían ríos de sangre en tierra sucia. No había dudas de la erección de la bestia a punto de explotar en fluido viscoso. No era necesario que su lengua mojada de saliva densa se pasease por sus labios contraídos una y otra vez para estimular su lascivia.
En la estación de policía me tiraron en un cuarto lleno de gente y el olor me recordó el despertar en mi casa. Varias manos desconocidas me levantaron e intentaron limpiarme las heridas en mi rostro deformado por los golpes. Algunas voces en la oscuridad me hablaron con palabras amables que no entendí porque el oído izquierdo estaba apagado y el derecho era un corazón que latía sangre deprisa, cada latido era el retumbar de un tambor. Perdí la noción del tiempo y no pude saber nunca cuántas horas o días estuve en ese estado de semi inconsciencia que me impedía reconocer mi cuerpo o entender mi mente. Llegué incluso a pensar que los esbirros me habían regalado mi deseo primario de no existir más, pero el olor a mierda seca con orines ácidos que nacía de la letrina sin limpiar en una esquina de la celda me recordaba que seguía vivo.
Ahora sé que acaba de amanecer en esta pocilga sin luz porque escucho por mi oído derecho el canto lejano de un ave. He recuperado el control de mi mente y el dolor en cada hueso de mi cuerpo me grita el cambio de prioridades. Claro que quiero morirme porque no merece la pena llamar vida a subsistir o a resistir, pero algo debo hacer antes. Es un imperativo que crece sin pausa dentro de mí hasta atormentarme. Veo unos ojos de color azul sucio inyectados en sangre, unos ojos que me miran con la lujuria de sentir como me aplastan y yo nada puedo hacer. Unos ojos que sonríen la depravación de la violencia y que son lamidos por una lengua pegajosa que no para de gotear saliva viscosa. Unos ojos que se ríen de mi desgracia y que no logro sacar de mi cabeza, aunque me cubra el rostro con mis manos para no ver la oscuridad asquerosa de esta celda.
Me voy a morir y no sé cómo todavía, pero antes le haré un bien a la patria o le daré un sentido a mi final y apagaré para siempre el brillo asqueroso de esos ojos que no me dejan tranquilo. Para que cuando mi destino de abandonar esta vida de perros en este país de mierda se cumpla, pueda descansar en paz.
Antonia Eiriz (Cuba, 1929 – Miami, 1995), pintora y artista cubana.
La cronología de un suicida, perfectamente descrita. El suicida no quiere morir, quiere acabar con su sufrimiento y no encuentra forma de hacerlo y quedar vivo. Para el suicidarse es la mejor forma de morir, el desea arrastrar con su muerte a los que considera culpables de su acto. No es un acto de cobardía, es quizá un acto de ceguera que le impide ver alguna mejora en algún momento del futuro. Muy bien descritas las diferentes formas d e suicidio, candela, la mujer negra, un tiro el hombre blanco de honor manchado, pastillas la mujer blanca, ahorcado el hombre blanco sin recursos. Una excelente forma de entender porque el suicidio es más frecuente , allí donde otros de decir de que ese lugar o ese tiempo es un paraíso.
Excelente, como siempre❤️