Por Manuel C. Díaz.
Una de las mejores épocas para visitar Nueva York siempre ha sido durante la temporada navideña. Aun hoy, cuando la ciudad apenas comienza a recobrar su normalidad y se prepara para celebrar de una manera reducida la llegada del Nuevo Año, vale la pena hacerlo.
Yo lo hice hace unos años, antes de la pandemia, y debo decir que fue una experiencia única. Todo comienza con la parada del Día de Acción de Gracias de Macy’s, continúa con la iluminación del gigantesco árbol de Navidad de Rockefeller Center y termina con la despedida del año en Times Square con la famosa “bola” descendiendo desde lo alto mientras miles de personas corean el conteo regresivo de las doce de la noche.
Pero entre un evento y otro están, envueltos en la magia de la temporada, otras tradiciones no menos clásicas. Por ejemplo, el edificio del Empire State es iluminado con las típicas luces rojas y verdes que, refulgiendo en la noche, pueden ser vistas desde muchas partes de la ciudad.
También se abren al público las pistas de patinaje del Rockefeller Center, la Trump Wollman del Parque Central y la del Bryant Park, donde miles de patinadores, ataviados con coloridas bufandas y gorros, circulan alrededor de ellas al compás de alegres villancicos.
Así mismo, el Radio City Music Hall se viste de gala para presentar su Christmas Spectacular Show, con las famosas rokettes levantando sus piernas al unísono en el centro del escenario. Por su parte, el New York City Ballet hace las delicias de grandes y chicos al iniciar su temporada en el Lincoln Center con el Nutcracker, un verdadero regalo de Navidad con sus soldados de madera bailando acompañados por la música de Tchaikovsky.
Otra de las tradiciones navideñas de Nueva York -además de todas las anteriores- es recorrer sus principales avenidas para admirar las vidrieras de las tiendas que, para esa época del año, se convierten en verdaderas obras de arte.
Y eso fue precisamente lo que en aquel viaje mi esposa y yo hicimos en cuanto llegamos. Comenzamos en la Quinta Avenida, a la altura de la calle 48, muy cerca de la Catedral de San Patricio y del Museo de Arte Moderno. Y es que en esta famosa avenida están las más bonitas de todas, como las de la tienda Saks, elaboradas por talentosos decoradores y de tanta belleza artística, que las filas para pasar frente a ellas son interminables.
Pero no son solo las de Saks; están también las de H & M, las de Henri Bendel, las de Tiffany (de fílmicas reminiscencias: Breakfast at Tiffany), justo al lado de la Trump Tower, las de Bergdorf Goodman y las de F.A.O. Scharz, un paraíso de juguetes, frente al Hotel Plaza (también de fílmico linaje por la escena final de The way we were), y claro, las de Bloomingdale’s, unas cuadras más arriba, muy cerca del Parque Central.
Recuerdo que como ya estábamos a la altura de la calle 59, decidimos entrar al Parque. Y lo hicimos por uno de los senderos que conducen al Trump Wolllman Rink, que a esa hora de la tarde (ya comenzaba a anochecer) estaba lleno de patinadores. Desde allí caminamos hasta el Mall (también llamado, por sus estatuas de escritores, el Paseo Literario), un amplio boulevard en el que se alinean hermosos olmos y que conduce a la Terraza Bethesda, con su arcada cubierta y flanqueada por dos grandes escaleras que llevan al visitante hasta la plaza donde está la fuente del Ángel de las Aguas.
Recorrer el Parque Central puede tomar horas; son más de 100 acres de bosque divididos por lagos, arroyos y puentes, y entrelazados por pequeños caminos que conducen a sus diferentes puntos de interés, como el hermoso Bow Bridge y el Straberry Field, en homenaje a John Lennon.
En realidad, lo más importante del parque es su cautivadora atmósfera: senderos levemente iluminados sobre los que cruzan puentes de piedra; carruajes que se alejan en la distancia junto al repiquetear de los cascos de sus caballos sobre los adoquines; o la tenue luz del atardecer reflejada sobre las aguas de un arroyuelo.
Pero no porque era la temporada navideña dejamos de visitar otros lugares de interés histórico y turístico que hay en Nueva York. Fue por eso por lo que al otro día nos dirigimos al Ayuntamiento de la ciudad, en el Lower Manhanttan, justo en el lugar donde se puede acceder, caminando, al emblemático Puente de Brooklyn.
Desde allí fuimos hasta el lugar donde se encuentra el 9/11 Memorial, un hermoso tributo de recordación a las casi tres mil victimas del ataque terrorista de septiembre 11, 2001 que murieron en las Torres Gemelas, en Shanksville, Pennsilvania y en el Pentágono. Allí, en el mismo lugar donde un día se levantaron las Torres, se construyeron dos grandes reflecting pools que, en los paneles de bronce que las rodean, tienen inscritos los nombres de los que murieron ese día, así como también los que perecieron allí en el atentado de 1993.
No lejos del Memorial, en el punto más al sur de Manhattan, se encuentra el Battery Park, donde tomamos uno de los ferries que van hasta la Estatua de la Libertad y Ellis Island y visitamos ambos lugares.
Cuando regresamos, volvimos a tomar la Avenida Broadway y fuimos caminando hasta la altura de la Calle Canal donde comienza Chinatown, que también estaba iluminado con motivos navideños. Después de curiosear un poco por sus tiendas seguimos hacia Little Italy (ambos barrios están uno al lado del otro) y buscamos la calle Mulberry, que es donde están todos los restaurantes.
Con sus mesitas al aire libre, las calles se parecen a las del Trastevere, en Roma. Cenamos en el Da Gennaro, uno de los restaurantes que nos había sido recomendado. Fue una decisión acertada. Buena comida, buen servicio, buen ambiente y buenos precios.
Cuando salimos del restaurante tomamos un taxi y le pedimos que nos dejara en el Rockefeller Center. Al otro día regresábamos a Miami y queríamos cerrar la noche caminando una vez más por las iluminadas calles de Midtown. Volvimos a ver el gigantesco árbol de Navidad con todas sus luces de colores encendidas y también volvimos a ver la pista de patinaje, más llena que el día anterior. Volvimos, antes de regresar al hotel, a pasar frente a las vidrieras de la Quinta Avenida que esta vez nos parecieron más resplandecientes y luminosas que la noche antes.
La gente salía de las tiendas cargadas de paquetes y, como en las películas, les hacían señas a los taxis que sin parar cruzaban la avenida. El olor de las castañas asadas estaba en todas las esquinas donde las vendían. Fue justo al llegar a la Calle 55 cuando escuchamos, desde el sistema de audio de una de las tiendas, la voz de Bing Crosby entonando su famosa canción: “I am dreaming of a white Christmas, just like the ones I used to know… Sí, era Navidad.! ¡Y estábamos en Nueva York … antes de la pandemia!
Manuel C. Díaz es escritor, crítico de arte y literatura y cronista de viajes.
Otros tiempos y otras personas , magnifico relato , hoy NY es una letrina 24/24 12/12, 7/7 donde a penas baja el sol mejor es no salir a la calle, entre un gobernador y un Mayor que cambiados por KK se pierde el embase han llevado a la ciudad que nunca duerme a esconderse que tristeza! que amargura !,sin hablar lo que ha traido la inmigracion ilegal de gentes que en su pais no valian y a NY han traido sus malos abitos sus miserias humanas en fin un dia regresarà a ser la capital del mundo como lo fue hasta que los jenizaros han acabado con ella
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