A penas se terminaban las clases, salíamos corriendo para el parque, soltábamos los libros sobre la hierba y a disfrutar.
Los gritos de nuestras madres: _Fulanita, ven a bañarte _ , _ Menganito, ven a comer_ eran las únicas órdenes que nos movían de allí.
Mis cumpleaños empezaban en mi casa y acababan en el parque.
En Gaspar sólo había cuatro máquinas de alquiler, se andaba en bicicleta, a caballo, pero la mayoría iba caminando a todas partes. Los niños en un pueblo así no tienen peligros, juegan en las calles y van solos al parque.
Lo que más me gustaba de mi pequeño paraíso eran las dos palmas reales enormes que separadas por unos 500 metros hacían de guardianas del lugar: altas, elegantes, serenas.
Al obscurecer cerraban la puerta de acceso al parque, pero la cerca no era alta, así que los más desobedientes también jugábamos de noche.
En la época de lluvias, brotaban “las brujitas”, unas flores blancas que cubrían el césped. Una de las palmas tenía un hueco muy caprichoso en su tronco, sin que nadie me viera, yo recogía un macito de flores y las dejaba ocultas en el escondite secreto. Si alguna de mis amiguitas venía al parque en algún momento que yo no estaba, las brujitas eran la señal que esa noche iba a intentar saltar la cerca y nos podríamos ver allí. Varías veces me encontré las flores marchitas, pero aunque prefería jugar con ellas, siempre quedaba la opción de acostarme sobre la hierba y ver el cielo estrellado. Las noches en que había brisa el sonido de las pencas de palma me fascinaba.
La voz corrió de boca en boca por todo la escuela, iban a quitar el parque para construir un edificio destinado al “Poder Popular”.
-Eso no puede ser -decía mi maestra – Es el único lugar que tienen los niños en este “Macondo”.
En aquella época en Gaspar no había ni biblioteca ni cine y al enorme termo de cerveza, la atracción fija de los fines de semana, los niños no debíamos ir. Varios de mis compañeros de clase hoy son alcohólicos.
_Cuando los bulldozers choquen con las palmas se van a romper, no las van a poder quitar. Esa idea me llenaba de optimismo. No la decía, pero les repetía a mis amigos, una y otra vez, que ya verían que al final no nos iban a poder quitar el parque.
_ ¿Por qué estás tan segura? -me preguntaba Lourdes. Ella sospechaba que yo sabía algo que no quería decir.
Creo que la orden vino del Partido (en Cuba sólo tenemos uno, así que no hay que aclarar cuál es). Cuando los caciques del pueblo hablaban, había que obedecer.
– “Donde los comunistas ponen sus botas hasta la hierba se seca”, mijita – sentenciaba María Alonso, la solterona más cascarrabias y más buena que había en Gaspar. _ ¡Con tanto solar yermo y tanto espacio en este pueblo, mira que quitarles a los muchachos el único parquecito que tienen! Parece que les gustó mucho el sitio, el parque estaba en el centro del pueblo.
Mis padres nos llevaron a pasar el fin de semana a la finquita de mis tíos. Regresamos el domingo tarde en la noche bajo un apagón general. En aquella obscuridad total no advertí que ya el parque no estaba. Todo ocurrió frente al busto del Apóstol, que observó en silencio desde el jardín de la escuela. “Los malos no triunfan sino donde los buenos son indiferentes”, “Así, desde los juguetes del niño se elaboran los pueblos” – decía él.
La mañana del lunes, los niños caminando hacia el colegio sin dejar de mirar la tierra arrasada. No quedó nada. Todavía hoy puedo sentir esa devastación en el centro de mi pecho.
Las “perretas” de mi hermana Laura y mi prima Vivian Pazos eran a dúo. No hay manera de consolar a un niño cuando ha oído que no va a poder ir más al parque.
Eso sí, empezaron a colocar las piezas de prefabricado a una velocidad que si hubiesen usado ese ímpetu para construir edificios familiares, la tremenda necesidad de vivienda de la gente más pobre del pueblo se hubiera solucionado.
Hay errores que no podemos enmendarlos, éste si. Desde 1975 a los niños de Gaspar se les arrebató su parque infantil. En el 2000, veinticinco años después, hicieron un mini parque a la entrada del pueblo, pero queda muy lejos y está siempre vacío. Ya es hora de demoler “los cajones de bacalao”, (así le llamábamos al edificio de oficinas de una sola planta que construyeron) y devolverles a nuestros niños el parque que les robaron.
“LOS NIÑOS NACEN PARA SER FELICES… en el extranjero” , agregaba una maestra, parafraseando a Martí, no puedo decir su nombre porque todavía vive en “el pueblo de los chivos”.
¿Qué pueden costar dos canales, unos columpios y un cachumbambé? Las palmas serían lo más difícil, no creo que existan otras dos como aquéllas. Y la mano de obra apuesto a que va a salir gratis. ¡Qué convoquen al pueblo, ese sí que iba a ser un “trabajo voluntario” de verdad! ¿Quién no tiene un hijo, un nieto, un sobrino, un vecinito querido que quiera llevar a pasear al parque?
“¿De qué mal no nos cura un pequeñuelo que cabe en nuestra manos?”
José Martí
María Victoria Olavarrieta es Profesora de Español y Literatura.
Me ha emocionado este relato suyo. Cuanta verdad devastación, dolor. Gracias por estremecer.
Pingback: «Que les devuelvan el parque a los niños de Gaspar» – – Zoé Valdés
Magnífico cuento!
Qué divino relato.
Excelente. Muchos niños de nuestro pais han pasado x eso. Por suerte yo naci en el barrio de Pueblo Nuevo y el mejor parque cercano era el Maceo, que no podian demoler. Tambien estaban cerca el Trillo, el Marx y el Finlay, cerca de laLogia Masonica. Peronosotros jugabamos mejor a las Cuatro esquinas, Taco, Tres Rollings y un fly o a la Quimbumbia o el Trompo en plena calle. “Juventud, divino tesoro”. Una vez corte caña de jovrn, casi un niño, en Las Llanadas, cerca de Gaspar. Hace tanto tiempo que el recuerdo se me hunde en la memoria. Gracias por tu relato.
Que narración más expresiva, Gracias Mary por compartir.
Muy bonita su redacción