Por José María Arenzana.
Por puro afán pedagógico, quizá debí haber incorporado esta parte del relato en “Ruanda. Cien días de fuego”, para aclarar un poco más quién es quién también en Gaza, etc. Dice así:
<<… Es seguro que casi nadie conoce a Henri Dunant, un magnate suizo que, en cierta ocasión, se citó con Napoleón III en un lugar llamado Solferino (Italia) para abordar algunos negocios pendientes con el Estado francés (¡joder, basta con mirar Wikipedia, pero en fin! Lo digo para aquellos que sostienen que la enseñanza no debe consistir en memorizar hechos y nombres dado que pueden encontrarse en Internet, a lo cual yo suelo responder que por qué motivo va nadie a buscar un nombre como el de Jean Henri Dunant o el de Solferino o el de Winston Churchill, si jamás han sabido el papel que desempeñaron en su tiempo, así que tal vez sea por eso que las webs más visitadas sean las de un putón de GH o el inigualable blog de alguien que se casó con un torero. ¡Naturaca!).
Lo cierto es que la fecha que eligieron Dunant y Napoleón III, el 24 de junio de 1859, no pudo ser más desagradable, pues era por la tarde y unas horas antes acababa de terminar la famosa batalla del mismo nombre que cubrió el campo de la contienda con casi 40.000 cadáveres, además de miles de caballos reventados a pedazos por la artillería de ambos bandos.
La visión le debió de resultar a Dunant tan estremecedora, que a partir de ahí desvió un tanto su atención de los negocios y propuso a los países europeos la creación de un cuerpo de voluntarios capaz de atender de forma neutral a las víctimas directas de las contiendas. Su tarea, mirusté por dónde, obtuvo cierto éxito, y eso llevó a que seis años después, en 1864, varios países aprobasen la Convención de Ginebra y todo ello permitiese la creación de la Cruz Roja Internacional.
Hoy, ese organismo humanitario existe (en el mundo musulmán bajo la denominación de Luna Roja, susceptibilidad obliga) en casi todo el mundo. Cada cual tiene su sección con muy diversas actividades benéficas, como todos sabemos, pero en Ginebra continúa la sede un órgano diferenciado de las secciones de cada país con la denominación de Comité Internacional de la Cruz Roja (CIRC –en inglés, ICRC).
Este ha sido durante más de un siglo el organismo operativo que asumió la tarea de atender a los heridos de guerra, en especial durante la 1ª y 2ª Guerra Mundial.
Al terminar ésta última, nació, además, la ONU en la Conferencia de San Francisco, quien, paso a paso, entendió que debía crear agencias y organismos específicos para atender otras muchas necesidades que incluían el soporte alimentario a poblaciones en peligro (FAO), la ayuda a los desplazados y refugiados por catástrofes naturales o por guerras (ACNUR), la coordinación sanitaria frente a posibles epidemias globales o locales (OMS) y hasta concluir en el despropósito reciente de crear una cosa llamada ONU Woman, que lejos de luchar contra la desigualdad femenina allí donde se necesita de verdad, se dedica a trufar de ideología capciosa y dudosa todo aquello que menea: no en vano fue nombrada como asesora de la presidenta Michelle Bachelet una indocumentada en asuntos tales como nuestra gran Bibiana Aído a cambio de desabrochar de los raquíticos presupuestos de nuestro Estado en quiebra 95 millones de euros un rato antes de expirar el mandato legal del Gobierno de ZP. Por cierto, dicha cantidad es mucho más de lo aportado a dicha agencia por países como EE.UU. y otra veintena más de países desarrollados, de modo que uno se puede imaginar la confianza depositada en la creación de dicho lobby ultra ideologizado.
Pero saltemos por encima de los hechos mencionados para destacar un dato relevante para nuestra ‘historia’, como pronto veremos. Se trata del elemento diferenciador existente entre los principios fundacionales del CIRC y de las agencias de la ONU respecto de los principios que inspiraron el surgimiento de las llamadas ONGs.
El elemento clave que nos interesa resaltar es que el CIRC cuenta entre sus principios de actuación lo que se llama ‘la neutralidad’, lo cual suena bonito pero que conlleva, por tanto, guardar silencio absoluto sobre aquello que puedan ver sus cooperantes en sus actuaciones. Callan por obligación a cambio de que se les permita la entrada en los países y presten la asistencia debida.
Curiosa idea, ¿no?, porque esa inteligencia es la que subyace en toda esa chorreante polémica sobre la actuación del Vaticano y del propio Papa Pío XII en torno al nazismo: así se concebía entonces, por más que los conspiranoicos, con los ojos del presente y no de su contexto, quieran ver colaboracionismo donde, en su mayor parte, sólo pueden encontrarse, en su mayoría, malentendidos sobre tan curiosa definición de lo que ha de significar ayuda a poblaciones en peligro. Y no se olvide que todo esto significa que el CIRC sabía de la existencia de los campos de concentración nazi, de los gaseos masivos, etc…, porque sus cooperantes también estuvieron allí.
La ONU utilizó más tarde un concepto parecido al de CIRC, pero dado que su misiones estaban investidas de cierto poder ejecutivo por el Consejo de Seguridad de los países más poderosos del planeta, no estaban tan obligados a guardar silencio de manera tajante (realizan informes, aunque otra cosa es su difusión o no dependiendo de las resoluciones adoptadas en el Consejo de Seguridad), pero sí obligados a negociar y pactar la llegada de la ayuda humanitaria con los países a cuyas poblaciones se deseaba ayudar.
En tales casos, el flanco que quedaba, y queda, desasistido es qué clase de ayuda es la que se presta a un pueblo masacrado si el que lo decide, el cómo, el cuándo, el cuánto, el por dónde y por cuánto tiempo es el Gobierno que está en lucha contra dicha población.
Así, este boniato supo en Sudán y en Eritrea que, a menudo, los islamistas radicales de Jartum o las fuerzas etíopes y cubanas, permitían la llegada de convoyes de alimentos donde se reunía a la población para ser atendida, y, una vez juntos en algún espacio en la sabana, en el desierto o en la selva, la aviación gubernamental bombardeaba de manera inmisericorde para eliminar a columnas o facciones completas de civiles y militares de un solo golpe de sus enemigos. Y cuando la ONU pretendía mostrarse más agresiva y entraba por su cuenta con los convoyes sin el adecuado permiso previamente pactado con los gobiernos en cuestión, la aviación o la artillería reventaba los camiones a cañonazo limpio impidiéndoles llegar a su destino.
Sin embargo, en fecha tan tardía como 1971, al terminar la guerra de Biafra (Nigeria), una docena de médicos y aviadores que habían decidido saltarse todos los códigos internacionales vigentes para transportar ayuda a una población en peligro tras una guerra civil étnica estrepitosa que causó una hambruna masiva y feroz en el sureste de Nigeria, decidieron crear la primera ONG moderna: Medecins Sans Frontiéres (MSF), entre cuyos postulados se encontraba la defensa de un principio insólito para la legislación internacional que se denominó con el tiempo “el derecho de injerencia (en la soberanía y territorio de un país, se entiende) por razones humanitarias”, sin importarles lo que decidiesen las autoridades del país.
Era una cuestión moral, dijeron ellos. No eran malas las razones y la idea fructificó.
Entre aquellos arriesgados y voluntariosos personajes, dicho sea de paso, se encontraba un joven médico francés de nombre Bernard Kouchner (¡oh, my God, con la iglesia hemos topado!) y su idea revolucionó la legalidad internacional.
Nos saltaremos todas las circunstancias históricas para no demorar nuestro relato, pero, si alguien tiene mucho interés, le recomiendo una fabulosa crónica periodística de aquellos meses escrita nada menos que por un boniato desconocido llamado Frederick Forsyth, su primer libro, quien luego se convirtió en el famoso autor de Chacal, Odessa, El Cuarto Protocolo, El Afgano, El Puño de Dios y tantos otros excelentes bes-sellers. Dicho libro, titulado “The Biafra Story: The making of an African Legend”, se encuentra traducido al español en versión e-book para Amazon…>>
José María Arenzana es escritor y periodista. Libros:Ruanda. Cien días de fuego, y Ficcionario.
Foto: José María Arenzana en su época de corresponsal de guerra.